—Muy bien —afirmó Lucky—. ¿Puedo enfocar el área de delante mismo de este edificio?
Enséñame. Enfócala.
Y se hizo a un lado. El robot se afanaba, tentando los botones.
—Ya etá, amo —Déjame ver, pues. —El área exterior aparecía en pequeñas dimensiones sobre la mesa; las figuras de los hombres parecían más pequeñas todavía. El robot se había apartado y miraba estúpidamente hacia otra parte.
Lucky no volvió a llamarle. No se oía ningún sonido; pero mientras tanteaba por encontrar el mando correspondiente, la lucha que tenía lugar fuera cautivó su atención. Devoure combatía con Bigman. ¡Combatir con Bigman!
¿Cómo había podido persuadir el diablillo a los dos funcionarios de que se mantuvieran al margen y permitiesen que se trabase la lucha? Porque, naturalmente, Bigman estaba haciendo trizas a su enemigo. El hecho no le causaba ninguna alegría a Lucky.
La aventura sólo podía desembocar en la muerte de Bigman, y Lucky comprendía que el marciano se daba cuenta de ello y no le importaba. Su amigo era capaz de cortejar a una muerte segura, de correr cualquier riesgo, para vengar un insulto... Ah, en ese momento uno de los dos funcionarios interrumpía la lucha.
En este instante, Lucky encontró el control de sonido. Las palabras salían disparadas del reproductor de imágenes: la frenética llamada de Devoure a los robots y el estentóreo mandato de que despedazasen a Bigman.
Por una fracción de segundo, Lucky no estuvo seguro de haber oído bien; luego golpeó la mesa desesperadamente con ambos puños y se revolvió como un loco.
Había de salir fuera; pero ¿cómo?
Allí estaba él, a solas con un robot que contenía un solo mandato zumbando en lo que quedaba de las pistas de su cerebro positrónico: el de mantenerle inmovilizado costara lo que costase.
¡Gran Galaxia! ¿No había nada que pudiera tener prioridad sobre aquel mandato? Carecía incluso de un arma con la que amenazar que iba a suicidarse, o con la que destruir al robot.
Sus ojos se posaron en el teléfono de la pared. Al último que había visto junto al aparato fue a Zayon, quien mencionó algo sobre una emergencia, cuando vino la noticia referente a Bigman.
—Robot, aprisa —ordenó Lucky—. ¿Qué ha ocurrido aquí?
El robot se acercó, observó la reluciente combinación de pulsadores rojo pálido, y habló con una lentitud desesperante:
—Un amo ha idicado todo robot preparase estació batalla.
—¿Cómo indicaría que todos los robots han de dirigirse a las estaciones de batalla inmediatamente? ¿Y dejando a un lado los demás mandatos del momento?
El robot le miró fijamente. Lucky, casi en un acceso de frenesí, le cogió la mano y se la sacudió.
—Dímelo. Dímelo.
¿Le entendía aquella máquina? ¿O era que las arruinadas pistas de su cerebro conservaban impreso en ellas un resto de las instrucciones que le prohibían dar esta información?
—¡Dímelo! O hazlo tú, hazlo tú.
El robot, sin hablar, levantó un dedo hacia el aparato con movimiento irregular y desprendió muy despacio dos botones de mando. Luego el dedo se apartó unos tres centímetros y se detuvo.
—¿Ya está? ¿Has hecho todo lo que había que hacer? —preguntó Lucky desesperado.
Pero el robot se limitó a dar media vuelta y, con paso desigual, arrastrando visiblemente una pierna, se dirigió hacia la puerta y salió al exterior.
Con unas zancadas que devoraron el espacio Lucky echó a correr tras él, salió del edificio y cruzó el centenar de metros que le separaban de Bigman y los tres sirianos.
Yonge, que se había apartado con horror de lo que esperaba sería la destrucción, por un procedimiento que helaría la sangre, de un ser humano, no oyó el alarido de dolor que esperaba. En lugar de este alarido, escuchó un gemido de sorpresa de Zayon y un grito salvaje de Devoure.
Yonge se volvió. El robot que había estado sujetando a Bigman ya no le sujetaba, sino que se alejaba corriendo pesadamente. Todos los robots que había a la vista marchaban a la carrera.
Y ahora, fuera como fuese, el terrícola Lucky Starr se encontraba al lado de Bigman.
Lucky se inclinaba sobre Bigman, y el pequeño marciano se frotaba el brazo izquierdo vigorosamente, sacudiendo la cabeza. Yonge oyó que decía:
—Un minuto más, Lucky, sólo un minuto más y...
Devoure gritaba con voz ronca, pero inútilmente, a los robots, cuando he ahí que una instalación de altavoces llenó súbitamente el aire con el clamor de:
—COMANDANTE DEVOURE, INSTRUCCIONES, POR FAVOR. NUESTROS INSTRUMENTOS NO DAN SIGNO ALGUNO DE NINGUN ENEMIGO. EXPLIQUE LA ORDEN DE LAS ESTACIONES DE BATALLA, COMANDANTE DEVOURE...
—Estaciones de batalla —murmuró Devoure—. No es extraño que los robots... —Sus ojos se posaron en Lucky—: Usted ha sido el autor.
Lucky hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, señor.
Devoure apretó los hinchados labios, y luego gritó bruscamente:
—¡El consejero listo y lleno de recursos! Ha salvado a su mico, por el momento. —Su desintegrador apuntaba firmemente al vientre de Lucky—. Entrad en mi oficina. Todos. Tú también, Zayon. Todos.
El receptor de imagen de la mesa zumbaba locamente. Era evidente que, los confundidos subordinados habían recurrido a los altavoces al no haber encontrado a Devoure en la oficina.
Devoure conectó el sonido, pero anuló la imagen.
—Anulen la orden relativa a las estaciones de batalla —ladró—. Fue un error.
El hombre del otro extremo de la línea tartamudeó algo, y Devoure continuó vivamente:
—No le pasa nada anormal a la imagen. Haz correr la noticia. Todo el mundo a las tareas de costumbre. —Pero casi contra su voluntad la mano se le mantenía entre el rostro y el lugar donde había de estar la imagen, como si temiera que, por algún extraño medio, el otro pudiera establecer la visión, darse cuenta del estado a que quedara reducido su rostro... y preguntarse cómo había sido.
Las aletas de la nariz de Yonge se dilataban ante aquel cuadro, mientras se frotaba lentamente la cicatriz del antebrazo.
Devoure se sentó.
—Los demás, quedaos en pie —ordenó, fijando una mirada hosca en una faz tras otra—.
Ese marciano morirá, quizá no a manos de un robot ni en una nave espacial sin dotaciones.
Imaginaré algo; y si tú crees haberle salvado, terrícola, puedes dar por seguro que se me ocurrirá algo más divertido todavía. Poseo una imaginación excelente.
—Exijo que se le trate como prisionero de guerra —replicó Lucky.
—No hay guerra —declaró Devoure—. Es un espía. Merece la muerte. Es un roboticida.
Merece la muerte por partida doble. —De pronto, le tembló la voz—. Ha levantado la mano contra mí. Merece una docena de muertes.
—Compraré a mi amigo —dijo Lucky en un murmullo.
—No está en venta.
—Puedo pagar un precio elevado.
—¿Cómo? —Devoure sonreía con una sonrisa feroz—. ¿Atestiguando en la conferencia como se le ha pedido? Es demasiado tarde para eso. No basta.
—Eso no podría hacerlo en ningún caso —aseguró Lucky—. No mentiré contra la Tierra; pero hay una verdad que puedo decir; una verdad que ustedes no saben.
—No negocies con él, Lucky —pidió vivamente el marciano.
—El monito tiene razón —rió Devoure—. No negocie. Nada de lo que pueda decirme le rescatará. No lo vendería ni aunque me pusieran a cambio toda la Tierra en la mano.
Yonge le interrumpió en tono vivo:
—Yo le cambiaría por mucho menos. Escucha al consejero. La información que poseen puede valer tanto como sus vidas.
—No me provoques —barbotó Devoure—. Estás bajo arresto.
Pero Yonge levantó una silla y la dejó caer con estrépito.
—Te desafío a que me arrestes. Soy funcionario. No puedes ejecutarme sin formación de causa. No te atreverás a ello, por mucho que te provoque. Debes guardarme para un juicio.
Y en un juicio tendré muchas cosas que decir.
—¿Por ejemplo? —inquirió Devoure con desprecio.
Toda la aversión del anciano funcionario por el joven aristócrata salió a la superficie de pronto.
—Por ejemplo, lo que ha ocurrido hoy; de qué modo un terrícola de metro y medio nada más te hacía pedazos y como Zayon ha tenido que intervenir para salvarte la vida. Zayon será testigo. Todos los hombres de la base, del primero al último, recordarán que a partir de la fecha de hoy te has pasado muchos días sin atreverte a que te vieran la cara... ¿O acaso tendrás el valor de dejar que te vean el rostro destrozado antes de que sane?
—¡Cállate!
—Puedo callarme. No tengo necesidad de decir nada... siempre que dejes de subordinar el bien de Sirio a tus odios personales. Escucha lo que el consejero tenga que decirte. —Volviéndose a Lucky, prometió—: Le garantizo un trato justo.
Bigman se interpuso, con una vocecita muy aguda:
—¿Qué trato justo? Una mañana usted y Zayon se despertarán y se verán muertos por accidente. Devoure lo sentirá muchísimo y les enviará cargamentos de flores; sólo que entonces no habrá nadie que explique que necesita robots para esconderse detrás de ellos cuando un marciano va a la caza de su cochino pellejo. Entonces nosotros tendremos que sujetarnos a lo que se le antoje. Luego, ¿por qué negociar?
—No sucederá nada parecido —aseguró Yonge muy serio—, porque yo confiaré la historia entera a un robot antes de una hora de haber salido de aquí. £,1 no sabrá a cuál, ni podrá descubrirlo. Si Zayon o yo fallecemos, y no es de muerte natural, la historia será dada, por entero, a los subetéreos públicos; de lo contrario, no. Me atrevo a pensar que Devoure estará muy ansioso por qué no nos pase nada, ni a Zayon ni a mí.
Zayon meneó la cabeza.
—Esto no me gusta, Yonge.
—Tendrá que gustarte, Zayon. Has visto cómo le sacudían. ¿Crees que no te haría pasar por lo peor, si no tomaras precauciones? Vamos, ya estoy cansado de sacrificar el honor del Servicio en aras del sobrino del director.
Zayon habló con voz triste:
—Bien, ¿qué informaciones nos da, consejero Starr?
Lucky respondió en voz baja:
—Se trata de algo más que una información. Se trata de una rendición. Hay otro consejero en lo que ustedes llaman territorio siriano. Convengan en tratar a mi amigo como prisionero de guerra y en salvar su vida olvidándose del incidente roboticida, y yo les llevaré dónde está ese otro consejero.
Bigman, quien había estado seguro hasta el final de que Lucky escondía algo en la manga, quedó espantado.
—¡No, Lucky, no! —gimió con el corazón partido de dolor—. ¡No! No quiero que me arranques de sus garras a este precio.
Devoure estaba francamente asombrado.
—¿Dónde? Ninguna nave habría podido atravesar nuestras defensas. Eso es mentira.
—Yo les llevaré donde está el hombre —repitió Lucky con voz cansada—, si llegamos a un acuerdo.
—¡Espacios! —gruñó Yonge—. Trato hecho.
—Espera —le interrumpió Devoure enojado—. Confieso que esto podría tener mucho valor para nosotros; pero, ¿sugiere, Starr, que declarará abiertamente en la conferencia de Vesta que ese otro consejero invadió nuestro territorio y que él, Starr, reveló voluntariamente su escondite?
—Es la verdad —contestó Lucky—. Así lo declararé.
—¿Palabra de honor de consejero? —Devoure se mofó.
—He dicho que lo declararé.
—Bueno, pues —aceptó Devoure—, puesto que nuestros funcionarios lo quieren así, podéis conservar vuestras vidas a cambio. —De pronto sus ojos despidieron chispas de furor—. En Mimas —dedujo—. ¿No es verdad, consejero? ¿En Mimas?
—En efecto.
—¡Por Sirio! —Devoure se puso en pie, llevado por la agitación—. Casi se nos pasa por alto. Y tampoco se les ocurrió a los del Servicio.
Zayon preguntó, después de meditar:
—¿En Mimas?
—El Servicio todavía no lo capta —exclamó Devoure con ceño maligno—. Es evidente; en la Shooting Starr iban tres hombres. Los tres entraron en Mimas; dos volvieron a salir; el otro se quedó allá. Era tu informe, Yonge, creo, el que hacía hincapié en que Starr siempre trabajaba en compañía de su amigo, formando pareja.
—El siempre había actuado así —observó Yonge.
—¿Y no te quedaba agilidad suficiente para considerar que podía haber un tercero? Iremos a Mimas —Devoure parecía haber olvidado la loca pasión de la venganza, arrastrado por esta nueva circunstancia, hasta el punto de haber recobrado casi la ironía burlona de que hacía gala cuando los dos amigos aterrizaron en Titán—. ¿Y usted nos concederá el placer de su compañía, consejero?
—Ciertamente, señor Devoure —respondió Lucky.
Bigman se apartó, desviando el rostro. Creía sentirse peor ahora incluso que en aquel último momento de avance robótico, cuando los miembros de metal le rodeaban el brazo, prestos a destrozárselo.
La Shooting Starr estaba en el espacio de nuevo, pero no como una nave independiente. Iba apresada por un firme arpón magnético y se movía según los impulsos de los motores de la nave siriana que la acompañaba.
El viaje de Titán a Mimas duró casi dos días enteros, y fue un tiempo de angustias para Lucky; fueron horas amargas, de zozobra.
Echaba de menos a Bigman, a quien habían separado de su lado, poniéndolo en la nave siriana. Devoure había hecho notar que, viajando en naves distintas, cada uno servía de rehén y garantía de la buena conducta del otro.
El otro pasajero de la nave era el funcionario siriano Harrig Zayon, que se mostraba adusto.
Zayon no incurrió nuevamente en el intento de convertir a Lucky Starr al bando siriano.
Lucky no pudo resistir la tentación de pasar a la ofensiva sobre el asunto. Y preguntó si, a los ojos de Zayon, Devoure constituía un ejemplo de la superioridad de los seres humanos que habitaban los planetas sirianos.
Zayon respondió con renuencia:
—Devoure no se ha beneficiado del entrenamiento y la disciplina del Servicio. Es un emotivo.
—Yonge, su colega, parece considerar que se trata de algo más. No guarda en secreto la mala opinión que le merece Devoure.
—Yonge es... es un representante de una visión extremista entre los funcionarios. La cicatriz del brazo le viene de unos trastornos internos que se produjeron al subir al poder el director actual del Cuerpo Central.
—¿El tío de Devoure?
—Sí. El Servicio estaba de parte del director anterior, y Yonge obedeció las órdenes con el honor de un funcionario. A consecuencia de ello, bajo el régimen actual, a la hora del ascenso le han dejado de lado. Ah, sí, lo han enviado aquí, destinándolo al comité qué representará a Sirio en Vesta; pero en realidad está bajo las órdenes de Devoure.