Authors: Ian McEwan
Molestos por las ampollas, renquearon en dirección a la playa con la idea de buscar a Mace y compartir con él la comida y la bebida. Pero después de haber capturado a la puerca, Nettle pensaba que era justo abrir una botella ahora. Su fe en la sensatez de Turner se había restaurado. Se pasaron el vino mientras caminaban. Incluso en el anochecer, todavía era posible distinguir la nube oscura sobre Dunkerque. En la dirección opuesta veían ahora fogonazos de cañón. No había tregua para la alambrada de defensa.
—Esos pobres bastardos —dijo Nettle.
Turner sabía que estaba hablando de los hombres apostados fuera de la oficina de mando improvisada. Dijo:
—El frente no va a aguantar mucho tiempo.
—Nos van a arrollar.
—Así que más vale que embarquemos mañana.
Ahora que ya no estaban sedientos, tenían en la cabeza la cena. Turner pensaba en una habitación tranquila y una mesa cuadrada con un mantel verde de algodón a cuadros, y en uno de aquellos quinqués franceses de cerámica colgados del techo con una polea. Y el pan, el vino, el queso y el salchichón expuestos sobre una tabla de madera. Dijo:
—No sé si la playa será el mejor sitio para comer.
—Podrían robárnoslo todo —asintió Nettle.
—Creo que conozco el sitio que necesitamos.
Estaban de nuevo en la calle de detrás del bar. Cuando echaron un vistazo al callejón por donde habían salido, vieron figuras que se movían en la media luz, recortadas contra el último destello del mar y, más allá de ellas y hacia un lado, una masa más oscura que podrían haber sido soldados o hierba de las dunas, o hasta las mismas dunas. Ya era bastante difícil encontrar a Mace a la luz del día, y ahora resultaría imposible. Conque siguieron andando en busca de un sitio. En aquella parte del pueblo había ahora cientos de soldados, muchos de ellos en grupos ruidosos que vagaban por las calles, cantando y gritando. Nettle volvió a guardar la botella en su mochila. Sin Mace se sentían más vulnerables.
Pasaron por un hotel que había sido alcanzado. Turner se preguntó si habría estado pensando en una habitación de hotel. A Nettle le asaltó la idea de agenciarse ropa de cama. Entraron por un agujero en la pared y se guiaron en la penumbra, entre escombros y maderas caídas, y encontraron una escalera. Pero decenas de hombres habían tenido la misma idea. En realidad se había formado una cola al pie de la escalera, y bajaban a trompicones soldados con pesados colchones de crines. En el rellano de arriba —Turner y Nettle sólo veían botas y la parte inferior de piernas que se movían velozmente de un lado para otro— se estaba gestando una pelea, con gruñidos belicosos y el impacto de nudillos sobre carne. Después de un grito súbito, varios hombres cayeron hacia atrás por la escalera sobre los que esperaban abajo. Hubo risas y también juramentos, y había algunos que se levantaban y se palpaban los miembros. Un hombre no se levantó, sino que permaneció tumbado en una postura incómoda encima de los escalones, con las piernas más arriba que la cabeza, y chillando ronca, casi inaudiblemente, como en un sueño de pánico. Alguien le acercó un encendedor a la cara y vieron sus dientes al descubierto y motas blancas en las comisuras de su boca. Alguien dijo que se había roto la espalda, pero nadie podía hacer nada, y ahora los hombres pasaban por encima del cuerpo tendido, con sus mantas y almohadas en los brazos, y otros forcejeaban para subir al piso de arriba.
Se alejaron del hotel y otra vez se encaminaron tierra adentro, hacia donde estaban la anciana y la cerda. Debían de haber cortado el suministro de electricidad de Dunkerque, pero por los bordes de algunas ventanas con gruesas cortinas vieron el resplandor ocre de velas y quinqués. En la otra orilla de la carretera había soldados llamando a las puertas, pero nadie les abría ahora. Fue éste el momento que eligió Turner para describir a Nettle el tipo de sitio en que había pensado cenar. Lo embelleció para convencerle, añadiendo puertaventanas que daban a un balcón de hierro forjado en el que se enredaba una antigua glicinia, y un gramófono sobre una mesa redonda cubierta por un mantel verde de felpilla, y una alfombra persa extendida de una parte a otra de una
chaise-longue
. Cuanto más la describía, tanto más seguro estaba de que la habitación se hallaba cerca. Con sus palabras le estaba infundiendo vida.
Nettle, descansando los dientes delanteros en su labio inferior, con una expresión amable de desconcierto roedor, le dejó acabar y dijo:
—Lo sabía. Cojones que si lo sabía.
Estaban parados delante de una casa bombardeada cuyo sótano estaba a medias descubierto y tenía aspecto de una bodega gigantesca. Agarrándole por la guerrera, Nettle le arrastró hasta un pedregal de ladrillos rotos. Cautelosamente, le guió por el suelo del sótano hacia la negrura. Turner sabía que aquel no era el sitio, pero no pudo resistirse a la insólita determinación del cabo. Ante ellos veían un punto de luz, luego surgió otro, y un tercero. Cigarrillos de hombres que ya se habían refugiado allí.
Una voz dijo:
—Eh. A tomar por el culo. Estamos completos.
Nettle encendió una cerilla y la sostuvo en alto. Alrededor de todas las paredes había hombres apoyados en una postura sedente, la mayoría dormidos. Unos cuantos estaban tumbados en el centro del suelo, pero todavía había sitio, y cuando la cerilla se apagó, el cabo empujó hacia abajo los hombros de Turner para que se sentara. Mientras retiraba cascotes de debajo de sus posaderas, Turner notó la camisa empapada. Podía ser sangre o cualquier otro líquido, pero por el momento no sentía dolor. Nettle cubrió con el abrigo los hombros de Turner. Ahora que el peso en los pies había cesado, un éxtasis de alivio le ascendió por las rodillas, y supo que no tendría que moverse más aquella noche, por muy decepcionado que pudiese estar Nettle. El movimiento oscilatorio de la caminata de todo aquel día se transfirió al suelo. Turner lo sintió inclinarse y corcovear debajo mientras permanecía sentado en la oscuridad total. El problema ahora consistía en comer sin que le asaltasen. Para sobrevivir había que ser egoísta. Pero de momento no hizo nada y la mente se le quedó en blanco. Un rato después, Nettle le despertó con un codazo y le deslizó en las manos la botella de vino. Puso la boca alrededor del gollete, volcó la botella y bebió. Alguien le oyó tragar.
—¿Qué tienes ahí?
—Leche de oveja —dijo Nettle—. Todavía caliente. Toma un trago.
Hubo un carraspeo, y algo tibio y gelatinoso aterrizó en el reverso de la mano de Turner.
—Eres un guarro, eso lo que eres.
Otra voz, más amenazadora, dijo:
—Callaos. Estoy intentando dormir.
Moviéndose en silencio, Nettle buscó a tientas el salchichón en su morral, lo cortó en tres pedazos y le pasó uno a Turner, junto con un mendrugo de pan. Éste se extendió cuan largo era en el suelo de cemento y se cubrió la cabeza con el abrigo para mitigar el olor de la carne y también el ruido que hacía masticando, y en el aire viciado de su propia respiración, y con cascotes de ladrillo y de arenilla que se le apretaban contra la mejilla, empezó a comer la mejor carne que había probado en su vida. Tenía en la cara un olor de jabón perfumado. Mordió el pan, que sabía a lona del ejército, y desgarró y succionó la salchicha. A medida que la comida le llegaba al estómago, un flujo de calor se le expandía por el pecho y la garganta. Pensó que llevaba toda la vida caminando por aquellas carreteras. Al cerrar los ojos vio moverse el asfalto y sus botas que entraban y salían en su campo visual. Incluso mientras comía, notaba que se hundía en el sueño durante varios segundos. Ingresó en otra extensión de tiempo, y ahora, acogedoramente embutida en su lengua, tenía una almendra azucarada cuya dulzura pertenecía a otro mundo. Oyó a hombres quejarse del frío que hacía en el sótano y se alegró de estar envuelto en el abrigo, y sintió un orgullo fraternal por haber impedido que los cabos se desprendiesen de los suyos.
Un grupo de soldados entró buscando refugio y encendiendo cerillas, al igual que habían hecho Nettle y él. Sintió hostilidad hacia ellos y le irritó su acento del sudoeste de Inglaterra. Como todos los demás en aquel sótano, quería que se fuesen. Pero encontraron un sitio más allá de sus pies. Captó una vaharada de brandy y les tuvo aún más rencor. Hacían ruido al preparar su vivac, y cuando una voz procedente de una pared gritó: «Putos palurdos», uno de los recién llegados miró en aquella dirección y por un momento pareció que iba a haber jaleo. Pero la oscuridad y las protestas cansinas de los hospedados mantuvieron la paz.
Pronto no hubo más que sonidos de respiración regular y de ronquidos. Debajo de él, el suelo parecía todavía escorarse, y luego cobró el ritmo de una marcha acompasada, y una vez más Turner descubrió que estaba tan afectado por las impresiones, tan febril y exhausto que no podía dormir. A través de la tela de su abrigo palpó el fajo de las cartas de Cecilia.
Te esperaré. Vuelve
. Las palabras conservaban todo su sentido, pero ahora no le conmovían. Era algo muy claro: una persona que aguardaba a otra era como una suma aritmética, e igualmente desprovista de emoción. Esperar. Simplemente una persona que no hacía nada, a lo largo del tiempo, mientras otra se aproximaba. Esperar era una palabra onerosa. Notaba que le pesaba, como un abrigo. Todo el mundo en el sótano esperaba, todo el mundo en la playa. Ella le estaba esperando, sí, pero ¿luego qué? Intentó que la voz de ella dijera las palabras, pero fue la suya la que oyó, justo por debajo de los latidos de su corazón. Ni siquiera conseguía representarse la cara de Cecilia. Se forzó a pensar en la nueva situación, la que supuestamente le hacía feliz. No percibía las complejidades, la urgencia había muerto. Briony cambiaría su testimonio, volvería a escribir el pasado de manera que el culpable se convirtiera en inocente. Pero ¿qué era la culpa en aquellos tiempos? Una baratija. Todo el mundo era culpable y nadie lo era. Nadie sería rehabilitado por un testimonio cambiado, porque no había suficientes personas, suficiente papel y plumas, paciencia y paz suficientes para tomar la declaración de todos los testigos y recopilar los hechos. Los testigos eran también culpables. Hemos presenciado todo el día los crímenes de los demás. ¿No has matado a nadie hoy? Pero ¿a cuántos has dejado morir? En este sótano guardaremos silencio a este respecto. Lo dormiremos, dormir, Briony. La almendra azucarada sabía al nombre de ella, tan extrañamente insólito que se preguntó si no lo recordaba erróneamente. Lo mismo le pasaba con el de Cecilia. ¿Siempre había dado por sentado la extrañeza de aquellos nombres? Hasta le costaba pensar mucho tiempo en esta pregunta. Tenía tantos asuntos sin resolver allí en Francia, que le pareció sensato postergar su partida a Inglaterra, aunque sus maletas estuviesen hechas, sus pesadas y extrañas maletas. Nadie las vería si las dejaba allí y regresaba. Un equipaje invisible. Tenía que regresar y descolgar al chico del árbol. Ya lo había hecho antes. Había vuelto donde no había nadie y encontrado a los chicos debajo de un árbol y transportado a Pierrot sobre los hombros y a Jackson en brazos, a través del parque. ¡Cuánto pesaban! Estaba enamorado de Cecilia, de los gemelos, del éxito y del alba y su curiosa bruma calurosa. ¡Y qué fiesta de bienvenida! Ahora estaba acostumbrado a aquellas cosas, era algo corriente al borde de la carretera, pero entonces, antes de la aspereza y el entumecimiento general, cuando era una novedad y cuando todo era nuevo, lo sentía agudamente. Lo sintió cuando ella corrió por la grava y le habló junto al coche de policía abierto.
Oh, cuando estaba enamorado de ti, yo era limpio y valiente
. Así que desandaría el camino que había recorrido, recorrería hacia atrás todo lo que había avanzado, cruzando marismas resecas y lóbregas, sobrepasando al sargento feroz en el puente, atravesaría el pueblo bombardeado, seguiría a lo largo de la cinta de la carretera los kilómetros de onduladas tierras de labranza, buscando el camino a la izquierda en el lindero del pueblo, enfrente de la zapatería, y tres kilómetros más allá saltaría la alambrada de púas y cruzaría los bosques y los campos hasta la estancia de una noche en la granja de los hermanos, y al día siguiente, a la amarilla luz de la mañana, siguiendo el balanceo de la aguja de la brújula, correría por aquel país glorioso de pequeños valles y arroyuelos y enjambres de abejas y tomaría el sendero en cuesta que llevaba a la triste casona junto al ferrocarril. Y el árbol. Recoger del barro los andrajos de ropa quemada y rayada, los jirones del pijama y luego descolgarle, al pobre chico pálido, y hacerle un entierro decente. Un chico guapo. Que los culpables sepulten a los inocentes, que nadie cambie su testimonio. ¿Y dónde estaba Mace para ayudarle a cavar? Aquel oso magnífico, el cabo Mace. Era otro asunto pendiente y otro motivo por el que no podía marcharse. Tenía que encontrar a Mace. Pero antes debía desandar todos los kilómetros y retornar hacia el norte hasta el campo donde el labriego y su perro todavía caminaban detrás del arado, y preguntar a la mujer flamenca y a su hijo si le consideraban responsable de sus muertes. Pues uno a veces es capaz de asumir demasiado, en arranques de fatua vergüenza de uno mismo. Ella quizás dijese que no; la palabra flamenca para decir no. Has intentado ayudarnos. No podías transportarnos a campo traviesa. Llevaste a los gemelos, pero no a nosotros, no. No, no eres culpable. No.
Hubo un susurro, y sintió un aliento sobre la cara ardiente.
—Demasiado ruido, jefe.
Detrás de la cabeza del cabo Nettle había una franja ancha de cielo azul oscuro y, estampado en él, el desigual borde negro del techo destrozado del sótano.
—¿Ruido? ¿Qué estaba haciendo?
—Gritando «no» y despertando a todo el mundo. Algunos de estos chicos se estaban poniendo un poco cascarrabias.
Trató de levantar la cabeza y descubrió que no podía. El cabo encendió una cerilla.
—Cristo. Pareces jodidísimo. Vamos. Bebe.
Levantó la cabeza de Turner y le acercó la cantimplora a los labios.
El agua tenía un sabor metálico. Cuando terminó, un largo y constante oleaje oceánico de extenuación empezó a sumergirle. Caminó por la tierra hasta que cayó en el mar. Para no alarmar a Nettle, procuró sonar más razonable de lo que se sentía en realidad.
—Oye, he decidido quedarme. Tengo un asunto que resolver.
Nettle estaba limpiando con una mano sucia la frente de Turner. Este no veía motivo para que Nettle creyera necesario ponerle la cara, su preocupada cara ratonil, tan cerca de la suya.