Authors: Ian McEwan
Y la propia Briony era una barrera para la amistad. En aquellos primeros meses, pensaba a menudo que la única relación que había entablado era la que mantenía con sor Drummond. La tenía siempre encima, tan pronto estaba al fondo del pasillo y se acercaba con una intención terrible, como la tenía pegada al hombro, cuchicheándole al oído que no había prestado atención durante el curso teórico sobre los procedimientos correctos de bañar a pacientes varones: sólo después del segundo cambio de agua de baño había que pasarle al paciente la manopla recién empapada y la toalla de espalda para que «terminara él solo». El estado de ánimo de Briony dependía en gran medida de la opinión que sobre ella tuviese en cada instante la monja del pabellón. Sentía frío en el estómago cada vez que la mirada de sor Drummond se posaba en ella. Era imposible saber si lo habías hecho bien. Briony temía su mala opinión. La alabanza brillaba por su ausencia. A lo sumo cabía esperar indiferencia.
En los momentos de asueto de que disponía, normalmente en la oscuridad, minutos antes de quedarse dormida, Briony recreaba una fantasmal vida paralela en la que estaba en Girton, leyendo a Milton. Habría podido estar en la facultad de su hermana en vez de estar en el mismo hospital que ella. Briony había creído que iba a participar en el esfuerzo bélico. De hecho, su vida se había estrechado hasta el extremo de reducirse a una relación con una mujer quince años mayor que ella y que asumía un poder sobre ella superior al de una madre sobre un hijo.
Esta estrechura, que era ante todo una renuncia a la identidad, comenzó semanas antes de que hubiese oído hablar siquiera de sor Drummond. El primer día del curso de dos meses, la humillación de Briony delante de la clase había sido instructiva. Así iban a ser las cosas. Ella había ido a ver a la monja para señalarle educadamente que habían cometido un error en la placa con su nombre. Ella era B. Tallis, no E. Tallis, como se leía en el pequeño broche rectangular. La respuesta fue calmosa.
—Usted es, y seguirá siendo, como la han designado. Su nombre de pila no me interesa nada. Ahora, por favor, siéntese, enfermera Tallis.
Las otras chicas se habrían reído si se hubiesen atrevido, pues todas llevaban la misma inicial,
[6]
pero atinadamente presintieron que no les habían dado permiso. Era el periodo de las clases de higiene, o de practicar los baños con modelos de la vida real: la señora Mackintosh, Lady Chase y el bebé George, cuyo físico lisiado le permitía hacer de bebé niña. Era la fase de adaptación a una obediencia maquinal, la de aprender a transportar un montón de cuñas y recordar una ley fundamental: no cruzar nunca un pabellón sin traer nada de vuelta. La incomodidad física ayudó a Briony a cerrar sus horizontes mentales. Los altos cuellos almidonados le despellejaban la piel. Lavarse las manos doce veces al día con una punzante agua fría y un taco de sodio le deparó los primeros sabañones. Los zapatos que tuvo que comprarse con su propio dinero le martirizaban los dedos de los pies. El uniforme, como todos los uniformes, minaba la identidad, y las atenciones cotidianas que exigía —planchar pliegues, sujetar con alfileres el sombrero, enderezar costuras, lustrar zapatos, en especial los tacones— dieron principio a un proceso que poco a poco excluía otras preocupaciones. Cuando las chicas estaban listas para empezar su cursillo de prácticas, y para trabajar en los pabellones (nunca debían decir «dentro de») a las órdenes de la hermana Drummond, y someterse a la rutina cotidiana, «desde la cuña hasta el Bovril», su vida anterior había adquirido contornos difusos. Con la mente casi vacía y las defensas bajas, era fácil persuadirlas de la autoridad absoluta de la monja del pabellón. No cabía resistencia, pues ella les llenaba la mente vaciada.
Nadie lo decía, pero el modelo al que se atenía aquel proceso era militar. La señorita Nightingale, a la que nunca podían aludir como Florence, había estado en Crimea el tiempo suficiente para ver el valor de la disciplina, cadenas de mando fuertes y tropas bien adiestradas. De modo que cuando estaba tendida en la oscuridad, escuchando a Fiona comenzar los ronquidos que duraban toda la noche —dormía boca arriba—, Briony ya intuía que la vida paralela, que con tanta facilidad podía imaginarse gracias a sus visitas a Cambridge siendo una niña, para ver a Leon y Cecilia, no tardaría en divergir de la suya. Ahora vivía una vida de estudiante, cuatro años de régimen absorbente, y no tenía voluntad ni libertad para marcharse. Se abandonaba a una vida de restricciones, normas, obediencia, quehaceres domésticos y un temor constante a la desaprobación. Era una más de una hornada de alumnas —cada pocos meses ingresaba otra— y no poseía más identidad que la del nombre que llevaba en la placa. Allí no había tutores, nadie que se desvelase por el curso preciso de su desarrollo intelectual. Vaciaba, lavaba y enjuagaba los orinales, barría y enceraba suelos, preparaba cacao y Bovril, iba a buscar cosas y las transportaba: estaba liberada de toda introspección. Sabía, por oírselo decir a las estudiantes de segundo año, que en algún momento del futuro empezaría a complacerle su propia eficiencia. Había empezado a paladearla hacía poco, cuando le encomendaron que, bajo supervisión, tomara el pulso y anotara las pulsaciones en un gráfico. En lo referente a tratamientos médicos, ya había aplicado violeta de genciana en una tina, una emulsión de acuaflavina sobre un corte y una loción de tintura de plomo sobre una magulladura. Pero más que nada era una doncella, una fregona y, en sus horas libres, una empollona de hechos sencillos. Se alegraba de tener poco tiempo para pensar en otras cosas. Pero cuando, al final de la jornada, estaba en camisón en el rellano, y a través del río contemplaba la ciudad sin iluminar, recordaba el desasosiego que reinaba tanto allí fuera, en las calles, como en los pabellones, y que era como la oscuridad misma. Nada de su rutina, ni siquiera sor Drummond, podía protegerla de aquello.
Durante la media hora antes de que apagasen las luces, después del cacao, las chicas entraban y salían de las habitaciones de otras y se sentaban en la cama para escribir cartas a casa o a sus novios. Algunas todavía lloraban un poco de nostalgia, y entonces se prodigaba gran cantidad de consuelo, en forma de brazos que rodeaban cuellos y de palabras tranquilizadoras. A Briony le parecía teatral y ridículo que jóvenes hechas y derechas llorasen por causa de sus madres o, como una de las estudiantes declaró en medio de sollozos, a causa del olor de la pipa de su padre. Las que impartían consuelo parecían disfrutar quizás excesivamente. En aquella atmósfera empalagosa, Briony algunas veces escribía cartas concisas a su casa, en las que comunicaba poco más que el hecho de que no estaba enferma, no era infeliz, no necesitaba su asignación y no estaba a punto de cambiar de idea, tal como su madre había vaticinado. Otras chicas describían con orgullo sus programas rigurosos de trabajo y estudio, para maravillar a sus cariñosos padres. Briony confiaba estas cuestiones solamente a su cuaderno, y tampoco entraba en muchos detalles. No quería que su madre supiera las humildes tareas que hacía. En parte, su propósito al ser enfermera era conquistar su independencia. Para ella era importante que sus padres, y en especial su madre, conociera lo menos posible de su vida.
Aparte de un rosario de preguntas que no obtenían respuesta, las cartas de Emily hablaban sobre todo de los evacuados. Tres madres con siete hijos, todas ellas de la zona de Hackney, en Londres, habían sido alojadas en la casa de los Tallis. Una de las madres se había deshonrado en el pub del pueblo y ahora tenía prohibida la entrada. Otra era una católica devota que recorría seis kilómetros a pie con sus tres hijos para asistir a la misa del domingo en la ciudad del condado. Pero Betty, que también era católica, no era sensible a estas diferencias. Odiaba a todas las madres y a todos sus hijos. La primera mañana le dijeron que no les gustaba su comida. Aseguraba que había visto a la beata escupir en el suelo del recibidor. El mayor de los niños, un chico de trece años que por su tamaño no aparentaba más de ocho, había ido a la fuente, se había encaramado encima de la estatua y le había arrancado al tritón el cuerno y el brazo hasta la altura del codo. Jack dijo que no sería muy difícil reparar los daños. Pero ahora la pieza, que había sido trasladada a la casa y guardada en la trascocina, había desaparecido. Gracias a la información facilitada por el viejo Hardman, Betty acusó al chico de haberla arrojado al lago. El chico dijo que no sabía nada. Se habló de desecar el lago, pero les inquietaba la pareja de cisnes en época de apareamiento. La madre salió en defensa virulenta de su hijo, diciendo que era peligroso tener una fuente al alcance de los niños y que iba a escribir al diputado del parlamento. Sir Arthur Ridley era el padrino de Briony.
No obstante, Emily pensaba que debían considerar una suerte tener evacuados, pues en cierto momento había parecido que la casa entera iba a ser confiscada para uso del ejército. A la postre se instalaron en la casa de Hugh van Vliet, porque tenía una mesa de snooker. Sus otras noticias eran que su hermana Hermione seguía en París pero pensaba afincarse en Niza, y que las vacas habían sido transferidas a tres campos del lado norte, a fin de que el parque pudiera ser arado para plantar trigo. Cerca de tres kilómetros de verja de hierro forjado que databa de 1750 habían sido retirados con objeto de fundirlos para fabricar aviones Spitfire. Hasta los obreros que la retiraron dijeron que no era el metal adecuado. Se había edificado un fortín de cemento y ladrillo junto al río, justo en el meandro, entre las juncias, destruyendo los nidos de las cercetas y las aguzanieves grises. Estaban construyendo otro baluarte donde la carretera principal entraba en el pueblo. Estaban almacenando en los sótanos todos los objetos frágiles, entre ellos el clavicémbalo. A la desventurada Betty se le cayó de las manos el jarrón del tío Clem que transportaba, y se hizo pedazos en los escalones. Dijo que simplemente las piezas se le habían despegado en la mano, pero era difícil de creer. Danny Hardman se había alistado en la marina, pero todos los demás mozos del pueblo lo habían hecho en los East Surrey. Jack no paraba de trabajar. Asistía a una conferencia especial y a su regreso parecía cansado y flaco, y no estaba autorizado a decirle a su mujer dónde había estado. La rotura del jarrón le enfureció hasta el punto de gritarle a Betty, algo muy impropio de él. Para colmo, ella había perdido una libreta de racionamiento y tuvieron que prescindir de azúcar durante dos semanas. La madre que había sido proscrita del Red Lion había llegado sin su máscara de gas y no había repuestos. El vigilante de los ataques aéreos, que era hermano del alguacil Vockins, había pasado tres veces para supervisar las medidas de oscurecimiento. Se estaba revelando como un pequeño dictador. Nadie le apreciaba.
Al leer aquellas cartas al final de un día extenuante, Briony sentía una nostalgia soñadora, un vago anhelo de una vida perdida mucho tiempo atrás. A duras penas lograba apiadarse de sí misma. Era ella la que se había marchado de casa. La semana de vacaciones que siguió al curso teórico, antes de empezar el año de prácticas, se había alojado en casa de sus tíos en Primrose Hill, y había resistido las súplicas de su madre por teléfono. ¿Por qué Briony no quería visitarles, ni siquiera un día, cuando a todo el mundo le encantaría verla y se moría de ganas de que les contara cosas de su nueva vida? ¿Y por qué escribía tan de tiempo en tiempo? Era difícil dar una respuesta directa. De momento necesitaba mantenerse alejada.
En el cajón del armario de su mesilla guardaba un cuaderno con hojas de tamaño folio y tapas de cartón veteadas. Pegado al lomo tenía un pedazo de cuerda en cuyo extremo había un lápiz. No estaba permitido utilizar pluma y tinta. Empezó su diario al final del primer día del curso teórico, y casi todas las noches conseguía escribir por lo menos diez minutos antes de que apagasen las luces. Sus reseñas incluían manifiestos artísticos, quejas triviales, bosquejos de personajes y narraciones sencillas de su jornada, que cada vez se extraviaban más en la fantasía. Rara vez releía lo que había escrito, pero le gustaba pasar las páginas llenas. Allí, detrás del nombre en la placa y del uniforme, estaba su verdadero ser, secretamente escondido, acumulándose en silencio. Nunca había perdido aquel placer infantil de ver páginas cubiertas por su propia escritura. Casi no importaba lo que escribía. Como el cajón no tenía llave, tenía cuidado de disfrazar sus descripciones de sor Drummond. También cambiaba los nombres de los pacientes. Y tras haberles cambiado el nombre, era más fácil transformar las circunstancias e inventar. Le gustaba escribir lo que imaginaba que eran sus divagaciones. No estaba obligada a ser veraz, no le había prometido una crónica a nadie. Su diario era el único lugar en que podía ser libre. Componía pequeñas historias —no muy convincentes, algo superpuestas— sobre la gente del pabellón. Por un momento se consideraba una especie de Chaucer médico, cuyos pabellones hervían de tipos pintorescos, personajes, borrachínes, perros viejos, personas encantadoras con un secreto siniestro que contar. Años más tarde lamentaría no haber sido más verídica, no haberse procurado una reserva de material en bruto. Habría sido provechoso saber lo que había sucedido, cómo era aquello, quién estaba allí, qué se había dicho. Mientras lo escribía, el diario preservaba su dignidad: tal vez pareciese una enfermera en prácticas y se comportara y viviese como una de ellas, pero en realidad era una escritora importante encubierta. Y en una época en que estaba distanciada de todo lo que conocía —su familia, su hogar, sus amigos—, escribir era el hilo de la continuidad. Era lo que siempre había hecho.
No abundaban los momentos en que su mente podía vagar libremente. A veces la enviaban al dispensario a hacer un recado y tenía que esperar a que el farmacéutico volviese. Entonces recorría el pasillo hasta un hueco de escalera donde una ventana ofrecía una vista del río. Imperceptiblemente, desplazaba el peso de su cuerpo sobre el pie derecho mientras miraba las Cámaras del Parlamento sin verlas, y no pensaba en su diario, sino en el relato largo que había escrito y enviado a una revista. Durante su estancia en Primrose Hill tomó prestada la máquina de escribir de su tío, se adueñó del comedor y mecanografió su versión definitiva con los dos dedos índices. La tarea le ocupó más de ocho horas al día durante una semana, hasta que le dolieron la espalda y el cuello, y en la visión le revoloteaba el despliegue en rizos desiguales de signos &. Pero apenas recordaba un placer más grande que el que sintió al final, cuando alineó el montón de páginas completas —¡ciento tres!— y notó en las yemas de los dedos desnudos la magnitud de su creación. Enteramente suya. Nadie más podría haber escrito aquello. Guardó para ella una copia en papel carbón y envolvió su relato (qué palabra más inadecuada) en papel de estraza, cogió el autobús a Bloomsbury, fue andando hasta la dirección de Lansdowne Terrace, la oficina de la nueva revista
Horizon
, y entregó el paquete a una joven agradable que acudió a la puerta.