Authors: Ian McEwan
—¿Sí?
—No para de hablar de usted. Cree que deberíamos casarnos en verano.
Ella le sostuvo la mirada. Ahora sabía por qué la habían mandado. A él le costaba tragar, y se le formaban gotas de sudor en la frente, a lo largo del borde de la venda y a lo largo del labio superior. Se las enjugó, y estaba a punto de ir a buscarle agua cuando él dijo:
—¿Me quiere?
Ella titubeó.
—Sí.
No había otra respuesta posible. Además, en aquel momento, era cierto. Era un chico encantador que estaba muy lejos de su casa y a punto de morir.
Le dio un poco de agua. Mientras le estaba limpiando la cara de nuevo, Luc dijo:
—¿Ha estado alguna vez en Causse de Larzac?
—No. Nunca he estado allí.
Pero él no se ofreció a llevarla. Ladeó la cabeza hacia la almohada y poco después estaba musitando un delirio ininteligible. Mantenía la presión sobre la mano de Briony, como si fuese consciente de su presencia.
Cuando recobró la lucidez, volvió la cabeza hacia ella.
—No se marche todavía.
—Claro que no. Me quedaré con usted.
—Tallis…
Sin dejar de sonreír, Luc había cerrado los ojos. De repente, se incorporó con una sacudida, como si le hubiesen aplicado una corriente eléctrica en los miembros. Miró a Briony con sorpresa, con los labios separados. Luego se dobló hacia delante, como si se abalanzara sobre ella. Ella se levantó de un salto para impedir que se desplomara hacia el suelo. Luc no le había soltado la mano, y con el brazo libre le rodeaba el cuello. Apretaba la frente contra el hombro de Briony, y la mejilla contra su mejilla. Ella temió que la toalla estéril se le desprendiera de la cabeza. Pensó que no soportaría su peso y que tampoco aguantaría ver otra vez la herida. El carraspeo en el fondo de la garganta de Luc resonaba en sus oídos. Tambaleándose, le ayudó a tenderse en la cama y a posar la cabeza en las almohadas.
—Me llamo Briony —dijo, de forma que sólo él lo oyera.
En sus ojos abiertos de par en par había una expresión de asombro, y su tez cerúlea relucía bajo la luz eléctrica. Ella se acercó y le aproximó los labios a la oreja. Detrás de ella había alguien, y luego una mano se posó en su hombro.
—No me llamo Tallis. Soy Briony —susurró, cuando la mano se extendió para tocar la suya y le soltó los dedos enlazados con los del chico.
—Levántese, enfermera Tallis.
Sor Drummond la agarró del codo y la ayudó a incorporarse. Las mejillas de la monja brillaban, y su piel pasaba bruscamente del rosa al blanco a lo largo de los pómulos.
Al otro lado de la cama, una enfermera cubrió con la sábana la cara de Luc Cornet.
Frunciendo los labios, la hermana enderezó el cuello de Briony.
—Es una buena chica. Ahora vaya a lavarse la sangre de la cara. No hay que sobresaltar a los demás pacientes.
Ella hizo lo que le decía y fue a los lavabos y se lavó la cara con agua fría, y minutos después volvió a sus tareas en el pabellón.
A las cuatro y media de la mañana, a las enfermeras en prácticas les ordenaron que se fuesen a dormir a sus cuartos y les dijeron que se presentaran a las once. Briony se fue con Fiona. Ninguna de las dos habló, y cuando enlazaron los brazos pareció que estaban reanudando, al cabo de una vida entera de experiencia, su paseo por el puente de Westminster. No habrían podido empezar a contarse el tiempo que habían pasado en los pabellones, o cómo esas horas las habían transformado. Era suficiente poder caminar, detrás de las otras chicas, por los pasillos vacíos.
Cuando se hubieron deseado buenas noches Briony entró en su cuarto minúsculo y encontró una carta en el suelo. La letra del sobre era desconocida. Una de las chicas debía de haberla recogido en la garita del portero y la habría deslizado debajo de la puerta. En lugar de abrirla enseguida, se desvistió y se preparó para dormir. Se sentó en la cama, en camisón y con la carta en el regazo, y pensó en el chico. El rincón de cielo que se veía por su ventana era ya blanco. Todavía oía su voz, la manera en que pronunciaba «Tallis» y lo transformaba en un nombre de chica. Se imaginó el futuro inaccesible: la panadería en una calle estrecha y sombreada que hervía de gatos flacuchos, la música de piano desde una ventana del piso de arriba, sus cuñadas risueñas que le tomaban el pelo por su acento, y la avidez con que la amaba Luc Córner. Le habría gustado llorar por él, y también por su familia de Millau, que estaría esperando noticias de su hijo. Pero no sentía nada. Estaba vacía. Permaneció sentada durante casi media hora, aturdida, y por fin, exhausta pero todavía sin sueño, se ató el pelo moreno con la cinta que siempre usaba, se metió en la cama y abrió la carta.
Querida señorita Tallis:
Gracias por enviarnos
Dos figuras junto a una fuente
y, por favor, acepte nuestras disculpas por haber tardado tanto en contestarle. Como sin duda sabe, no tenemos por costumbre publicar relatos cortos de un escritor desconocido ni, a decir verdad, de uno consagrado. Sin embargo, lo hemos leído con la idea de seleccionar algún fragmento. Por desgracia, no podemos hacerlo. Le devuelvo el manuscrito en un sobre aparte.
Dicho esto (y a sabiendas, en principio, de que no debíamos hacerlo, pues hay muchas cosas que hacer en esta oficina), empezamos a leer su texto con sumo interés. Aunque no podemos ofrecerle la publicación de ninguna parte del relato, pensamos que debe usted saber que en esta redacción hay otras personas, además de mí mismo, que leeríamos con interés lo que usted pudiera escribir en el futuro. No nos satisface el promedio de edad de nuestros colaboradores y estamos ansiosos de publicar a jóvenes prometedores. Nos gustaría ver su trabajo, en especial si piensa escribir algunos cuentos cortos.
Dos figuras junto a una fuente
nos pareció lo bastante fascinante para leerlo con profunda atención. No lo digo a la ligera. Rechazamos muchos textos, incluso de autores de renombre. Hay algunas imágenes buenas —me gustó «la hierba larga acechaba junto al amarillo leonado del pleno verano»—, y apresa usted una secuencia de pensamiento y luego lo representa con diferencias sutiles, con el fin de intentar caracterizaciones. Capta algo singular e inexplicado. No obstante, nos preguntamos si esto no es quizás en exceso tributario de las técnicas de Virginia Woolf. El cristalino instante presente es, por supuesto, un asunto digno por sí mismo, sobre todo para la poesía; permite a un escritor mostrar sus dotes, ahondar en los misterios de percepción, ofrecer una versión estilizada de los procesos mentales, explorar las rarezas y la naturaleza imprevisible del ego personal, etc.
¿Quién duda del valor de esta experimentación? Sin embargo, una escritura así puede convertirse en preciosista cuando no produce una sensación de avance. Dicho a la inversa, nuestra atención se habría mantenido tanto más despierta si hubiese habido un flujo subyacente de simple narrativa. Hace falta desarrollo.
Así por ejemplo, está bellamente descrita la fundamental incomprensión que de la situación tiene la niña que está en la ventana, y cuya crónica es la primera que leemos. También lo está la determinación que ella toma, y el sentimiento de iniciación en los misterios de los adultos. Sorprendemos a esta chica en el despertar de su propio ser. Nos intriga su resolución de abandonar los cuentos de hadas y los cuentos populares caseros y las obras de teatro que ha estado escribiendo (sería mucho mejor que conociéramos alguno de ellos), pero quizás haya arrojado al bebé de la técnica narrativa junto con el agua de la ficción popular. A pesar del buen ritmo de escritura y de ciertas felices observaciones, no sucede mucho más después de un comienzo tan prometedor. Un joven y una joven que se encuentran junto a una fuente, claramente unidos por no pocos sentimientos sin resolver entre ellos, se disputan un jarrón Ming y lo rompen. (Más de uno de nosotros pensó que un jarrón Ming sería demasiado valioso para sacarlo al aire libre. ¿No sería más apropiado un jarrón de Sévres o un Nymphenburg?) La mujer se introduce en la fuente totalmente vestida para recuperar las piezas. ¿No le parece mejor que la niña que presencia la escena no sepa que en realidad el jarrón se ha roto? Así sería mucho más misterioso para ella que la mujer se sumerja en el agua. Cantidad de cosas podrían emanar del material que posee, pero dedica veintenas de páginas a la calidad de la luz y la sombra, y a impresiones fortuitas. Luego vemos las cosas desde el punto de vista del hombre, después tal como las ve la mujer…, aunque a decir verdad aprendemos muy poca cosa nueva. Sólo algo más sobre la apariencia y la textura de las cosas, y algunos recuerdos extemporáneos. El hombre y la mujer se separan, dejan un reguero de humedad en el suelo que se evapora rápidamente… y hemos llegado al final. Esta cualidad estática no realza como debería el evidente talento de la autora.
Que la niña haya comprendido plenamente o haya observado con tanta perplejidad la extraña y breve escena que se ha desarrollado ante sus ojos, ¿de que modo afectaría a la vida de los adultos? ¿Que la niña se interponga entre ellos de algún modo desastroso? ¿O uniéndoles más, ya sea sin querer o adrede? ¿Les delatará, acaso, de una manera inocente, por ejemplo, ante los padres de la joven? Ellos sin duda no aprobarían un enredo amoroso entre su hija primogénita y el hijo de la asistenta. ¿Tal vez la joven pareja utilizará a la niña como mensajera?
En otras palabras, en lugar de demorarse tanto tiempo en las percepciones de cada uno de los tres protagonistas, ¿no sería posible presentarlos con mayor economía de medios, sin por ello renunciar a una parte de esa escritura exuberante sobre la luz, la piedra y el agua que usted hace tan bien, para después crear cierta tensión, infundir al propio relato alguna luz y sombra? Puede que sus lectores más refinados campen a sus anchas por entre las teorías más recientes de Bergson sobre la consciencia, pero estoy seguro de que conservan un deseo infantil de que les cuenten una historia, de que les mantengan en suspenso y de saber lo que ocurre. Dicho sea de paso, a juzgar por su descripción, el Bernini al que usted alude es el que está en la Piazza Barberini, no en la Piazza Navona.
Por decirlo simplemente, necesita la espina dorsal de una historia. Puede que le interese saber que una de sus ávidas lectoras ha sido Elizabeth Bowen. Recogió las resmas mecanografiadas en un momento de ocio en que pasaba por esta oficina cuando se dirigía a almorzar, pidió que le permitieran llevárselas a su casa y las acabó de leer la misma tarde. Al principio consideró que la prosa era «sobreabundante, empalagosa», aunque compensada por «reminiscencias de
Dusty Answer
» (cosa que a mí jamás se me hubiera ocurrido). Luego el texto la «enganchó un rato» y finalmente nos pasó algunas notas que están, por así decirlo, entremezcladas con lo que antecede. Puede que usted esté muy satisfecha con sus páginas tal como se encuentran, puede que nuestras reservas le inspiren una rabia desdeñosa o una desesperación tal que no quiera volver a poner en ellas la mirada. Sinceramente esperamos que no sea así. Nuestro deseo es que tome nuestros comentarios —que formulamos con sincero entusiasmo— como una guía para una nueva versión.
Su carta de presentación era admirablemente reticente, pero daba a entender que en el presente no dispone casi de tiempo libre. Si esta circunstancia cambiara y usted pudiera pasarse por aquí, estaríamos más que contentos de ofrecerle un vaso de vino y de hablar más de todo esto. Confiamos en que no se desaliente. Quizás le ayude saber que nuestras cartas de rechazo no suelen contener más de tres frases.
Se disculpa usted, de pasada, por no escribir sobre la guerra. Le enviaremos un ejemplar de nuestro último número, con un editorial que hace al caso. Como verá, no creemos que los artistas tengan la obligación de adoptar una actitud cualquiera ante la guerra. En realidad, tienen razón y hacen bien en no prestarle atención y en consagrarse a otros temas. Puesto que los artistas son políticamente impotentes, tienen que aprovechar este tiempo para desarrollar estratos emocionales más profundos. Su tarea, su tarea bélica, consiste en cultivar su talento, y en seguir el rumbo que le exija. La guerra, como hemos dicho, es enemiga de la actividad creativa.
Su dirección sugiere que quizás sea usted médico o que sufre una larga enfermedad. En este último caso, permítanos desearle una recuperación rápida y completa.
Por último, una persona de nuestra redacción se pregunta si no tendrá usted una hermana mayor que estudió en Girton hace seis o siete años.
Atentamente,
CC
En los días que siguieron, el retorno a un estricto sistema de turnos disipó la sensación de intemporalidad flotante de aquellas primeras veinticuatro horas. Se consideraba afortunada por tener turnos de día, de las siete hasta las ocho, con media hora para las comidas. Cuando sonaba el despertador, a las cinco y cuarenta y cinco, emergía de un blando pozo de extenuación, y en los varios segundos en tierra de nadie que mediaban entre el sueño y la plena vigilia, era consciente de que se avecinaba una emoción, un placer o un cambio trascendental. Era como despertar el día de Navidad cuando era niña: la emoción somnolienta, antes de recordar su causa. Con los ojos todavía cerrados contra la luz brillante de la mañana, buscó a tientas el botón del reloj, volvió a hundirse en la almohada y entonces lo recordó. Exactamente lo contrario de la Navidad. Lo contrario a todo. Los alemanes estaban a punto de invadirles. Todo el mundo dijo que era así, desde los porteros que estaban formando su propia unidad de voluntarios para la defensa del hospital local, hasta el propio Churchill, que pintó una imagen del país sojuzgado y famélico, en el que sólo la Royal Navy seguía en libertad. Briony sabía que sería espantoso, que habría combates cuerpo a cuerpo en las calles y linchamientos públicos, una caída en la esclavitud y la destrucción de todas las cosas decentes. Pero cuando se sentó en el borde de la cama arrugada y todavía caliente y se puso los calcetines, no pudo impedir ni negar su horrible exaltación. Como repetía todo el mundo, el país ahora estaba solo, y era mejor que lo estuviera.
Todo parecía ya distinto: el estampado de la flor de lis en su neceser, el marco de yeso resquebrajado del espejo, el reflejo de su cara mientras se peinaba: todo parecía más brillante, iluminado por un foco más intenso. El pomo, cuando lo giró, parecía en su mano llamativamente frío y duro. Cuando salió al pasillo y oyó pesados pasos lejanos en la escalera, pensó en botas alemanas y el estómago le dio un vuelco. Antes del desayuno dispuso de un par de minutos para un paseo sola por la orilla del río. Incluso a aquella hora, bajo un cielo despejado, había una chispa despiadada en la frescura fluvial conforme sobrepasaba el hospital. ¿Sería en verdad posible que los alemanes se apoderasen del Támesis?