Authors: Ian McEwan
Lo que la emocionaba de su logro era la concepción, la pura geometría y la incertidumbre distintiva que reflejaban, a su juicio, una sensibilidad moderna. La era de las respuestas claras había acabado. Al igual que la época de los personajes y las tramas. A pesar de sus bosquejos del diario, ya no creía realmente en los personajes. Eran recursos singulares que pertenecían al siglo
XIX
. El concepto mismo de personaje se basaba en errores que la psicología moderna había dejado al descubierto. Las tramas eran asimismo una maquinaria herrumbrosa cuyas ruedas ya no giraban. Un novelista moderno no podía crear personajes y tramas del mismo modo que un compositor moderno tampoco podía componer una sinfonía de Mozart. Lo que a ella le interesaba era el pensamiento, la percepción, las sensaciones, la mente consciente como un río a través del tiempo, y el modo de representar el flujo de su avance, así como todos los afluentes que lo engrosaban y los obstáculos que podían desviarlo. Ojalá lograse reproducir la luz clara de una mañana de verano, las sensaciones de un niño delante de una ventana, la curva y el descenso del vuelo de una golondrina sobre una charca. La novela del futuro sería distinta a todo lo que se había escrito en el pasado. Había leído tres veces
Las olas
, de Virginia Woolf, y pensaba que se estaba operando una gran transformación en la propia naturaleza, y que sólo la ficción, una nueva clase de ficción, podría capturar la esencia del cambio. Penetrar en una mente y mostrarla en acción, o siendo accionada, y hacerlo con un designio simétrico, constituía un triunfo artístico. En eso pensaba la enfermera Tallis mientras se demoraba cerca del dispensario, esperando a que volviese el farmacéutico y contemplando el Támesis, sin percatarse del peligro que corría de que sor Drummond la sorprendiese con el peso del cuerpo descansando sobre una sola pierna.
Habían transcurrido tres meses y Briony no había recibido noticias de
Horizon
.
Un segundo texto tampoco obtuvo respuesta. Había ido a la oficina de administración a pedir las señas de Cecilia. A principios de mayo había escrito a su hermana. Ahora empezaba a pensar que la respuesta de Cecilia era el silencio.
En los últimos días de mayo aumentaron las entregas de suministros médicos. Dieron de alta a más pacientes cuyo estado no era urgente. Muchos pabellones habrían quedado totalmente vacíos de no ser por la llegada de cuarenta marinos: una variante rara de ictericia causaba estragos en la Royal Navy. Briony ya no tenía tiempo de advertirlo. Empezaron nuevos cursos de enfermería hospitalaria y de anatomía básica. Cumplidos sus turnos, las alumnas de primer año corrían a las clases, las comidas y las horas de estudio privado. Después de leer tres páginas, era difícil mantenerse despierta. Las campanadas del Big Ben pautaban cada cambio del día, y había veces en que la solemne nota única de los cuartos de hora arrancaba gemidos de pánico reprimido cuando las chicas caían en la cuenta de que tenían que estar en otro sitio.
El reposo absoluto en cama era considerado un procedimiento médico en sí mismo. A casi todos los pacientes, con independencia de su estado, se les prohibía caminar unos pasos hasta los urinarios. Los días, por consiguiente, comenzaban con las cuñas. La monja no aprobaba que las transportasen por el pabellón «como raquetas de tenis». Había que llevarlas «a la gloria de Dios», y vaciarlas, fregarlas, limpiarlas y guardarlas para las siete y media, la hora en que empezaban las bebidas de la mañana. Durante todo el día, cuñas, baños de cama, barrido de suelos. Los chicas se quejaban de dolores de espalda a fuerza de hacer camas, y de atroces sensaciones en los pies por no haberse sentado en todo el día. Otra tarea adicional de las enfermeras era correr las cortinas del blackout sobre los ventanales enormes del pabellón. Hacia el final del día, más cuñas, el vaciado de las tazas de esputos, la preparación del cacao. Entre el final de un turno de servicio y el comienzo de una clase apenas había tiempo para volver al dormitorio a recoger papeles y libros de texto. Dos veces en un mismo día, Briony había merecido la reprobación de la monja del pabellón por correr en el pasillo, y en ambas ocasiones la reprimenda fue impartida con un tono monocorde. Sólo las hemorragias y los incendios eran razones plausibles para que corriese una enfermera.
Pero el dominio principal de las estudiantes de primer año era el cuarto de enjuagues. Se hablaba de que iban a instalar lavadores automáticos de cuñas y botellas, pero no era más que el rumor de una tierra prometida. Por ahora tenían que hacerlo como otras lo habían hecho antes que ellas. El día en que la habían regañado dos veces por correr en el pasillo, Briony descubrió que la mandaban a cumplir un turno más en el cuarto de enjuagues. Puede que fuera un accidente en la lista no escrita de los turnos, pero ella lo dudaba. Cerró tras ella la puerta del cuarto y se ató alrededor de la cintura el pesado delantal de caucho. El truco del vaciado, de hecho la única manera en que a ella le resultaba posible hacerlo, consistía en cerrar los ojos, contener la respiración y apartar la cabeza. Luego venía el enjuague con una solución de carbólico. Si no se cercioraba de que las asas huecas de la cuña estaban limpias y secas, tendría un encontronazo más grave con la monja.
Realizada esta tarea, fue derecha a adecentar el pabellón casi vacío al final de la jornada: enderezar armarios, vaciar ceniceros, recoger los periódicos del día. Automáticamente, echó una ojeada a una página doblada del Sunday Graphic. Había estado siguiendo las noticias en fragmentos sueltos. Nunca había tiempo suficiente para leer un periódico con calma. Estaba informada de la ruptura de la línea Maginot, del bombardeo de Rotterdam, de la rendición del ejército holandés, y algunas de las chicas habían hablado la noche anterior del colapso inminente de Bélgica. La guerra iba mal, pero tenía que mejorar forzosamente. Una frase anodina fue la que atrajo su atención ahora, no por lo que decía, sino por lo que insulsamente trataba de ocultar. El ejército británico en el norte de Francia estaba «realizando repliegues estratégicos hacia posiciones previamente preparadas». Hasta ella, que no sabía nada de estrategia militar ni de convenciones periodísticas, comprendió que era un eufemismo para decir «retirada». Quizás fuese la última persona del hospital en comprender lo que estaba ocurriendo. Ella había creído que el hecho de vaciar pabellones y la abundancia de suministros formaban una simple parte de los preparativos generales para la guerra. Había estado demasiado enfrascada en sus propias preocupaciones nimias. Ahora veía cómo relacionar determinadas informaciones separadas y entendió lo que todo el mundo debía de saber y lo que se traía entre manos la administración del hospital. Los alemanes habían llegado al Canal y el ejército británico estaba en apuros. Las cosas no habían ido nada bien en Francia, aunque nadie sabía en qué medida. Este presentimiento, este temor mudo, era lo que ella había intuido a su alrededor.
Por esa época, el día en que los últimos pacientes salieron escoltados del pabellón, le llegó una carta de su padre. Tras un sucinto saludo y unas preguntas sobre el curso y su salud, le transmitía una información facilitada por un colega y confirmada por la familia: Paul Marshall y Lola Quincey iban a casarse el sábado de la semana siguiente en la iglesia de la Santa Trinidad, en Clapham Common. No explicaba qué le inducía a pensar que ella quisiera saberlo, y no hacía comentarios sobre el asunto en sí. Se limitaba a firmar con un garabato al pie de la página: «Te quiere siempre.»
Toda esa mañana, mientras hacía sus quehaceres, pensó en la noticia. Como no había visto a Lola desde aquel verano, la figura que se imaginaba ante el altar era la de una chica larga y flacucha de quince años. Briony ayudó a hacer el equipaje a una paciente que se iba, una anciana de Lambeth, y trató de concentrarse en las quejas que le estaba expresando. Se había roto un dedo del pie y le habían prometido doce días en cama, pero sólo había estado siete. La ayudaron a sentarse en una silla de ruedas y un camillero se la llevó. Durante su turno en el cuarto de enjuagues, Briony sacó las cuentas. Lola tenía veinte años, Marshall tendría veintinueve. No era una sorpresa; el sobresalto residía en la confirmación de la noticia. Briony estaba más que implicada en su enlace. Lo había hecho posible.
Durante todo aquel día, de un lado para otro del pabellón, o recorriendo pasillos, Briony sintió que la culpa conocida la perseguía con un vigor renovado. Restregó a fondo los armarios vacíos, ayudó a lavar bastidores de camas con ácido fénico, barrió y enceró los suelos, hizo recados en el dispensario o en el centro de asistencia social a un paso doblemente rápido, pero sin llegar a correr, fue enviada con otra estudiante a que ayudara a vendar un furúnculo en el hospital general de hombres, y suplió la ausencia de Fiona, que había tenido que ir al dentista. El primer día de mayo que hizo realmente buen tiempo, sudó por debajo de su uniforme almidonado. Lo único que quería hacer era trabajar, bañarse luego y dormir hasta que llegara la hora de volver al trabajo. Pero sabía que no servía de nada. Por mucho que fregara y por muy humildes que fueran sus ocupaciones de enfermera, y por bien que las cumpliese o lo duras que le resultaran, por más que hubiera renunciado a iluminaciones académicas, o a las vivencias de un campus universitario, nunca repararía el daño. Era imperdonable.
Por primera vez en su vida pensó que le gustaría hablar con su padre. Siempre había dado por sentada su lejanía, y no esperaba nada. Se preguntó si al enviarle él la carta con aquella información concreta estaba intentado decirle que sabía la verdad. Después del té, para el cual se concedió poquísimo tiempo, fue a la cabina de teléfono que había en la entrada del hospital, cerca de Westminster Bridge, y trató de llamarle al trabajo. La centralita le pasó con una solícita voz nasal, y luego la conexión se interrumpió y tuvo que llamar otra vez. Volvió a ocurrir lo mismo, y en la tercera tentativa la línea se cortó cuando una voz dijo: «Pasamos su llamada.»
Para entonces se había quedado sin monedas y tenía que volver al pabellón. Al salir de la cabina se detuvo a admirar los cúmulos enormes que se apelotonaban contra un cielo azul claro. El río, su marea viva discurriendo hacia el mar, reflejaba ese color con pinceladas verdes y grises. El Big Ben parecía estar cayéndose de un modo interminable contra el cielo inquieto. A pesar de los humos del tráfico, había una fragancia de vegetación reciente alrededor, quizás de hierba recién segada del jardín del hospital, o de árboles jóvenes a la orilla del río. Aunque la luz era radiante, había un frescor delicioso en el aire. No había visto ni sentido nada tan agradable desde hacía días, tal vez semanas. Pasaba demasiado tiempo bajo techo, respirando desinfectantes. Cuando ya se iba, dos jóvenes oficiales del ejército, personal médico del hospital militar de Millbank, le lanzaron una sonrisa amistosa al cruzarse con ella. Ella bajó al instante la mirada y acto seguido lamentó de inmediato no haberles mirado por lo menos a los ojos. Se alejaron atravesando el puente, ajenos a todo lo que no fuese su conversación. Uno de ellos remedó el gesto de alcanzar algo colocado en alto, como si intentara coger algo de una estantería, y su acompañante se reía. A mitad de camino en el puente se pararon a admirar una cañonera que pasaba por debajo del puente. Pensó en el aspecto tan animado y libre de aquellos médicos y deploró no haber correspondido a su sonrisa. Había partes de ella misma que había olvidado por completo. Se había retrasado y tenía no pocos motivos para echar a correr, a pesar de los zapatos que le apretaban los pies. Allí, en el pavimento manchado y sin desinfectar, no se aplicaba la férula de sor Drummond. No había hemorragias ni incendios, pero fue un sorprendente placer físico, un breve sabor de libertad, correr todo lo que le permitió el delantal almidonado hasta la entrada del hospital.
En él se había instaurado ahora un compás de lánguida espera. Sólo quedaban los marinos aquejados de ictericia. Entre las enfermeras despertaban mucha fascinación y charlas divertidas. Aquellos marineros rudos zurcían sus calcetines sentados en la cama e insistían en lavarse a mano la ropa interior, que secaban en tendederos improvisados con cuerdas colgadas entre los radiadores. Los que seguían postrados preferían sufrir un calvario antes que llamar para que les llevasen una cuña. Se decía que los marineros aptos se empeñaban en mantener ellos mismos el pabellón limpio y ordenado, y habían asumido la tarea de barrer y transportar el pesado cubo. Una domesticidad semejante en hombres era algo desconocido para las chicas, y Fiona dijo que no se casaría con nadie que no hubiese servido en la armada real.
Por algún motivo inexplicado, a las enfermeras en prácticas se les concedió medio día de asueto, exento de estudio, aunque tenían que seguir vestidas de uniforme. Después del almuerzo, Briony cruzó el río andando con Fiona, y pasaron por las Cámaras del Parlamento y entraron en St. James's Park. Dieron un paseo alrededor del lago, compraron té en un puesto y alquilaron tumbonas para escuchar a unos ancianos del Ejército de Salvación que tocaban Elgar adaptado para una banda de música. En aquellos días de mayo, antes de que se comprendiera plenamente lo sucedido en Francia, antes del bombardeo de la ciudad en septiembre, Londres tenía los signos exteriores, pero no la mentalidad de la guerra. Uniformes, letreros avisando de los quintacolumnistas, dos grandes refugios antiaéreos excavados en los céspedes del parque y, por todas partes, oficiales ariscos. Cuando estaban sentadas en sus tumbonas, un hombre con brazalete y gorra se acercó y exigió a Fiona que le enseñase su máscara de gas: la tapaba parcialmente su capa de enfermera. Por lo demás, eran todavía tiempos de inocencia. La inquietud por la situación en Francia que había absorbido la atención del país se había disipado momentáneamente en el sol de la tarde. Los muertos no estaban todavía presentes, a los ausentes se les suponía vivos. En su normalidad, la escena era irreal. Por los senderos pasaban cochecitos de niño con las capuchas bajadas a la plena luz del sol, y bebés blancos, con el cráneo aún blando, miraban boquiabiertos el mundo por primera vez. Niños que parecían haber eludido la evacuación corrían por la hierba gritando y riendo, la banda luchaba con una música superior a sus capacidades, y las tumbonas costaban todavía dos peniques. Era difícil creer que a trescientos kilómetros de distancia se estaba produciendo un desastre militar.