Authors: Ian McEwan
El frescor incipiente y la exuberancia de principios de verano no eran ciertamente los causantes de que fuese tan claro todo lo que ella veía o tocaba u oía: era la conciencia inflamada de una conclusión inminente, de sucesos que convergían hacia un punto final. Briony intuía que aquellos eran los últimos días, y que brillarían en la memoria de un modo especial. Aquel fulgor, aquel largo hechizo de los días soleados, era la última tentativa de la historia antes de que comenzase otra extensión de tiempo. Las tareas de primera hora de la mañana, temprano, el cuarto de enjuagues, la grata ronda del té, el cambio de vendas y el contacto renovado con todo el daño irreparable no atenuaban esta percepción acentuada. Condicionaban todo lo que hacía y eran un continuo telón de fondo. Y conferían una urgencia a todos sus proyectos. Sentía que no tenía mucho tiempo. Si se retrasaba, pensaba, los alemanes podían llegar y quizás no tuviera otra oportunidad.
Todos los días llegaban casos nuevos, pero ya no en tropel. El sistema sanitario empezaba a funcionar, y había camas para todos los nuevos. Los casos quirúrgicos los preparaban para los quirófanos del sótano. Después, la mayoría de los pacientes eran trasladados para la convalecencia a hospitales de la periferia. El índice de mortandad era elevado, pero ya no era un drama para las enfermeras en prácticas, sino algo rutinario: las cortinas corridas alrededor del murmullo del sacerdote en la cabecera del lecho, las sábanas alzadas, los camilleros que acudían, la cama deshecha y otra vez vuelta a hacer. Qué rápido se superponían los muertos unos a otros, de modo que la cara del sargento Mooney se convertía en la del soldado Lowell, y ambos intercambiaban sus heridas mortales con las de otros hombres cuyos nombres ya no recordaban.
Ahora que Francia había caído, se suponía que el bombardeo de Londres, el debilitamiento, empezaría enseguida. Nadie se quedaría en la ciudad innecesariamente. Reforzaron con más sacos de arena las ventanas de las plantas bajas, y los constructores civiles subieron a los tejados para comprobar la solidez de las chimeneas y las claraboyas. Hubo varios simulacros de evacuación de los pabellones, con muchos gritos severos y pitidos de silbato. Hubo también simulacros de incendios, y afluencia a los puntos de reunión, y colocación de máscaras de gas a pacientes impedidos o inconscientes. A las enfermeras se les recordó que primero se pusieran las suyas. Ya no estaban aterradas por sor Drummond. Ahora que estaban curtidas ya no les hablaba como a colegialas. Impartía sus instrucciones con un tono frío, profesional y neutro, y ellas se sentían halagadas. En aquel nuevo ambiente, a Briony le resultaba relativamente fácil trocar el día libre con Fiona, que generosamente le cambiaba el sábado por un lunes.
Debido a una pifia administrativa, a algunos soldados se les dejaba convalecer en el hospital. En cuanto el sueño les había repuesto de la extenuación, se habían acostumbrado a un régimen regular de comidas y habían recuperado un poco de peso, se mostraban agrios o huraños, incluso los que no padecían una invalidez permanente. Casi todos eran soldados de infantería. Fumaban tumbados en la cama, mirando en silencio al techo y rumiando sus recuerdos recientes. O se reunían para hablar en grupos soliviantados. Estaban asqueados de sí mismos. Algunos le dijeron a Briony que nunca habían disparado un tiro. Pero casi todos estaban furiosos con los «mandamases» y con sus propios oficiales por haberles abandonado durante la retirada, y con los franceses por haberse desplomado sin presentar batalla. Les amargaban las celebraciones que hacía la prensa de la milagrosa evacuación y el heroísmo de las pequeñas embarcaciones privadas.
—Un puto caos —les oía murmurar ella—. Puta RAF.
Algunos hombres eran incluso hostiles y no colaboraban con la medicación, tras haber conseguido eliminar distinciones entre los generales y las enfermeras. Ambos representaban para ellos una autoridad sin sentido. Hizo falta una visita de sor Drummond para que entraran en razón.
A las ocho de la mañana del sábado, Briony salió del hospital sin desayunar y caminó río arriba, con el río a su derecha. Pasaron tres autobuses cuando recorría las verjas de Lambeth Palace. Todos los rótulos que indicaban el destino estaban ahora en blanco. Para confundir al invasor. No tenía importancia, porque ella ya había decidido ir andando. No la ayudaba haber memorizado algunos nombres de calles. Todas las señales habían sido retiradas o tapadas. Tenía la vaga idea de que debía seguir el río unos tres kilómetros y luego doblar a la izquierda, donde debía de estar el sur. Casi todos los planos y mapas de la ciudad habían sido incautados por orden gubernativa. Al final ella se había agenciado un mapa prestado de itinerarios de autobús, que databa de 1926 y estaba hecho trizas. Estaba rasgado por la línea de los pliegues, justo donde figuraba el recorrido que ella se proponía hacer. Abrir el mapa era arriesgarse a desmigajarlo. Y le ponía nerviosa la impresión que daría. En el periódico había historias sobre paracaidistas alemanes disfrazados de enfermeras y de monjas, que se desperdigaban por las ciudades y se infiltraban entre la población. Se les identificaba por los mapas que consultaban a veces y, al hablar con ellos, por la excesiva perfección de su inglés y su ignorancia respecto a canciones infantiles corrientes. Una vez se le metió esto en la cabeza, Briony no pudo dejar de pensar que debía de tener un aspecto muy sospechoso. Había creído que su uniforme la protegería mientras cruzaba territorio desconocido. Pero en realidad parecía una espía.
Caminando a contracorriente del tráfico matutino, le volvieron a la memoria las canciones infantiles que recordaba. Muy pocas habría sabido recitarlas enteras. Delante de ella, un lechero se había apeado de su carro para apretar las cinchas de su caballo. Cuando ella se acercó, le estaba cuchicheando algo al animal. Parada detrás del hombre, y carraspeando educadamente, le asaltó un recuerdo del viejo Hardman y su carruaje. Quien tuviese ahora, pongamos, setenta años, habría tenido la edad de Briony en 1888. Era todavía la era del caballo, al menos en las calles, y los viejos no se resignaban a considerarla acabada.
Preguntó el camino y el lechero se mostró bastante amable y le dio largas e imprecisas indicaciones del trayecto. Era un tipo corpulento, con una barba blanca manchada de tabaco. Sufría un problema de adenoides que le atrepellaba las palabras y producía un zumbido a través de los orificios nasales. Con un gesto de la mano dirigió a Briony hacia una calle que se bifurcaba a la izquierda, por debajo de un puente de ferrocarril. Ella pensaba que quizás fuese demasiado pronto para apartarse del río, pero al seguir andando presintió que el hombre la observaba y consideró descortés no hacer caso de sus indicaciones. Tal vez la bifurcación a la izquierda fuese un atajo.
Le asombró lo torpe y cohibida que estaba, después de todo lo que había aprendido y visto. Se sentía una inepta, se sentía molesta por estar sola en la calle y por no formar ya parte de su grupo. Llevaba meses viviendo una vida recluida cuyo empleo del tiempo estaba pautado por un horario. Conocía el puesto humilde que le correspondía en el pabellón. A medida que se hacía más eficiente en su trabajo, tanto mejor recibía órdenes, cumplía procedimientos y dejaba de pensar por sí misma. Hacía mucho tiempo desde la última vez en que había hecho algo por su cuenta: desde la semana que había pasado en Primrose Hill, mecanografiando su relato, que ahora le parecía una excitación idiota.
Estaba ya debajo del puente cuando un tren pasó por encima. El retumbo rítmico, atronador, le llegó directamente a los huesos. Acero que se deslizaba sobre y chocaba contra acero, sus grandes capas atornilladas muy por encima de Briony en la penumbra, una puerta inexplicable empotrada en la estructura de ladrillo, tuberías imponentes anilladas por abrazaderas roñosas y que nadie sabía lo que transportaban; aquella invención brutal pertenecía a una raza de superhombres. Ella, en cambio, fregaba suelos y ponía vendas. ¿Tendría en verdad fuerzas para aquel viaje?
Cuando salió de debajo del puente y atravesó una isleta de polvorienta luz matinal, el tren que se alejaba estaba emitiendo un inofensivo chasquido suburbano. Briony volvió a repetirse que lo que necesitaba era una espina dorsal. Rebasó un diminuto parque municipal con una pista de tenis donde dos hombres con pantalones de franela peloteaban con indolente confianza para calentar los músculos antes del partido. En un banco cercano, dos chicas en pantalón corto de color caqui leían una carta. Pensó en la suya, en la nota almibarada de rechazo. La había llevado en el bolsillo durante su turno de trabajo y la segunda página había adquirido una mancha de fénico en forma de cangrejo. Había acabado por advertir que la carta, sin proponérselo, formulaba una trascendente acusación personal.
¿Que la niña se interponga entre ellos de algún modo desastroso?
Sí, en efecto. Y, después de hacer eso, ¿podría ella encubrir el hecho inventando un relato ligero, apenas inteligente, y satisfacer su vanidad mandándolo a una revista? Las páginas interminables sobre la luz, la piedra y el agua, una separación narrativa entre tres puntos de vista distintos, la estacionaria inminencia de algo que no parecía que llegase a ocurrir: nada de esto servía para ocultar su cobardía. ¿De verdad pensaba que podía esconderse detrás de algunas nociones prestadas de escritura moderna, y ahogar su culpa en un monólogo interior —¡tres monólogos interiores!—? Las evasiones de su pequeña novela eran exactamente las mismas de su vida. También faltaba en su texto —y era necesario para el mismo— todo lo que ella no quería afrontar. ¿Qué iba a hacer ahora? No era la espina dorsal de una historia lo que le faltaba. Era su propia fibra personal.
Dejó atrás el parque y pasó por una pequeña fábrica cuyo repiqueteo de maquinaria imprimía vibración a la acera. No se sabía lo que estaban fabricando detrás de aquellas altas ventanas sucias, ni por qué una señera y delgada chimenea de aluminio vertía un humo amarillento y negro. Enfrente, en diagonal con respecto a un chaflán, las puertas dobles de un pub, abiertas de par en par, sugerían un escenario de teatro. En el interior, donde un chico de aspecto atrayente y pensativo estaba vaciando ceniceros en un cubo, el aire de la noche anterior conservaba un tono azulado. Dos hombres con mandiles de cuero descargaban barriles de cerveza por la rampa de un carro. Briony nunca había visto tantos caballos en las calles. Las autoridades militares debían de haber requisado todos los camiones. Alguien empujaba desde dentro la trampilla de la bodega. Las jambas de la trampilla, al impactar contra la acera, levantaron polvo, y un hombre con la coronilla tonsurada, que tenía todavía las piernas por debajo del nivel de la calle, hizo un alto y miró pasar a Briony. A ella el hombre le pareció una pieza de ajedrez gigantesca. Los dos hombres con mandil también la observaron pasar, y uno de ellos lanzó un silbido de requiebro.
—¿Todo bien, monada?
A ella no le molestó, pero nunca sabía qué responder. ¿Sí, gracias? Sonrió a los tres hombres, complacida por los pliegues de su capa. Presumió que todo el mundo pensaba en la invasión, pero no había nada que hacer, salvo seguir adelante. Aunque llegaran los alemanes, la gente seguiría jugando al tenis, chismorreando o bebiendo cerveza. Tal vez se acabaran los piropos. A medida que la calle se curvaba y se estrechaba, el tráfico constante se volvía más ruidoso y las humaredas calientes le soplaban en la cara. Una casa adosada victoriana, de vivo ladrillo rojo, daba directamente a la acera. Una mujer con un delantal estampado barría con un vigor demencial delante de su casa, por cuya puerta abierta salía el olor a las fritangas del desayuno. Se apartó para dejar paso a Briony, pues la calle era muy estrecha en aquel punto, pero volvió la cara bruscamente cuando Briony le dio los buenos días. Hacia ella avanzaba una mujer acompañada de cuatro niños con orejas de soplillo, que acarreaban maletas y mochilas. Los chicos se empujaban y gritaban y daban puntapiés a un zapato viejo. Hicieron caso omiso del grito derrengado de su madre cuando Briony no tuvo más remedio que apartarse para que ellos pasaran.
—¡Estaos quietos de una vez! Dejad paso a la enfermera.
Cuando Briony pasó, la mujer le esbozó una sonrisa esquinada, de disculpa compungida. Le faltaban dos dientes delanteros. Usaba un perfume intenso y tenía entre los dedos un cigarrillo apagado.
—Están excitadísimos porque vamos al campo. No lo han visto nunca, ¿puede creerlo?
—Buena suerte —dijo Briony—. Espero que les toque una familia agradable.
La mujer, que también tenía las orejas separadas, pero tapadas en parte por la melena, lanzó una risa alegre.
—¡No saben lo que les espera con esta recua!
Llegó por fin a una confluencia de calles mugrientas que, a juzgar por el fragmento despejado de su mapa, supuso que era Stockwell. Presidiendo el camino hacia el sur había un fortín, y junto a él, con un solo fusil para todos, había un puñado de Home Guards
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aburridos. Un individuo de edad, con sombrero de fieltro, un mono y un brazalete, y los carrillos colgantes como los de un bulldog, se adelantó y le pidió su tarjeta de identidad. Con un gesto de suficiencia, le indicó que continuara. Ella juzgó más conveniente no pedirle información sobre el trayecto. A su entender, tenía que seguir derecho y recorrer más de tres kilómetros a lo largo de Clapham Road. Allí había menos gente y menos tráfico, y la calle era más ancha que aquélla por la que había venido. Lo único que se oía era el traqueteo de un tranvía que arrancaba. Junto a una hilera de elegantes apartamentos eduardianos, a una distancia prudencial de la calle, se concedió medio minuto de respiro sentada en un pretil bajo, a la sombra de un plátano, y se quitó un zapato para examinarse una ampolla en el talón. Pasó un convoy de camiones de tres toneladas que salía de la ciudad, rumbo al sur. Automáticamente, miró a las traseras de los vehículos, esperando casi ver hombres heridos. Pero sólo había cajas de madera.
Cuarenta minutos más tarde llegó a la estación de metro de Clapham Coramon, Había una iglesia achaparrada, de piedra rugosa, y cerrada con llave. Sacó la carta de su padre y volvió a leerla. Una mujer de una zapatería la encaminó hacia el Common. Ni siquiera después de haber cruzado la calle y entrado en el césped, Briony veía al principio la iglesia. Estaba medio escondida entre los árboles en flor, y no era lo que ella se esperaba. Se había imaginado el escenario de un crimen, una catedral gótica, cuya bóveda flamígera estaría inundada de la luz insolente, escarlata y añil, que entraba por el telón de fondo —una escena de sufrimiento morboso— de una vidriera. Conforme se acercaba, entre los árboles serenos se fue perfilando un granero de ladrillo de elegantes dimensiones, como un templo griego, con un techo de azulejos negros, ventanas de cristal sencillo y un pórtico bajo con columnas blancas debajo de una torre de reloj de proporciones armoniosas. Estacionado fuera, cerca del pórtico, había un lustroso Rolls Royce negro. La puerta del conductor estaba entreabierta, pero no se veía a chófer alguno. Al pasar por delante del coche notó el calor de su radiador, tan íntimo como el calor corporal, y oyó un chasquido de metal que se contrae. Subió las escaleras y empujó la puerta gruesa y tachonada.