Authors: Ian McEwan
Habían decidido que su pabellón sirviese de recinto excedente para cirugía aguda, pero al principio las definiciones no significaron nada. Podría haber sido un puesto de acogida de heridos en el frente. Se había requerido la ayuda de monjas y enfermeras curtidas, y cinco o seis médicos atendían los casos más urgentes. Había dos sacerdotes, uno que hablaba sentado con un hombre tendido a su lado y el otro que rezaba junto a una figura cubierta con una manta. Todas las enfermeras llevaban mascarillas, y ellas y los médicos se habían remangado. Las monjas se desplazaban velozmente entre las camas, poniendo inyecciones —probablemente de morfina— o repartiendo las agujas de transfusión para conectar a los heridos con los recipientes de sangre completa y los frascos amarillos de plasma que colgaban como frutas exóticas de los altos percheros móviles. Las alumnas recorrían el pabellón con pilas de botellas de agua caliente. El eco tenue de voces, de voces médicas, llenaba el pabellón, y lo perforaban a intervalos gemidos y gritos de dolor. Todas las camas estaban ocupadas, y a los casos nuevos los dejaban en las camillas, intercalados entre las camas para aprovechar los sistemas de transfusión. Dos camilleros se disponían a llevarse a los fallecidos. Unas enfermeras retiraban vendas sucias de numerosas camas. Siempre una decisión, la de ser suave y lenta, o firme y rápida y descargar de golpe la punzada de dolor. En aquel pabellón se optaba por esto último, lo que explicaba algunos de los gritos. Por todas partes, una sopa de olores: el pegajoso olor agrio de la sangre fresca, y también de ropa sucia, de sudor, aceite, desinfectante, alcohol y, sobrevolando todos los efluvios, el hedor de la gangrena. Dos casos que bajaban al quirófano resultaron ser amputaciones.
Como las enfermeras jefes habían sido enviadas a centros de acogida de heridos, situados fuera del sector del hospital, y como llegaban pacientes nuevos, las enfermeras cualificadas impartían órdenes libremente, y a las estudiantes en prácticas del grupo de Briony les encomendaban otras responsabilidades. Una enfermera mandó a Briony que retirase el vendaje y limpiara la pierna herida de un cabo tendido en una camilla cerca de la puerta. No debía volver a vendarla hasta que un médico la hubiese examinado. El cabo estaba tumbado de bruces, e hizo muecas cuando ella se arrodilló para hablarle al oído.
—No haga caso si grito —murmuró él—. Límpida, enfermera. No quiero perderla.
La pernera estaba desgarrada por un corte. El vendaje exterior parecía relativamente reciente. Empezó a desenrollarlo, y cuando le era imposible pasar la mano por debajo de la pierna, utilizaba tijeras para cortar la venda.
—Me vendaron en el muelle de Dover.
Ahora sólo había gasa, que estaba negra por la sangre coagulada, a todo lo largo de la herida que llegaba desde la rodilla hasta el tobillo. La pierna no tenía vello y estaba negra. Ella se temió lo peor y respiró a través de la boca.
—¿Pero cómo se ha hecho esto? —dijo ella, adoptando un tono alegre.
—Cayó un proyectil que me lanzó contra una alambrada de chapa ondulada.
—Qué mala suerte. Pero usted sabe que hay que quitar este vendaje.
Levantó con suavidad un borde y el cabo hizo un gesto de dolor. Dijo:
—Cuente uno, dos y tres, y hágalo aprisa.
El cabo apretó los puños. Ella agarró el borde que había despegado, lo cogió con fuerza entre el pulgar y el índice y jaló de la venda con un tirón súbito. Le asaltó un recuerdo de la infancia, el de cuando vio en una fiesta de cumpleaños el famoso truco del mantel. La venda se desprendió entera, con un áspero sonido pegajoso. El cabo dijo:
—Voy a vomitar.
Había una bacinilla a mano. Eructó, pero no expulsó nada. En los pliegues de piel de la nuca tenía gotas de transpiración. La herida medía unos cuarenta y cinco centímetros, quizás más, y se curvaba por detrás de la rodilla. Los puntos de sutura eran torpes y desiguales. Aquí y allá, un reborde de piel rasgada se levantaba sobre otro, revelando sus capas adiposas, y de la hendidura brotaban pequeñas intrusiones como racimos de uvas rojas. Ella dijo:
—No se mueva. Voy a limpiar alrededor de la herida, pero no la tocaré.
No la tocaría aún. La pierna estaba negra y blanda, como un plátano demasiado maduro. Empapó un algodón en alcohol. Temiendo que la piel se despegase sola, lo aplicó con suavidad, en torno a la pantorrilla, cinco centímetros por encima de la herida. Luego siguió limpiando, apretando un poco más. Al ver que la piel estaba tensa, apretó el algodón hasta que el soldado se estremeció. Retiró la mano y vio la extensión de piel blanca que había quedado al descubierto. El algodón estaba negro. No había gangrena. No pudo contener una exclamación de alivio. Hasta sintió que se le contraía la garganta. El dijo:
—¿Qué es, enfermera? Puede decírmelo. —Se incorporó y trató de mirar por encima del hombro. Había miedo en su voz.
Ella tragó saliva y dijo, en tono neutro:
—Creo que está cicatrizando bien.
Cogió más algodón. Era aceite, o grasa, mezclada con arena de playa, y no se desprendía fácilmente. Limpió una zona de unos quince centímetros, desinfectando en torno a la herida.
Llevaba algunos minutos en esta labor cuando una mano se posó en su hombro y una voz de mujer le dijo al oído:
—Está bien, enfermera Tallis, pero tiene que trabajar más rápido.
Estaba de rodillas, inclinada sobre la camilla, apretujada contra una cama, y no era fácil volverse. Para cuando lo hizo, sólo vio una silueta familiar que se alejaba. El cabo estaba ya dormido cuando Briony empezó a limpiar alrededor de los puntos. El se estremeció y se removió, pero no se despertó del todo. La extenuación era su anestesia. Cuando por fin ella se enderezó y recogió su bacía y todos los algodones manchados, llegó un médico que la despidió de allí.
Se restregó las manos y le encomendaron otra tarea. Todo era distinto para ella ahora que había conseguido un pequeño logro. Le encargaron que repartiera agua entre los soldados que se habían derrumbado a causa de la fatiga del combate. Era importante que no se deshidratasen. Vamos, soldado Cárter. Beba esto y luego siga durmiendo. Levántese un poco… Sostenía una pequeña tetera blanca esmaltada y les dejaba sorber el agua del pico del recipiente, mientras acunaba las cabezas sucias contra su delantal, como a bebés gigantescos. Volvió a restregarse las manos e hizo una ronda de cuñas. Nunca le había importado menos. Le dijeron que atendiese a un soldado que tenía heridas en el estómago y que también había perdido una parte de la nariz. A través del cartílago ensangrentado, se le veía la boca y el fondo de la lengua lacerada. Su tarea consistía en lavarle la cara. Otra vez era aceite y arena lo que se le había incrustado en la piel. Supuso que el soldado estaba despierto, pero mantenía los ojos cerrados. La morfina le había calmado, y se mecía ligeramente de un lado para otro, como al compás de una música que hubiese en su cabeza. A medida que iban surgiendo sus facciones por debajo de aquella máscara negra, ella pensó en aquellos libros de brillantes páginas en blanco que tenía de niña y que había que frotar con un lápiz sin punta para que apareciese el dibujo. Pensó también que alguno de aquellos hombres podía ser Robbie, y que le vendaría las heridas sin saber quién era, y le frotaría la cara tiernamente con pedazos de algodón hasta que aflorasen sus rasgos conocidos, y que él la miraría con gratitud, comprendería quién era y le cogería la mano y, apretándola en silencio, la perdonaría. Después le permitiría que ella le acomodase para dormir.
Sus responsabilidades aumentaban. La enviaron con fórceps y una bacinilla a un pabellón contiguo, a la cabecera de un aviador con metralla en la pierna. El la observó con cautela mientras ella depositaba su instrumental.
—Si me la van a sacar, prefiero que me operen.
A ella le temblaban las manos, pero le asombró descubrir la facilidad con que le salía la voz enérgica de enfermera eficiente. Corrió la cortina alrededor de la cama.
—No diga tonterías. Se la sacaremos en un periquete. ¿Cómo ocurrió?
Mientras él le explicaba que su trabajo consistía en construir pistas de aterrizaje en los campos del norte de Francia, clavaba los ojos una y otra vez en los fórceps de acero que ella había cogido del autoclave. Goteaban en la bacía de bordes azules.
—Estábamos trabajando y llegan los boches y lanzan su carga. Nos retiramos, empezamos desde el principio en otro campo y entonces llegan otra vez y tenemos que desalojar. Hasta que nos empujaron al mar.
Ella sonrió y retiró las mantas y las sábanas.
—Vamos a echar un vistazo, ¿de acuerdo?
Le habían limpiado de las piernas el aceite y la mugre para dejar al descubierto una zona más abajo del muslo, donde había esquirlas de metralla incrustadas en la carne. El se inclinó hacia delante, observando a Briony con inquietud. Ella dijo:
—Túmbese para que vea lo que hay aquí.
—No me molesta nada.
—Túmbese.
Había varias esquirlas insertadas a lo largo de una extensión de unos treinta centímetros. Había hinchazón y una ligera inflamación alrededor de cada desgarradura de la piel.
—No me molestan, enfermera. Me gustaría que se quedaran donde están. —Sonrió sin convicción—. Algo que enseñar a mis nietos.
—Se están infectando. Y podrían hundirse.
—¿Hundirse?
—En la carne. En la corriente sanguínea, y llegar al corazón. O al cerebro.
Él pareció creerla. Se tumbó y suspiró hacia el techo distante.
—Qué putada. Oh, perdone, enfermera. Creo que no estoy en condiciones de que me las saque hoy.
—Vamos a contarlas juntos, ¿le parece?
Contaron en voz alta. Ocho. Ella le dio un empujón suave en el pecho.
—Hay que extraerlas. Ahora túmbese. Lo haré lo más rápido que pueda. Si le sirve de ayuda, agárrese al cabezal que tiene detrás.
La pierna se tensó y temblaba mientras ella cogía los fórceps.
—No contenga la respiración. Trate de relajarse.
Él emitió un resoplido desdeñoso.
—¡Relajarme!
Ella se serenó la mano derecha con la izquierda. Le habría facilitado la tarea estar sentada en el borde de la cama, pero no era una conducta profesional y estaba estrictamente prohibida. Cuando posó la mano izquierda en una parte sana de la pierna, él dio un respingo. Ella eligió la esquirla más pequeña que encontró en el borde del racimo. La parte sobresaliente tenía una forma triangular oblicua. La arerró, esperó un segundo y a continuación la extrajo limpia y firmemente, pero sin tirar.
—¡Hostia!
La palabra proferida rebotó en las paredes del pabellón y pareció repetirse varias veces. Hubo un silencio, o por lo menos una disminución del sonido detrás de las pantallas. Briony sostenía todavía entre los fórceps la esquirla ensangrentada. Era de unos dos centímetros de largo y se estrechaba hasta terminar en una punta. Se aproximaban unos pasos resueltos. Briony dejaba caer el fragmento de metralla en la bacinilla cuando sor Drummond abrió bruscamente la cortina. Miró con perfecta calma el pie de la cama, para ver el nombre del herido y, supuestamente, su estado, y luego se inclinó sobre él y le miró a la cara.
—Cómo se atreve —dijo la monja en voz baja. Y a continuación—: ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo delante de una de mis enfermeras?
—Le pido disculpas, hermana. Se me ha escapado.
Sor Drummond miró con desdén la bacinilla.
—Comparado con las que hemos atendido en estas últimas horas, aviador Young, sus heridas son superficiales. Así que puede considerarse afortunado. Y va a mostrar un valor digno de su uniforme. Siga, enfermera Tallis.
En el silencio que siguió cuando la hermana se fue, Briony dijo, animadamente:
—¿Seguimos, entonces? Sólo quedan siete. Cuando terminemos, le traeré un trago de brandy.
El soldado sudó, todo su cuerpo se estremeció y los nudillos se le volvieron blancos al agarrarse al cabezal de hierro, pero no emitió sonido alguno mientras ella continuaba extrayendo fragmentos de metralla.
—Puede gritar, si quiere.
Pero él no quería una segunda visita de sor Drummond, y Briony lo comprendió. Reservaba para el final la esquirla más grande. No salió al primer intento. El se retorcía en la cama, y soplaba a través de los dientes apretados. En la segunda tentativa, la esquirla sobresalió de la piel cinco centímetros. A la tercera la sacó íntegra y la levantó para enseñársela, un estilete sangriento de diez centímetros y acero dentado. Él la miró maravillado.
—Límpiela debajo del grifo, enfermera. Me la llevaré a casa.
Dicho lo cual, se volvió hacia la almohada y empezó a sollozar, quizás debido a la palabra casa, así como al dolor. Ella se fue en busca del brandy, y se detuvo en el cuarto de enjuagues para vomitar.
Durante largo tiempo retiró vendas, lavó y vendó de nuevo las heridas más superficiales. Luego recibió la orden que más temía.
—Quiero que vaya a vendar la cara del soldado Latimer.
Ella ya había intentado alimentarle con una cuchara de té a través de lo que quedaba de su boca, procurando ahorrarle la humillación de babear. El le había apartado la mano. Tragar le producía un dolor insoportable. Le habían volado la mitad de la cara. Lo que Briony temía, más que quitarle la venda, era la expresión de reproche en sus grandes ojos castaños. ¿Qué me habéis hecho? Su forma de comunicación se reducía a un suave aah desde el fondo de la garganta, un pequeño gemido de desilusión.
—Enseguida le curamos —le había repetido ella, y no atinaba a pensar en otra cosa.
Y ahora, al acercarse a la cama con el instrumental, dijo alegremente:
—Hola, soldado Latimer. Soy yo otra vez.
Él la miró sin reconocerla. Ella dijo, mientras le soltaba los alfileres que sujetaban la venda alrededor de la cabeza:
—Todo irá bien. Saldrá de aquí por su propio pie dentro de un par de semanas, ya verá. Es más de lo que les podemos decir a muchos ingresados aquí.
Era un consuelo. Siempre había alguien que estaba peor. Media hora antes le habían practicado una amputación múltiple a un capitán de los East Surreys, el regimiento en el que se habían alistado los mozos del pueblo. Y además había moribundos.
Con ayuda de unas pinzas quirúrgicas, ella empezó a retirar con cuidado las tiras de gasa empapadas, coaguladas, de la cavidad que había en un costado de la cara. Cuando retiró la última, se asemejaba muy poco al modelo de corte transversal que habían utilizado en las clases de anatomía. Aquello era un destrozo carmesí y en carne viva. A través del boquete en la mejilla, Briony vio los molares superiores e inferiores, y la lengua reluciente y espantosamente larga. Más arriba, donde apenas se atrevía a mirar, se veían los músculos que rodeaban la cuenca del ojo. Algo tan íntimo y que no había sido concebido para verse. El recluta Latimer se había convertido en un monstruo, y él debía de adivinarlo. ¿Le habría amado alguna chica? ¿Podría seguir amándole?