Expiación (39 page)

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Authors: Ian McEwan

BOOK: Expiación
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Los pensamientos de Briony seguían concentrados en sus temas. Tal vez Londres fuese asfixiado por gas venenoso, o invadido por paracaidistas alemanes, apoyados en tierra por quintacolumnistas, antes de que pudiese celebrarse la boda de Lola. Briony había oído decir a un portero sabelotodo, con un tono de aparente satisfacción, que ahora nada podía detener al ejército alemán. Disponían de las tácticas modernas y nosotros no, se habían modernizado y nosotros no. Los generales tendrían que haber leído el libro de Liddell Hart, o haber ido a la garita del hospital para escuchar atentamente al portero durante la pausa del té.

A su lado, Fiona hablaba de su adorado hermano pequeño y de algo inteligente que había dicho en la comida, y Briony fingía que la escuchaba mientras pensaba en Robbie. Si había combatido en Francia, quizás ya le hubiesen capturado. O algo peor. ¿Cómo sobreviviría Cecilia a esta noticia? Mientras la música, amenizada por disonancias que no estaban en la partitura, alcanzaba un apogeo estentóreo, se agarró a los costados de madera de la silla y cerró los ojos. Si algo le ocurriese a Robbie, si Cecilia y él nunca llegaran a reunirse… Su tormento secreto y la agitación pública de la guerra siempre le habían parecido mundos separados, pero ahora comprendió que la guerra podría agravar su crimen. La única solución concebible sería que el pasado nunca hubiese acontecido. Si Robbie no regresaba… Ansió poseer el pasado de otra persona, ser otra persona, como la efusiva Fiona, cuya vida sin mácula se extendía ante ella, y cuya cariñosa familia aumentaba, y cuyos perros y gatos tenían nombres latinos, y cuya casa era un famoso lugar de reunión de los círculos de artistas de Chelsea. Fiona no tenía otra cosa que hacer que vivir su vida, seguir su camino y descubrir lo que le deparaba. A Briony, por el contrario, le parecía que habría de vivir su vida en una habitación sin puertas.

—Briony, ¿estás bien?

—¿Qué? Sí, por supuesto. Estoy bien, gracias.

—No te creo. ¿Quieres que te traiga un poco de agua?

Mientras arreciaban los aplausos —a nadie parecía importarle lo mala que era la banda—, observó cómo Fiona atravesaba el césped, pasaba por delante de los músicos y del hombre de abrigo marrón que alquilaba tumbonas y llegaba al pequeño café entre los árboles. El Ejército de Salvación atacaba ahora
Bye, Bye Blackbird
, un tema mucho más accesible para ellos. La gente sentada en las tumbonas empezaba a corearles, y algunos seguían el compás dando palmadas. Los acompañamientos colectivos tenían un cierto poder de coacción —el modo en que unos desconocidos cruzaban miradas a medida que sus voces se elevaban— al que ella estaba decidida a resistirse. No obstante, le alegró el ánimo, y cuando Fiona volvió con una taza de té llena de agua, y la banda inició un popurrí de antiguos temas populares, empezando por
It's a Long Way to Tipperary
, se pusieron a hablar del trabajo. Fiona arrastró a Briony hacia el cotilleo: sobre qué profesionales les gustaban y los que las irritaban, sobre sor Drummond, cuya voz Fiona sabía imitar, y la jefa de enfermeras, que era casi tan grandiosa y distante como un médico. Recordaron las excentricidades de diversos pacientes y se confesaron mutuamente quejas —a Fiona le indignaba que no le permitieran colocar cosas en la repisa del alféizar, y Briony detestaba que apagasen las luces a las once en punto—, pero lo hicieron con un júbilo cohibido y con una dosis tan creciente de risas que algunas cabezas empezaron a volverse hacia ellas y y la gente se apresuró a llevarse un dedo a la boca en una teatral invitación al silencio. Pero eran gestos serios sólo a medias, y casi todos los que se volvían sonreían indulgentes desde sus asientos, pues había algo en las dos enfermeras —en tiempo de guerra—, con sus uniformes púrpuras y blancos, sus capas azul oscuro y sus gorros inmaculados, que las hacía tan irreprochables como monjas. Las chicas intuyeron su propia inmunidad y sus risas, cada vez más sonoras, se convirtieron en cloqueos de hilaridad y de burla. Fiona resultó ser buena para la mímica, y a pesar de su alegría había en su humor un deje cruel que a Briony le gustaba. Fiona hacía su propia versión del
cockney
del barrio de Lambeth, y con una exageración despiadada captaba la ignorancia de algunas pacientes y el gemido suplicante de su voz. Es mi corazón, enfermera. Siempre lo he tenido donde no debe. A mi madre le pasaba lo mismo. ¿Es verdad que los bebés salen por el trasero, enfermera? Pues no sé cómo se las va a apañar el mío, porque siempre estoy atascada. He tenido seis crios, y un día voy y me dejo a uno en un autobús, el ochenta y ocho que viene de Brixton. Para mí que me lo dejé en el asiento. No le he vuelto a ver el pelo, enfermera. Un disgusto de muerte. Me harté de llorar.

Cuando caminaban de regreso hacia la plaza del Parlamento, a Briony le daba vueltas la cabeza y, de tanto reírse, le flaqueaban todavía las rodillas. Le asombró lo rápido que cambiaba de ánimo. Sus preocupaciones no se disipaban, pero retrocedían, con su poder emocional transitoriamente agotado. Cruzaron el puente de Westminster cogidas del brazo. La marea estaba baja, y bajo una luz tan fuerte había un brillo púrpura en las orillas de limo, donde miles de lombrices arrojaban diminutas sombras afiladas. Cuando Briony y Fiona doblaron a la derecha para enfilar Lambeth Palace Road, vieron una fila de camiones militares aparcados delante de la entrada principal. Las chicas rezongaron de buen humor ante la perspectiva de que llegaran más suministros que desembalar y almacenar.

Después vieron las ambulancias entre los camiones, y al acercarse más vieron las camillas, cantidades de camillas, depositadas sin orden ni concierto en el suelo, y un montón de sucios trajes de campaña verdes y de vendajes manchados. Había también grupos de soldados, aturdidos e inmóviles, y también vendados, como los hombres que yacían en el suelo envueltos en vendas sucias. Un ordenanza recogía fusiles de la trasera de un camión. Dos docenas de camilleros, enfermeras y médicos deambulaban entre la gente. Habían sacado a la entrada del hospital cinco o seis carritos claramente insuficientes. Durante un momento, Briony y Fiona se pararon a mirar' y a continuación, simultáneamente, echaron a correr.

En menos de un minuto estaban entre los hombres. El aire fresco de la primavera no eliminaba el hedor a aceite de motores y a heridas purulentas. Los soldados tenían la cara y las manos negras, con la barba de días y el pelo moreno apelmazado, y con las etiquetas que les habían atado en los puestos donde recibían a las bajas, todos parecían idénticos, una raza primitiva de hombres oriundos de un mundo terrible. Los que estaban de pie parecían dormidos. Del hospital salían más enfermeras y médicos. Un médico jefe había asumido el mando y se había organizado un tosco sistema de clasificación. Estaban subiendo a los carritos a algunos de los casos urgentes. Por primera vez en todo su período de formación, Briony se vio interpelada por un médico, un jefe de ingresos al que nunca había visto.

—Usted, coja el extremo de esta camilla.

El médico levantó el otro extremo. Ella nunca había transportado una camilla y le sorprendió lo mucho que pesaba. Cuando ya habían franqueado la entrada y recorrido diez metros del pasillo, supo que su muñeca izquierda no lo aguantaría. Estaba en el lado de los pies. El soldado tenía galones de sargento. No llevaba botas y sus dedos azulados apestaban. Tenía la cabeza envuelta en una venda empapada de color carmesí y negro. Su traje de campaña estaba destrozado por una herida a la altura del muslo. Briony creyó ver la blanca protuberancia del hueso. Cada paso que daban provocaba dolor al herido. Tenía los ojos firmemente cerrados, pero abría y cerraba la boca en un gesto de sufrimiento silencioso. Si a Briony le fallaba la mano izquierda, sin duda se volcaría la camilla. Sus dedos ya estaban aflojando cuando llegaron al ascensor, entraron y posaron la camilla. Mientras ascendían lentamente, el médico tomó el pulso del soldado e inhaló por la nariz una profunda bocanada de aire. Se había olvidado de la presencia de Briony. Cuando el segundo piso descendía ante sus ojos, ella pensó únicamente en los treinta metros de pasillo que había hasta el pabellón, y en si lograría recorrerlos. Era su deber decirle al médico que no podía hacerlo. Pero él le daba la espalda cuando abrió de par en par las puertas del ascensor y le dijo que cogiera el otro extremo. Deseó tener más fuerza en el brazo izquierdo, y deseó que el doctor fuera más deprisa. No soportaría la deshonra si fallaba. El hombre de cara negra abría y cerraba la boca, en una especie de acción masticatoria. Tenía la lengua cubierta de puntos blancos. Su nuez negra subía y bajaba, y ella se obligó a mirarla. Giraron hacia el pabellón y ella tuvo la suerte de que hubiera una cama de emergencia libre al lado de la puerta. Los dedos ya le resbalaban. Les estaban esperando una monja y una enfermera cualificada. Cuando maniobraban con la camilla para ponerla paralela a la cama, los dedos de Briony se le aflojaron, perdió el control y levantó la rodilla izquierda a tiempo de soportar el peso. El mango de madera chocó contra su pierna. La camilla se bamboleó, y fue la monja la que se inclinó para enderezarla. El sargento herido exhaló entre los labios un soplido de incredulidad, como si nunca hubiese imaginado que el dolor pudiera ser tan intenso.

—Por el amor de Dios, chica —murmuró el médico. Depositaron con suavidad al paciente en el lecho.

Briony aguardó para saber si la necesitaban. Pero ahora los tres estaban atareados y no le prestaban la menor atención. La enfermera estaba retirando la venda de la cabeza, y la monja estaba cortando los pantalones del soldado. El médico se hizo a un lado para estudiar a la luz las notas garabateadas en la etiqueta que había arrancado de la camisa del herido. Briony carraspeó suavemente y la monja se volvió y mostró su desagrado al verla todavía allí.

—No se quede ahí parada, enfermera Tallis. Vaya abajo a ayudar.

Ella se alejó humillada, y notó que una sensación hueca se le esparcía por el estómago. En el preciso momento en que la guerra llegaba a su vida, en el primer momento de tensión, había fallado. Si tenía que transportar otra camilla, no llegaría ni a la mitad del camino hasta el ascensor. Pero si se lo pedían no se atrevería a negarse. Si se le caía su lado de la camilla, lisa y llanamente se marcharía, recogería las cosas de su cuarto, haría la maleta y se iría a Escocia a trabajar de labriega. Eso sería lo mejor para todos. Cuando corría por el pasillo de la planta baja, se topó con Fiona que venía en dirección opuesta, delante de una camilla. Era más fuerte que Briony. La cara del hombre al que ayudaba a transportar estaba totalmente tapada por vendas, salvo un oscuro agujero oval en el lugar de la boca. Las miradas de ambas se cruzaron y se transmitieron algo, conmoción o vergüenza por haber estado riéndose en el parque mientras en el hospital acontecía aquello.

Briony salió a la calle y vio con alivio que estaban descargando las últimas camillas sobre carritos adicionales, y a camilleros que los empujaban. Había una docena de enfermeras cualificadas colocadas a un lado, con sus respectivas maletas. Reconoció a algunas de su pabellón. No había tiempo de preguntarles adonde las enviaban. Algo aún peor estaba sucediendo en algún otro sitio. La prioridad ahora eran los heridos capaces de caminar. Todavía quedaban más de doscientos. Una monja le dijo que condujera a quince hombres al pabellón Beatrice. La siguieron en fila india por el pasillo, como niños alineados en una escuela. Algunos tenían el brazo en cabestrillo, otros heridas en la cabeza o el pecho. Tres hombres caminaban con muletas. Ninguno habló. Había un atasco alrededor de los ascensores debido a los carros que esperaban para llegar a los quirófanos del sótano, y otros que seguían intentando subir a los pabellones. Encontró un hueco para que se sentaran los hombres con muletas, les dijo que no se movieran y condujo a los demás escaleras arriba. El avance era lento y hacían un alto en cada rellano.

—Ya falta poco —repetía, pero ellos no parecían advertir su existencia.

Cuando llegaron al pabellón, el protocolo exigía que informase a la monja. No estaba en su despacho. Briony se volvió hacia su rebaño, que estaba agolpado detrás de ella. No la miraron. Miraban más allá de ella, hacia el grandioso espacio Victoriano del pabellón, las columnas majestuosas, las palmeras en tiestos, las camas pulcramente ordenadas y las sábanas puras, desdobladas.

—Esperen aquí —dijo ella—. La hermana les buscará una cama.

Caminó con paso rápido hasta el rincón alejado donde la monja y dos enfermeras atendían a un paciente. Unos pasos se arrastraban detrás de Briony. Los soldados la seguían a través del pabellón.

Horrorizada, agitó las manos hacia ellos.

—Vuelvan, por favor, vuelvan a su sitio y esperen.

Pero ahora se estaban dispersando por el pabellón. Cada hombre había visto la cama que le correspondía. Sin que se las hubieran asignado, sin quitarse las botas, sin baños ni despiojes ni pijamas de hospital, se estaban subiendo a las camas. Recostaron en las almohadas su pelo sucio y sus caras negras. La hermana se acercaba a paso vivo desde el fondo del pabellón, y sus tacones resonaban en el venerable espacio. Briony se acercó a una cama y tiró de la manga de un soldado tendido boca arriba, acunando el brazo que se había desprendido del cabestrillo. Al estirar las piernas dejó una mancha de aceite encima de la manta. La culpa era de Briony.

—Tiene que levantarse —dijo, cuando la hermana ya estaba a su lado. Y añadió débilmente—: Hay unas normas.

—Estos hombres necesitan dormir. Las normas son para más tarde. —La voz era irlandesa. La hermana puso una mano en el hombro de Briony y la volvió para poder leer su nombre en la placa—. Ahora vuelva a su pabellón, enfermera Tallis. Me parece que la necesitarán allí.

Con un empujón levísimo, Briony fue despachada a sus tareas. El pabellón podía prescindir de ordenancistas como ella. Los hombres de alrededor ya estaban dormidos, y ella se había vuelto a comportar como una idiota. Por supuesto que tenían que dormir. Ella sólo había querido hacer lo que creía que se esperaba de ella. Las normas, en definitiva, no las había inventado ella. Se las habían inculcado en aquellos meses anteriores, los miles de detalles referentes a un nuevo ingreso. ¿Cómo iba a saber ella que en la práctica no significaban nada? Estos pensamientos indignantes la atribularon casi hasta que llegó a su pabellón, donde se acordó de los hombres con muletas que esperaban abajo a que les subieran en el ascensor. Bajó corriendo las escaleras. El hueco estaba desierto, y no había rastro de ellos en los pasillos. No quería poner su ineptitud de manifiesto preguntando entre monjas o camilleros. Alguien debía de haber congregado arriba a los heridos. En los días que siguieron, no volvió a verles.

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