Authors: Ian McEwan
Permaneció en el bullicio sin saber qué hacer. Costaría un esfuerzo abrirse paso entre la gente para salir de aquel sitio. De un fragmento de conversación dedujo que la víspera había habido barcos, y que quizás llegasen más al día siguiente. Alzándose de puntillas junto a la entrada de la cocina, se encogió de hombros como diciendo «no hay suerte», en dirección a los cabos. Nettle ladeó la cabeza hacia la puerta y empezaron a converger hacia ella. Un trago les hubiese sentado bien, pero ahora les interesaba el agua. El avance entre los cuerpos arracimados era lento, y en eso, justo cuando los tres se juntaban, les bloqueó el camino hacia la puerta un muro compacto de espaldas formado alrededor de un hombre.
Debía de ser bajo —menos de un metro sesenta y cinco—, y Turner no le veía nada más que un pedazo de la coronilla. Alguien dijo:
—Contesta a la puta pregunta, enano imbécil.
—Sí, pues pregunta.
—Eh, en el lío de Brylcreem. ¿Dónde estabais?
—¿Dónde estabais vosotros cuando mataron a mi compañero?
Una bola de esputo alcanzó la nuca del hombre y cayó por detrás de su oreja. Turner se desplazó alrededor para ver algo. Primero vio el tono azul grisáceo de una guerrera, y luego la muda aprensión en la cara del hombre. Era un hombrecillo delgado y correoso, con gafas de cristales gruesos y sucios que amplificaban su mirada asustada. Parecía un archivero o un telefonista, quizás del cuartel general dispersado hacía mucho tiempo. Pero estaba en la RAF y los soldados le hacían responsable. Se volvió despacio, mirando al corro de sus interrogadores. No tenía respuestas para sus preguntas, y no intentó negar su responsabilidad por la ausencia de Spitfires y Hurricanes sobre la playa. Su mano derecha apretaba tan fuerte su gorra que le temblaban los nudillos. Un artillero que estaba junto a la puerta le asestó un empujón tan fuerte en la espalda que le mandó trastabillando en medio del corro contra el pecho de un soldado, quien le repelió de un puñetazo como desganado en la cabeza. Hubo un zumbido de aprobación. Todos habían sufrido, y ahora alguien iba a pagar por ello.
—¿Dónde está la RAF, entonces?
Se alzó una mano que abofeteó la cara del hombre, tirándole las gafas al suelo. El sonido del golpe fue nítido como un latigazo. Era una señal para una nueva etapa, un nuevo nivel de participación. Cuando el hombre se agachó para buscar a tientas las gafas, sus ojos desnudos se encogieron hasta convertirse en dos puntitos parpadeantes. Fue un error. El puntapié de una bota militar, con un remache de acero, le alcanzó en el trasero, elevándole un centímetro en el aire. A su alrededor hubo risotadas. La sensación de que se avecinaba algo sabroso se estaba esparciendo por el bar y atrajo a más soldados. A medida que se congregaba más gente alrededor del corro, desaparecía el sentimiento remanente de responsabilidad individual. Una temeridad fanfarrona se iba instaurando. Sonó una ovación cuando alguien apagó un cigarro contra la cabeza del tipo. Se rieron de su cómico aullido. Le odiaban y se merecía todo lo que estaba ocurriendo. Tenía que responder por la libertad de la Luftwaffe en los cielos, por cada ataque de los Stukas, por cada amigo muerto. Su complexión liviana contenía todas las causas de la derrota de un ejército. Turner supuso que no podía hacer nada para ayudar a aquel hombre sin arriesgarse a que le lincharan. Pero era imposible no hacer nada. Participar en la escena era mejor que nada. Se adelantó, con una excitación desagradable. Ahora formuló la pregunta un entrecortado acento gales:
—¿Dónde está la RAF?
Era sobrecogedor que el hombre no hubiera gritado pidiendo socorro, ni suplicado, ni protestado inocencia. Su silencio parecía connivencia con su suerte. ¿Era tan corto de luces que no se le habría ocurrido pensar que podría estar a punto de morir? Sensatamente, había plegado las gafas y las había guardado en el bolsillo. Sin ellas su cara era inexpresiva. Como un topo ante la luz radiante, escudriñaba a sus torturadores con los labios separados, más por incredulidad que por una tentativa de articular una palabra. Como no podía verlo venir, encajó un golpe de lleno en la cara. Esta vez fue un puño. Cuando su cabeza caía hacia atrás, otra bota restalló contra su espinilla y se elevó una pequeña aclamación deportiva, acompañada de un aplauso desigual, como por un catch airoso en el green del pueblo. Era una locura salir en defensa del hombre, era abominable no hacerlo. Al mismo tiempo, Turner comprendió el júbilo que reinaba entre los torturadores y el modo insidioso en que se contagiaba. Él mismo podría hacer algo ultrajante con su cuchillo de caza y granjearse el amor de cien hombres. Para ahuyentar este pensamiento, se forzó a contar a los dos o tres soldados del corro que conjeturó más fuertes o más grandes que él. Pero el auténtico peligro procedía de la chusma, de su talante justiciero. No renunciaría a su deleite.
Ahora la situación había llegado a un punto en que quien asestase el golpe siguiente tendría que ganar la aprobación general diciendo algo ingenioso o divertido. Había en el aire un afán de agradar con algo ocurrente. Nadie quería dar una nota en falso. Durante unos segundos estas circunstancias impusieron contención. Y en algún momento inminente, como Turner sabía por sus días de encierro en Wandsworth, el golpe único se transformaría en una cascada. Entonces no habría punto de retorno, habría un solo desenlace para el hombre de la RAF. Una mancha rosácea se le había formado en el pómulo, debajo del ojo derecho. Había juntado los puños debajo de la barbilla —seguía agarrando la gorra—, y tenía los hombros encogidos. Podía haber sido una postura defensiva, pero era también un gesto de debilidad y sumisión que estaba destinado a concitar mayor violencia. Si hubiera dicho algo, cualquier cosa, los soldados que le rodeaban quizás hubiesen recordado que era un hombre, no un conejo para ser desollado. El gales que había hablado era un individuo bajo y fornido, del cuerpo de zapadores. Ahora sacó una cincha de lona y la mantuvo en alto.
—¿Qué os parece, chicos?
Su frase precisa y insinuante sugirió horrores que Turner no acertó a captar de inmediato. Era su última oportunidad de actuar. Mientras buscaba con la mirada a los cabos, hubo un estruendo cerca, como el mugido de un toro alanceado. El gentío se balanceó y tambaleó mientras Mace se abría paso entre él hacia el corro. Con un salvaje alarido cantarino, como el Tarzán de Johnny Weissmuller, cogió al oficinista por detrás, en un abrazo de oso, lo levantó hasta veinte centímetros del suelo y sacudió de un lado para otro a la aterrada criatura. Hubo aplausos y silbidos, pataleos y chillidos del salvaje oeste.
—Ya sé lo que vamos a hacer con él —bramó Mace—. ¡Voy a ahogarle en el puñetero mar!
Esto provocó otra tormenta de gritos y pateos. Nettle se colocó de repente al lado de Turner y cambiaron una mirada. Adivinaron lo que se proponía Mace y empezaron a moverse hacia la puerta, a sabiendas de que tendrían que actuar con rapidez. No todo el mundo era partidario de la idea de ahogarle. Incluso en el frenesí del momento, algunos todavía se acordaban de que la línea de la marea estaba a un kilómetro y medio a través de la arena. El gales, en particular, se sentía estafado. Sostenía en alto la cincha y gritaba. Hubo silbidos y abucheos, así como vítores. Todavía sujetando a su víctima en los brazos, Mace se precipitó hacia la puerta. Turner y Nettle le precedían, abriendo paso entre la gente. Cuando llegaron a la entrada —por suerte era una puerta de una sola hoja, no de dos jambas—, dejaron pasar a Mace y bloquearon la salida, hombro con hombro, aunque dando la impresión de que no lo hacían, porque gritaban y agitaban los puños como los demás. Notaban contra la espalda un colosal y excitado peso humano que sólo podrían contener durante unos segundos. Fueron suficientes para que Mace corriese, no en dirección al mar, sino bruscamente hacia la izquierda y de nuevo a la izquierda, subiendo una calle estrecha que serpenteaba por detrás de las tiendas y bares y se alejaba del muelle.
La multitud exultante explotó desde el bar como champán, apartando hacia un lado a Turner y a Nettle. Alguien creyó ver a Mace corriendo por la arena, y durante medio minuto la gente tomó aquel camino. Para cuando se percataron de su error y se volvieron atrás, no había rastro de Mace y de su hombre. Turner y Nettle se habían esfumado.
La vasta playa, los miles de soldados que aguardaban en ella y el mar vacío de barcos devolvieron sus tribulaciones a los reclutas. Emergieron de un sueño. A lo lejos, hacia el este, por donde la noche se elevaba, la alambrada de defensa estaba siendo sometida a un intenso fuego de artillería. El enemigo se aproximaba e Inglaterra estaba muy lejos. En la luz declinante no quedaba mucho tiempo para encontrar algún sitio donde pernoctar. Un viento frío llegaba del Canal, y los abrigos yacían en los arcenes de las carreteras, tierra adentro. El gentío comenzó a dispersarse. Quedó olvidado el hombre de la RAF.
A Turner y a Nettle les pareció que habían emprendido la búsqueda de Mace y que después le habían olvidado. Debieron de vagar por las calles un rato, con ganas de felicitarle por el salvamento y de festejar con él su estratagema. Turner no sabía cómo él y Nettle fueron a parar allí, a aquella calle estrecha. No recordaba el tiempo intermedio, ni los pies doloridos, pero allí estaba, dirigiendo la palabra con suma cortesía a una señora apostada en la puerta de una casa adosada, con la fachada plana. Cuando él mencionó el agua, ella le miró suspicazmente, como si supiera que él quería algo más que agua. Era una mujer bastante guapa, de piel morena, mirada orgullosa y una larga nariz recta, y llevaba un pañuelo de flores atado al cabello plateado. Él comprendió al punto que era una gitana a la que no engañaba el hecho de que él hablase francés. Lo penetró con la mirada y vio sus defectos y supo que había estado en la cárcel. Luego miró con aversión a Nettle, y por fin señaló un punto de la calle donde una cerda hozaba alrededor de una alcantarilla.
—Tráigamela —dijo— y veré lo que puedo darles.
—Cojones —dijo Nettle, cuando Turner hubo traducido—. Sólo estamos pidiendo un puñetero vaso de agua. Entramos y lo cogemos.
Pero Turner, presintiendo la presencia de una irrealidad conocida, no pudo desechar la posibilidad de que la mujer tuviera poderes. En la luz exigua, el espacio que había encima de su cabeza latía al compás del corazón de Turner. Se apoyó en el hombro de Nettle. Ella le estaba sometiendo a una prueba que él era demasiado experto y cauto para rechazar. Era perro viejo. Tan cerca de casa, no iba a caer en una vulgar trampa. Más valía ser precavido.
—Cogeremos la cerda —le dijo a Nettle—. Sólo nos llevará un minuto.
Nettle estaba ya muy acostumbrado a seguir las sugerencias de Turner, porque por lo general eran sensatas, pero mientras subían la calle el cabo iba murmurando:
—Hay algo que no te funciona, jefe.
Las ampollas les forzaban a caminar despacio. La puerca era joven y veloz, y amante de su libertad. Y Nettle le tenía miedo. Cuando la tenían acorralada contra la puerta de un comercio, el animal corrió hacia él, que dio un brinco a un costado y un grito que no era del todo una burla de sí mismo. Turner volvió donde la señora en busca de un cabo de cuerda, pero nadie salió a la puerta y no estaba seguro de que fuese la casa correcta. Sin embargo, ahora estaba convencido de que si no atrapaban a la puerca nunca regresarían a casa. Sabía que de nuevo le estaba subiendo la fiebre, pero eso no le llamó a engaño. La cerda significaba el éxito. De niño, Turner había intentado persuadirse una vez de que impedir la muerte súbita de su madre por el procedimiento de evitar las grietas del suelo en el patio de la escuela era un disparate. Pero nunca las había pisado y ella no había muerto.
Mientras subían la calle, el animal estaba justo fuera de su alcance.
—Qué cojones —dijo Nettle—. No podemos con ella.
Pero no había otro remedio. Junto a un poste de teléfonos caído Turner cortó un trozo de cable e hizo con él un dogal. Estaban persiguiendo a la cerda por un camino que orillaba el centro veraniego donde había bungalows precedidos de pequeñas parcelas de jardín, rodeadas de cercas. Iban abriendo al pasar todas las cancelas de ambos lados del camino. Luego doblaron hacia una bocacalle para adelantar y capturar al bicho cuando se encaminara hacia ellos. En efecto, no tardó en entrar en un jardín y empezó a excavarlo. Turner cerró la cancilla, se inclinó por encima de la cerca y lazó con la soga la cabeza de la puerca.
Necesitaron todas sus fuerzas para arrastrar al animal berreante hasta la casa. Nettle, por suerte, sabía cuál era. Cuando por fin quedó bien encerrada en la diminuta pocilga que había en el jardín trasero, la anciana sacó dos jarras de piedra. Observados por ella, bebieron alborozados en el pequeño patio, junto a la puerta de la cocina. Incluso cuando sus panzas parecían a punto de reventar, la boca les pedía más y siguieron bebiendo. Luego la mujer les sacó jabón, unas toallas y dos cuencos esmaltados para que se lavaran. La cara caliente de Turner transformó el color del agua en un color pardo herrumbroso. Costras de sangre seca, adheridas a su labio superior, se le desprendieron, para su satisfacción, enteras. Cuando terminó, experimentó una agradable ligereza en el aire de alrededor, que le resbalaba sedosamente por la piel y le penetraba en los orificios nasales. Vertieron el agua sucia al pie de una mata de bocas de dragón que Nettle dijo que le daban añoranza del jardín de sus padres. La gitana les llenó las cantimploras y les llevó a cada uno un litro de vino tinto en botellas descorchadas, y un salchichón que guardaron en las mochilas. Cuando se disponían a despedirse, ella tuvo otra idea y entró en la casa. Volvió con dos bolsitas de papel que contenían, cada una, media docena de almendras azucaradas.
Se estrecharon la mano, solemnemente.
—Recordaremos su amabilidad toda la vida —dijo Turner.
Ella asintió, y él creyó que ella decía:
—Mi cerda siempre me recordará a ustedes.
La severidad de su expresión no se alteró, y no se podía saber si su frase era un insulto, un rasgo de humor o un mensaje oculto. ¿Pensaba que no eran dignos de su bondad? Turner retrocedió torpemente, y cuando ya bajaban la calle le tradujo a Nettle las palabras de la mujer. El cabo no lo dudó.
—Vive sola y quiere a su cerda. Es razonable. Nos está muy agradecida. —Y, a continuación, añadió, suspicazmente—: ¿Te sientes bien, jefe?
—Requetebién, gracias.