El suelo se levantó y los tragó, como haciéndoles descender por el interior de un túnel. La Shooting Starr se detuvo, con la cola para abajo, y sólo se necesitó una breve sacudida de los motores para completar la tarea.
El robot se alejó de los mandos.
—Han sido traídos ustedes, sin novedad ni daño alguno, a Titán. Mi tarea inmediata ha terminado, y ahora los entregaré a mis amos.
—¿A Sten Devoure?
—Ese es uno de mis amos. Pueden salir ustedes de la nave libremente. Encontrarán la presión y la temperatura normales, y la gravedad adaptada a casi la normal de ustedes.
—¿Podemos salir en seguida? —preguntó Lucky.
—Sí, los amos están esperando.
Lucky movió la cabeza asintiendo. Fuera como fuese, no podía reprimir por completo el asomo de una rara excitación. Aunque en su todavía breve, pero agitada, carrera como miembro del Consejo de Ciencias los sirianos habían sido el gran enemigo, aún no conocía a ninguno en persona.
Salió de la nave, pisó el estribo de salida expelidor. Bigman se apresuró a seguirle... y ambos se detuvieron de puro asombro.
Lucky tenía el pie sobre el primer travesaño de la escalera que los bajaría a nivel del suelo.
Bigman miraba por encima del desarrollado hombro de su amigo. Ambos estaban boquiabiertos.
Era como si bajasen a la superficie de la Tierra. Si había un techo de caverna encima (una superficie en forma de cúpula hecha de metal y cristal duros) resultaba invisible bajo el fulgor del cielo azul; y, fuese o no una ilusión, se veían nubes en el cielo.
Delante de ellos se extendían jardines e hileras de casas, muy separadas unas de otras, adornadas aquí y allá de altos parterres de flores. A media distancia se veía un riachuelo corriendo a cielo abierto y cruzado por puentecitos de piedra.
Docenas de robots iban y venían apresuradamente, cada uno siguiendo su camino, cada uno entregado a su tarea, con una concentración de máquinas. A varios centenares de metros de allí, cinco seres —¡sirianos!— esperaban apiñados y llenos de curiosidad.
Una voz se hizo oír, súbita y perentoria, encima de Lucky y Bigman:
—¡Eh, ustedes, los de ahí arriba! Bajen, bajen. No se entretengan.
Lucky miró abajo. Al pie de la escalera había un hombre alto, con los brazos en jarras y las piernas separadas. Su faz, estrecha, alargada y de cutis aceitunado, les miraba con expresión arrogante. Llevaba el negro cabello cortado en una mera pelusa, a la manera siriana. Por añadidura, su rostro lucía una barba muy cuidada y elegante y un delgado bigote. Vestía unas ropas holgadas y de colores vivos, camisa abierta en el cuello y con mangas cortas, hasta los codos.
—No faltaba más, señor, si tiene usted mucha prisa.
Lucky tomó impulso y se lanzó escalera abajo, sosteniéndose con las manos solamente, el flexible cuerpo revolviéndose con gracia y sin esfuerzo. Apartándose del casco, saltó los doce travesaños finales, girando al mismo tiempo de modo que quedase cara a cara con el hombre plantado en el suelo. Al mismo tiempo que doblaba las piernas para amortiguar el golpe y las estiraba de nuevo, saltó ligeramente hacia un lado para permitir que Bigman descendiera de manera parecida.
Lucky se encontraba ante un hombre alto, aunque de unos dos centímetros menos que él, con una piel que vista de cerca parecía un tanto fláccida, al igual que tenía un aire general de blandura.
—¡Acróbatas! ¡Micos! —exclamó el representante de Sirio, levantando el labio superior en una mueca de desprecio.
—Ninguna de ambas cosas, señor— respondió Lucky con tranquilo humorismo—.
Terrícolas.
El otro continuó:
—Usted es David Starr; pero le llaman Lucky. ¿Significa eso en el dialecto terrestre lo mismo que en nuestro idioma?
—Significa «afortunado».
—Al parecer, se le terminó la buena fortuna. Yo soy Sten Devoure.
—Me lo había figurado.
—Parecía sorprendido, al ver todo esto, ¿no? —El desnudo brazo de Devoure describió un ancho arco, abarcando todo el panorama—. Es hermoso.
—Lo es; pero ¿no representa un despilfarro de energía innecesario?
—Disponiendo de mano de obra robot las veinticuatro horas del día, puede hacerse sin dificultad. Además, Sirio tiene energía de sobra. La Tierra de ustedes no, creo.
—Comprobará que tenemos toda la necesaria —replicó Lucky.
—¿De veras? Venga; quiero hablar con usted en mis dependencias. —Devoure hizo un ademán imperativo a los otros cinco sirianos, que en el transcurso de la conversación se habían ido acercando para mirar fijamente al terrícola. El terrestre que en los últimos años había sido un afortunado enemigo de Sirio y a quien habían capturado por fin.
No obstante, visto el gesto de Devoure, los sirianos saludaron, giraron sobre los respectivos talones, y se fueron, cada cual por su camino.
Devoure subió al cochecito descubierto que se había acercado sobre una silenciosa lámina de fuerza diagravítica y cuya superficie inferior, plana, desprovista de ruedas y de todo otro ingenio material, se mantenía a unos quince centímetros más arriba del suelo. Otro coche se acercó a Lucky. Naturalmente, cada uno de ambos cochecitos iba guiado por un robot.
Lucky subió. Bigman hizo ademán de seguirle; pero el chofer robot estiró el brazo suavemente, cerrándole el paso —¡Eh...! —empezó Bigman. Lucky interpuso:
—Mi amigo irá conmigo, señor.
Devoure fijó la mirada en Lucky por primera vez, y un inenarrable fulgor de odio inflamó sus ojos.
—No voy a molestarme por eso —aseguró—. Si usted desea su compañía puede disfrutarla un rato; pero yo no quiero soportar semejante estorbo.
Blanco como un papel, Bigman fijó la mirada en el siriano.
—Usted tendrá que soportarme bastante, so a...
Pero Lucky le cogió y le susurró al oído:
—Ahora no puedes hacer nada en absoluto, Bigman. ¡Gran Galaxia, muchacho!, déjalo por el momento; deja que las cosas vayan siguiendo su curso.
Lucky sostenía a su amigo casi en vilo dentro del coche, mientras Devoure hacía gala de una estólida falta de interés por la cuestión.
Los cochecitos avanzaban con suave celeridad, como el vuelo de una golondrina, y a los dos minutos disminuyeron la marcha delante de un edificio de un solo piso, de ladrillo blanco y liso de silicona, que no se diferenciaba de los otros sino por un ribete carmesí alrededor de puertas y ventanas, y descendieron por un paseo lateral. Durante el corto trayecto, no habían visto ni a un solo ser humano, únicamente cierto número de robots.
Devoure tomó la delantera, cruzando una puerta en arco y penetrando en una habitación pequeña equipada con una mesa de conferencias y dotada de una alcoba con un gran canapé.
El techo resplandecía de luz blancoazulada, igual que el blancoazulado de los campos al aire libre.
«Un poquitín demasiado azul», pensó Lucky; y en seguida se acordó de que Sirio era una estrella mayor y más caliente, en consecuencia más azul que el Sol de la Tierra.
Un robot trajo dos bandejas de comida y unos altos vasos esmerilados que contenían un espumante preparado blancolechoso. Un suave olor a frutas llenaba el aire, y, después de largas semanas de menú de vuelo, Lucky se sorprendió sonriendo de gusto. Un robot dejó una bandeja delante de él y otra delante de Devoure.
Lucky le ordenó:
—Mi amigo comerá lo mismo.
Después de una bravísima mirada a Devoure, que apartó los ojos inexpresivamente, el robot salió y volvió con otra bandeja. Durante la comida no se pronunció ni una palabra. Terrícola y marciano comieron y bebieron con buen apetito.
Pero después de haber sido retiradas las bandejas, el siriano sentenció:
—Debo empezar declarando que ustedes son espías. Entraron en territorio siriano y se les avisó de que se fueran. Ustedes se marcharon; pero regresaron e hicieron todo lo posible para que su retorno se mantuviera en secreto. Bajo las normas de la Ley Interestelar, tenemos derecho a ejecutarlos en el acto, y así se hará, a menos que su comportamiento a partir de este instante merezca clemencia.
—¿Qué clase de comportamiento? —preguntó Lucky—. Dígame un ejemplo, señor.
—Con placer, consejero. —Los ojos del siriano se animaron, interesados—. Tenemos el caso de la cápsula de información que nuestro hombre abandonó en los anillos antes de su infortunada muerte.
—¿Cree que está en mi poder?
—No hay la menor probabilidad en todo el espacio —contestó el siriano, riendo—. En ningún instante les dejamos acercarse a los anillos a una velocidad inferior a la mitad de la de la luz. Pero, vamos... usted es un consejero muy inteligente. Hasta nosotros, en Sirio, hemos tenido noticia de usted y de sus hazañas. Hasta hubo momentos en que usted fue...
¿cómo podríamos decirlo?... una piedrecilla en nuestro camino.
Bigman le interrumpió con un graznido estridente, enojado.
—Una piedrecilla nada más. Como cuando detuvo al espía de ustedes en Júpiter 9; como cuando los echó de Ganímedes; como...
Sten Devoure exclamó en un estallido de cólera:
—¿Quiere silenciar a ese objeto, consejero? Me irrita el tono estridente de eso que le acompaña a usted.
—Pues, diga lo que tenga que decir, sin insultar a mi amigo —replicó Lucky perentoriamente.
—Lo que quiero, pues, es que usted me ayude a encontrar la cápsula. Utilizando su notable ingenio, dígame: ¿cómo abordaría la empresa? —Devoure apoyó los codos en la mesa y se quedó mirando a Lucky con ojos ansiosos, esperando.
Lucky dijo:
—Para empezar, ¿qué informaciones tiene?
—Solamente lo que me figuro que usted también recogió: las últimas frases de nuestro hombre.
—Sí, las recogimos. No por entero; pero lo suficiente para saber que no poseía las coordenadas de la órbita en la que abandonó la cápsula, y lo suficiente para saber que la dejó, en efecto.
—Entonces...
—Puesto que el hombre burló a nuestros agentes durante largo tiempo y estuvo a punto de terminar sin novedad la misión que ustedes le habían confiado, presumo que era inteligente.
—Era siriano.
—Una cosa —replicó Lucky con grave cortesía—, no implica necesariamente la otra. Sin embargo, en este caso hemos de presumir que no habría dejado la cápsula en los anillos de tal forma que a ustedes les fuera imposible encontrarla.
—¿Qué deduce entonces, terrícola?
—Que si hubiera dejado la cápsula en los anillos propiamente dichos les sería imposible encontrarla.
—¿Lo cree así?
—Efectivamente, la otra alternativa es que la puso en órbita dentro de la división de Cassini.
Sten Devoure echó la cabeza para atrás y soltó una retumbante carcajada.
—Eleva el ánimo oír a Lucky Starr, el gran consejero, derramando su ingenio sobre un problema. Uno habría creído que saldría con algo pasmoso, algo absolutamente sorprendente. Y en cambio, ahí está eso, nada más. ¡Espacio, consejero!, ¿qué me diría si le explicase que nosotros, sin su ayuda, llegamos a esta conclusión inmediatamente y que nuestras naves están escudriñando la división de Cassini casi desde el momento en que fue abandonada la cápsula?
Lucky movió la cabeza afirmativamente. Si la mayoría de la dotación humana de la base de Titán estaba en los anillos, supervisando las pesquisas, ello explicaba en parte la falta de personal en la base propiamente dicha.
—Pues, le felicitaría y le recordaría que la división de Cassini es muy grande y contiene algo de gravilla —respondió—. Aparte de lo cual, la cápsula ha de hallarse en una órbita inestable, a causa de la atracción de Mimas. Según la situación del momento, la cápsula se acercará al anillo interior o al exterior, y si no la encuentran pronto, la habrán perdido definitivamente.
—Ese intento de asustarme es una tontería por completo inútil. Aun en los propios anillos, la cápsula seguiría siendo aluminio, comparado con hielo.
—Los detectores de masas no distinguen el aluminio del hielo.
—Los del planeta de ustedes no, terrícola. ¿No se ha preguntado nunca cómo le seguimos la pista a pesar de la torpe treta con Hidalgo y de la más arriesgada que empleó con Mimas?
—Sí, me maravilló —asintió Lucky, impasible.
Devoure volvió a soltar la carcajada.
—Tenía motivo para maravillarse. Evidentemente, la Tierra no posee el detector de masas selectivo.
—¿Secreto riguroso? —le preguntó cortésmente Lucky.
—No, en principio no. Nuestro rayo detector emplea rayos X blandos, que sufren dispersiones diferentes por las distintas materias según la masa de los átomos de éstas. Parte de dichos rayos vuelven hacia nosotros, reflejados, y, analizando el rayo reflejado, podemos distinguir una nave espacial metálica de un asteroide rocoso. Cuando una nave espacial pasa junto a un asteroide que está siguiendo su curso y que en aquel momento da un considerable porcentaje de masa metálica, que antes no tenía, no es excesivamente difícil deducir que cerca del asteroide hay una nave espacial escondida cuyos tripulantes se deleitan imaginando que no se les puede detectar. ¿Eh, consejero?
—Comprendo.
—¿Comprende que, por más que probase de esconderse tras los anillos de Saturno, o protegido por el planeta mismo, la masa metálica de la nave le delataba cada vez? En los anillos de Saturno no hay nada de metal; como tampoco lo hay en los dieciséis mil kilómetros exteriores a la superficie del planeta. Ni dentro de Mimas quedaba usted escondido. Durante unas horas, creímos que había encontrado su fin. Detectábamos metal bajo el hielo de la superficie, y pensamos que podía tratarse de los restos de su destrozada nave. Pero entonces el metal empezó a moverse, y supimos que usted continuaba entre nosotros. Imaginamos la estratagema de la fusión, y no tuvimos que hacer nada sino esperar.
Lucky hizo un gesto de asentimiento.
—Hasta aquí, la partida la ganan ustedes.
—Y ahora, ¿usted cree que no encontraremos la cápsula, aunque ruede dentro de los anillos o fuese depositada en ellos en primer lugar?
—Bueno, pues, ¿cómo no la han encontrado todavía?
El rostro de Devoure se ensombreció un momento, como si sospechara haber sido objeto de un sarcasmo; pero ante la expresión de curiosidad cortés asumida por Lucky sólo pudo contestar, enseñando un poco los dientes:
—La encontraremos, es cuestión de tiempo únicamente. Y dado que usted no puede ayudarnos más en esta tarea, no hay motivo para aplazar su ejecución.