Expiación (46 page)

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Authors: Ian McEwan

BOOK: Expiación
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—El que no pueda ir a un tribunal no me impedirá decirle a todo el mundo lo que hice.

Cuando su hermana lanzó una carcajada feroz, Briony comprendió cuánto temor le inspiraba Cecilia. Su irrisión era aún más difícil de encajar que su furia. Aquella habitación estrecha, con sus rayas como barrotes, encerraba una historia sentimental que nadie podía imaginar. Briony insistió. En definitiva, estaba interpretando una parte de la conversación que había ensayado.

—Iré a Surrey a hablar con Emily y con papá. Se lo diré todo.

—Sí, ya lo dices en tu carta. ¿Qué te detiene? Has tenido cinco años. ¿Por qué no has ido nunca a verles?

—Antes quería verte a ti.

Cecilia se separó de la puerta del dormitorio y se acercó a la mesa. Dejó caer la colilla en el cuello de una de las botellas de cerveza. Hubo un breve siseo y un hilillo de humo ascendió del cristal negro. Este acto de Cecilia reavivó las náuseas de Briony. Había creído que las botellas estaban llenas. Pensó que tal vez estaba malo algo de lo que había comido en el desayuno. Cecilia dijo:

—Sé por qué no has ido. Porque supones lo mismo que yo. No quieren saber nada más del asunto. Lo que tiene de desagradable pertenece al pasado, muchísimas gracias. Lo hecho, hecho está. ¿Para qué remover las cosas ahora? Y sabes muy bien que creyeron la historia de Hardman.

Briony se distanció del fregadero y se colocó en el lado de la mesa opuesto al de su hermana. No era fácil mirar a aquella hermosa máscara. Dijo, con sumo cuidado:

—No entiendo de qué estás hablando. ¿Qué tiene que ver él con esto? Siento que haya muerto, siento no haberlo sabido…

La sobresaltó un sonido. La puerta del dormitorio se estaba abriendo y Robbie apareció ante ellas. Vestía camisa y pantalones del ejército y calzaba botas lustradas, y los tirantes le colgaban sueltos a la altura de la cintura. Estaba sin afeitar y despeinado, y posó los ojos solamente en Cecilia. Ella se había vuelto para mirarle, pero no se encaminó hacia él. Durante los segundos en que ambos se miraron en silencio, Briony, parcialmente tapada por Cecilia, se achicó dentro de su uniforme.

Él le habló a Cecilia suavemente, como si estuvieran solos:

—He oído voces y he pensado que sería algo sobre el hospital.

—Está bien.

Él consultó su reloj.

—Más vale que nos pongamos en marcha.

Al cruzar la habitación, un instante antes de salir al rellano, Robbie hizo una breve señal con la cabeza en dirección a Briony.

—Disculpa —dijo.

Oyeron que se cerraba la puerta del cuarto de baño. En el silencio que siguió, Cecilia dijo, como si no hubiese nada entre ella y su hermana:

—Tiene un sueño muy profundo. No he querido despertarle. —Luego añadió—: Me ha parecido mejor que no os vierais.

A Briony le empezaban a temblar realmente las rodillas. Apoyando una mano en la mesa, se alejó de la zona de la cocina para que Cecilia pudiese llenar la tetera. Briony tenía muchas ganas de sentarse. No se sentaría hasta que la invitasen, y en modo alguno pensaba pedir permiso. Conque permaneció de pie junto a la pared, fingiendo que no se apoyaba en ella, y observó a su hermana. Lo sorprendente era la rapidez con que el alivio de que Robbie estuviera vivo había sido suplantado por el temor de encararse a él. Ahora que le había visto atravesar el cuarto, la otra posibilidad, la de que hubiese muerto, era descabellada, contra toda lógica. No habría tenido sentido. Miraba fijamente la espalda de su hermana moviéndose por la cocina diminuta. Briony quería decirle que era maravilloso que Robbie hubiese vuelto sano y salvo. Qué liberación. Pero qué banal hubiera sonado. Y no era ella quien debía decirlo. Temía a su hermana, y su desprecio.

Todavía con náuseas, y ahora acalorada, Briony apretó la mejilla contra la pared. No estaba más fresca que su cara. Se moría de ganas de beber un vaso de agua, pero no quería pedirle nada a su hermana. Enérgicamente, Cecilia acometía sus tareas, mezclando leche y agua con huevos batidos, y poniendo en la mesa un tarro de mermelada y tres platos y tazas. Briony lo advirtió, pero no le sirvió de consuelo. Únicamente agravaba el presagio de la reunión que se avecinaba. En aquella situación, ¿de verdad pensaba Cecilia que podían sentarse los tres juntos y comer con apetito unos huevos revueltos? ¿O se estaba calmando con todo aquel ajetreo? Briony aguzó el oído para captar pasos en el rellano, y sólo para distraerse probó a emplear un tono de conversación. Había visto la capa colgada en el envés de la puerta.

—Cecilia, ¿eres jefa de pabellón ahora?

—Sí.

Lo dijo con una superioridad tajante, que zanjaba el tema. Su profesión común no iba a representar un lazo. No había ninguno, y nada que hablar hasta que Robbie volviera.

Por fin oyó el chasquido del cerrojo en la puerta del baño. Robbie cruzó el rellano silbando. Briony se apartó más de la puerta hacia el rincón más oscuro del cuarto. Pero estaba en el campo de visión de Robbie cuando entró. Tenía la mano derecha medio levantada para estrechar la de ella, y con la izquierda libre se aprestaba a cerrar tras él la puerta. Si fue una reacción tardía no resultó teatral. En cuanto sus miradas se cruzaron, él dejó caer las manos a los costados y lanzó un pequeño suspiro entrecortado, al mismo tiempo que la miraba con dureza. Aunque intimidada, ella sintió que no podía apartar la vista. Olió el débil perfume de su jabón de afeitar. El sobresalto fue que estaba muy envejecido, sobre todo alrededor de los ojos. ¿Todo tenía que ser culpa de ella?, se preguntó tontamente. ¿No podía ser también culpa de la guerra?

—Así que eras tú —dijo él finalmente. Cerró la puerta con el pie. Cecilia se había puesto a su lado y él la miró.

Ella hizo un resumen exacto, pero aunque hubiera querido no habría podido contener su sarcasmo.

—Briony va a contar la verdad a todo el mundo. Antes quería verme a mí.

Él se volvió hacia Briony.

—¿Pensaste que yo podía estar aquí?

La preocupación inmediata de Briony era no llorar. En aquel momento, nada habría sido más humillante. Alivio, vergüenza, piedad por sí misma: no sabía lo que era, pero se aproximaba. La tersa ola ascendió, tensándole la garganta, y le impedía articular palabra, y luego, como ella se resistía, apretando los labios, cedió su empuje y ella se encontró a salvo. Retuvo las lágrimas, pero su voz era un mísero susurro.

—No sabía que estabas vivo.

Cecilia dijo:

—Si vamos a hablar, deberíamos sentarnos.

—No sé si puedo.

Robbie se dirigió impacientemente hacia la pared contigua, a una distancia de unos dos metros, y se recostó en ella, con los brazos cruzados, mirando por turnos a una y otra hermana. Casi de inmediato volvió a desplazarse por la habitación hasta la puerta del dormitorio, donde dio media vuelta para volver, se lo pensó mejor y se quedó donde estaba, con las manos en los bolsillos. Era un hombre corpulento, y el cuarto parecía que hubiese encogido. No paraba de moverse en aquel espacio cerrado, como si se ahogara. Sacó las manos de los bolsillos y se alisó el pelo de la nuca. Luego descansó las manos en las caderas. Después las dejó caer. Briony necesitó todo este tiempo, el de este movimiento, para comprender que estaba enfadado, muy enfadado, y ella apenas se había percatado de ello cuando él dijo:

—¿Qué haces aquí? No me hables de Surrey. Nadie te va a impedir que vayas. ¿A qué has venido aquí?

—Tenía que hablar con Cecilia.

—Oh, sí. ¿Y de qué?

—De aquello tan terrible que hice.

Cecilia se encaminaba hacia él.

—Robbie —susurró—. Cariño.

Le puso la mano en el brazo, pero él lo apartó.

—No sé por qué la has dejado entrar —dijo, y a Briony—: Voy a ser totalmente sincero contigo. Estoy dudando entre romperte aquí tu estúpido cuello o sacarte fuera y tirarte por la escalera.

De no haber sido por su reciente experiencia, Briony habría estado aterrada. A veces, en el pabellón, oía a los soldados echando pestes contra su impotencia. En el paroxismo de su pasión, era insensato razonar con ellos o tratar de sosegarlos. Tenían que expulsarlo, y era mejor quedarse escuchando. Sabía que incluso anunciar que se marchaba podía ser una provocación ahora. De modo que encaró a Robbie y aguardó el resto, su merecido. Pero no le tenía miedo, no físicamente.

Él no alzó la voz, aunque en ella vibraba el desprecio.

—¿Tienes la más ligera idea de cómo son las cosas allá dentro?

Ella se imaginó ventanucos altos en un pared lisa de ladrillo, y pensó que quizás sí se hacía una idea, a la manera en que la gente imaginaba los diversos tormentos del infierno. Negó con la cabeza, débilmente. Para recobrar la compostura procuró concentrarse en los detalles de la transformación de Robbie. La impresión de una mayor estatura se debía a su postura de plaza de armas. Ningún estudiante de Cambridge se hubiera mantenido tan tieso. Hasta distraído, Robbie echaba hacia atrás los hombros y tenía la barbilla en alto como un boxeador del viejo estilo.

—No, por supuesto que no. Y cuando estuve en la cárcel, ¿te alegrabas?

—No.

—Pero no hiciste nada.

Ella había pensado muchas veces en esta conversación, como una niña que se anticipa a una zurra. Ahora por fin se estaba produciendo, y era como si ella no estuviese presente del todo. Observaba desde lejos y estaba entumecida. Pero sabía que las palabras de Robbie le dolerían más tarde.

Cecilia había retrocedido. Puso de nuevo la mano en el brazo de Robbie. Había adelgazado, aunque parecía más fuerte, con una ferocidad de músculos magros y fibrosos. El se volvió a medias hacia ella.

—Recuerda —empezó a decir Cecilia, pero él la interrumpió.

—¿Crees que ataqué a tu prima?

—No.

—¿Lo creíste entonces?

Ella buscó las palabras.

—Sí, sí y no. No estaba segura.

—¿Y qué es lo que te ha hecho estar segura ahora?

Ella titubeó, a sabiendas de que al responder estaría presentando una forma de defensa, unos motivos, y de que eso quizás le enfureciese aún más.

—Los años.

Él le clavó la mirada, con los labios ligeramente separados. Había cambiado mucho en cinco años. La dureza de su mirada era nueva, y tenía los ojos más pequeños y estrechos, y en los rabillos había la firme impronta de las patas de gallo. Su cara era más delgada de lo que ella recordaba y tenía las mejillas hundidas, como un guerrero indio. Se había dejado un bigote de cepillo, al estilo militar. Era asombrosamente guapo, y a ella le asaltó el recuerdo, años atrás, cuando ella tenía unos diez u once, de la pasión que había sentido por él, un auténtico flechazo que había durado días. Después se lo confesó a Robbie en el jardín, una mañana, e inmediatamente se olvidó del asunto.

No se había equivocado en ser cautelosa. Robbie era presa de esa clase de cólera que se confunde con el estupor.

—Los años —repitió. Briony dio un respingo cuando él alzó la voz—. ¡Maldita sea! Tienes dieciocho años. ¿Cuántos necesitas todavía? Hay soldados que mueren a los dieciocho en el campo de batalla. Ya son lo bastante mayores para que los dejen morir en los caminos. ¿Sabías eso?

—Sí.

Era una patética fuente de consuelo que él no pudiese saber lo que ella había visto. Era extraño que, a pesar de su sentimiento de culpa, Briony sintiera la necesidad de oponerle resistencia. Si no lo hacía sería aniquilada.

Se limitó a asentir. No se atrevía a hablar. Al mencionar la muerte, a Robbie le había envuelto una oleada emocional que le arrastraba más allá de la ira, hasta un desconcierto y repugnancia extremos. Respiraba de un modo irregular y trabajoso, y cerraba y abría el puño derecho. Pero su mirada seguía clavada en Briony, con una expresión rígida y salvaje. Le brillaban los ojos, y tragó saliva con fuerza varias veces. Los músculos de la garganta se le tensaron formando nudos. Él también estaba combatiendo una emoción que no quería que nadie presenciase. Ella había aprendido lo poco que sabía, las minúsculas pizcas, casi inexistentes, que le salían al paso a una enfermera en prácticas, en la seguridad del pabellón y la cabecera de una cama. Sabía lo suficiente para advertir que a él se le estaban agolpando los recuerdos y que no podía nada contra ellos. No le permitirían hablar. Ella nunca sabría qué escenas suscitaban aquella conmoción. El dio un paso adelante y ella retrocedió, ya no tan segura de que fuese inofensivo: aunque no pudiese hablar, podía actuar. Otro paso más y su brazo vigoroso habría podido alcanzarla. Pero Cecilia se interpuso entre los dos. De espaldas a Briony, encaró a Robbie y le puso las manos en los hombros. El apartó la cara de la de ella.

—Mírame —murmuró Cecilia—. Robbie. Mírame.

Briony no vio la reacción de Robbie. Oyó su disconformidad o su negativa. Tal vez fue una obscenidad. Cuando Cecilia le sujetó más fuerte, él retorció todo el cuerpo para zafarse de ella, y pareció que luchaban cuando ella alargó el brazo y trató de acercar hacia ella la cabeza de Robbie. Pero él impulsó la cara hacia atrás, con los labios levantados y los dientes expuestos en una macabra parodia de sonrisa. Ahora ella le estaba sujetando firmemente las mejillas, y con un esfuerzo le obligó a girar la cara y se la atrajo hacia la suya. Por fin él la miró a los ojos, pero ella le seguía agarrando las mejillas. Le aproximó un poco más, forzándole a que la mirase, hasta que sus caras se juntaron y ella le besó en los labios leve, despaciosamente. Con una ternura que Briony recordaba de años antes, cuando se despertaba de noche, Cecilia dijo:

—Vuelve… Robbie, vuelve.

El asintió débilmente y aspiró profundamente un aire que liberó poco a poco, mientras ella aflojaba la presión y retiraba las manos de su cara. En el silencio, la habitación parecía hacerse todavía más pequeña. Robbie rodeó a Cecilia con los brazos, bajó la cabeza y la besó con un beso profundo, pausado, íntimo. Briony se dirigió en silencio hacia la ventana, en el otro extremo del cuarto. Bebió un vaso de agua del grifo de la cocina, mientras el beso se prolongaba, uniendo a la pareja en su soledad. Se sintió borrada, eliminada de la habitación, y sintió alivio.

Les dio la espalda y miró la hilera apacible de casas adosadas a la plena luz del sol, en el trayecto que ella había seguido desde High Street. Descubrió con asombro que no quería marcharse todavía, aunque la incomodase el largo beso y la posible continuación que presagiaba. Vio a una anciana que llevaba un grueso abrigo, a pesar del calor. Paseaba por la acera del fondo a un daschhund achacoso, de panza prominente, atado con una correa. Ahora Robbie y Cecilia hablaban en voz baja, y Briony, para respetar su intimidad, decidió seguir mirando por la ventana hasta que le dirigieran la palabra. Era relajante observar a la mujer desatando la cancilla, que cerró tras ella cuidadosamente, con una precisión quisquillosa, y ver que luego, a mitad de camino hasta su puerta, se agachaba con dificultad para arrancar un hierbajo del estrecho arriate que se extendía a lo largo del sendero de entrada. Mientras ella hacía esto, el perro anadeó hacia su ama y le lamió la muñeca. La anciana y el perro entraron en la casa y la calle quedó otra vez desierta. Un mirlo se posó en un seto de aligustre y, al no hallar un punto de apoyo conveniente, alzó el vuelo. La sombra de una nube atenuó la luz, rápidamente, y pasó de largo. Podía ser una tarde cualquiera de sábado. No había signos visibles de guerra en aquella calle de las afueras. A lo sumo una vislumbre de postigos del oscurecimiento en una ventana del otro lado de la acera y el Ford 8 asentado sobre unos ladrillos.

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