Authors: Ian McEwan
Me ayudaron a levantarme de mi cómoda butaca para pronunciar un pequeño discurso de agradecimiento. Rivalizando con el lloriqueo de un bebé al fondo de la habitación, intenté evocar aquel caluroso verano de mil novecientos treinta y cinco en que los primos llegaron del norte. Me dirigí al elenco de actores para decirles que nuestra función no habría igualado la calidad de la suya. Pierrot asentía enfáticamente. Expliqué que la cancelación de los ensayos había sido enteramente culpa mía, porque en el intervalo había decidido hacerme novelista. Hubo una risa benévola, más aplausos y a renglón seguido Charles anunció que había llegado la hora de la cena. Y así transcurrió la agradable velada: la cena ruidosa en la que incluso bebí un poco de vino, los regalos, el momento de acostarse para los más pequeños y el de ver la televisión para sus hermanos y hermanas mayores. Hubo más discursos durante el café y muchas risas cordiales, y hacia las diez de la noche empecé a pensar en mi espléndida alcoba del piso de arriba, no porque estuviera cansada, sino porque me había cansado de estar en compañía y ser objeto de tanta atención, por amable que fuera. Las buenas noches y las despedidas ocuparon otra media hora, y luego Charles y su mujer Annie me acompañaron a mi dormitorio.
Ahora son las cinco de la mañana y sigo sentada ante el escritorio, rememorando estos dos extraños días. Es verdad lo que dicen de que los viejos no necesitan dormir; por lo menos, no de noche. Todavía tengo muchas cosas que meditar y pronto, quizás dentro de este año, tendré menos cabeza para hacerlo. He estado pensando en mi última novela, la que debería haber sido la primera. La primera versión data de enero de 1940, y la última de marzo de 1999, y entre una y otra hay media docena de borradores distintos. El segundo es de junio de 1947, el tercero… ¿a quién le interesa saberlo? Mi misión de cincuenta y nueve años está cumplida. Fue nuestro crimen —el de Lola, el de Marshall y el mío—, y desde la segunda versión en adelante me propuse referirlo. He considerado que mi deber consiste en no disfrazar nada— los nombres, los lugares, las circunstancias—; lo he expuesto todo como un tema de crónica histórica. Pero como cuestión de realidad jurídica, los más diversos editores me han asegurado a lo largo de los años que mi relato forense no podría publicarse mientras mis cómplices del delito estuviesen vivos. Sólo puedes difamarte a ti mismo y a los muertos. Los Marshall han permanecido activos en los tribunales desde finales de los años cuarenta, defendiendo su buen nombre con una ferocidad de lo más costosa. Podrían arruinar sin gran esfuerzo la cuenta corriente de una editorial. Una casi pensaría que tienen algo que ocultar. Puedo pensarlo, sí, pero no escribirlo. Se han formulado las sugerencias obvias: sustituir, transformar, encubrir. ¡Tiende las nieblas de la imaginación! ¿Para qué sirven los novelistas? Ve lo más lejos que sea necesario, instala el campamento a unos centímetros fuera de su alcance, de la yema de los dedos de la ley. Pero nadie conoce esas distancias exactas hasta que se emite una sentencia. Para estar a salvo, tendrías que ser anodina y oscura. Sé que no puedo publicar hasta que hayan muerto. Y esta mañana acepto que ellos morirán después de que yo haya muerto. No es suficiente que uno de los dos fallezca. Ni siquiera con la jeta descarnada de Lord Marshall por fin en las páginas necrológicas, mi prima del norte toleraría una acusación de complicidad criminal.
Hubo un delito. Pero también hubo dos amantes. A los amantes y sus finales felices los he tenido presentes durante toda la noche. Como el poniente hacia donde zarpamos. Una inversión desafortunada. Se me ocurre pensar que en definitiva no he viajado mucho más allá desde que escribí mi pequeña obra. O, mejor dicho, he hecho una digresión tremenda para regresar al punto de partida. Sólo en esta última versión mis amantes acaban bien, caminando juntos por una acera del sur de Londres mientras yo me alejo. Todos los manuscritos anteriores eran despiadados. Pero ya no pienso en cuál sería el propósito perseguido si trato de convencer al lector de que, pongamos por caso, Robbie Turner murió de septicemia en Bray Dunes el 1 de junio de 1940, o de que a Cecilia, en septiembre del mismo año, la mató la bomba que destruyó la estación de metro de Balham. Que no los vi vivos aquel año. Que mi recorrido a través de Londres concluyó en la iglesia de Clapham Common, y que una Briony cobarde volvió renqueando al hospital, incapaz de enfrentarse con la hermana desconsolada por la muerte reciente de su amante. Que las cartas escritas por los amantes están en los archivos del Museo de la Guerra. ¿Cómo podría ser eso un epílogo? ¿Qué sentido o esperanza o satisfacción reportaría a un lector un relato semejante? ¿Quién quisiera creer que Robbie y Cecilia nunca volvieron a verse, nunca consumaron su amor? ¿Quién quisiera creerlo, salvo en nombre del más descarnado realismo? No podía hacerles eso. Soy demasiado vieja, estoy demasiado asustada y demasiado enamorada del jirón de vida que me queda. Me espera una inminente marea de olvidos, y después la inconsciencia. Ya no poseo la valentía de mi pesimismo. Cuando yo haya muerto y los Marshall hayan muerto y la novela se publique por fin, existiremos tan sólo como invenciones mías. Briony será tan imaginaria como los amantes que compartían cama en Balham y enfurecían a su casera. A nadie le importará qué sucesos y qué individuos fueron tergiversados para componer una novela. Sé que siempre hay un cierto tipo de lector que se verá compelido a preguntar: pero ¿qué sucedió
realmente
? La respuesta es sencilla: los amantes sobreviven y prosperan. Mientras exista una sola copia, un manuscrito solitario de mi versión definitiva, mi hermana espontánea y fortuita y su príncipe médico sobrevivirán para el amor.
El problema a lo largo de estos cincuenta y nueve años ha sido el siguiente: ¿cómo puede una novelista alcanzar la expiación cuando, con su poder absoluto de decidir desenlaces, ella es también Dios? No hay nadie, ningún ser ni forma superior a la que pueda apelar, con la que pueda reconciliarse o que pueda perdonarla. No hay nada aparte de ella misma. Ha fijado en su imaginación los límites y los términos. No hay expiación para Dios, ni para los novelistas, aunque sean ateos. Esta tarea ha sido siempre imposible, y en esto ha residido el quid de la cuestión. La tentativa lo era todo.
He permanecido de pie junto a la ventana, presa de oleadas de cansancio que absorben las fuerzas remanentes de mi cuerpo. Es como si el suelo ondulara debajo de mis pies. He estado contemplando la primera luz gris que ilumina el parque y los puentes sobre el lago desaparecido. Y el largo sendero angosto por el que se llevaron a Robbie hacia la blancura. Me complace pensar que no es debilidad ni evasión, sino un postrer acto de bondad, una resistencia contra el olvido y la desesperación, permitir que mis amantes vivan y dejar que se unan al final. Les di felicidad, pero yo no era tan interesada como para hacer que me perdonasen. No del todo, no todavía. Si tuviera el poder de hacer que aparecieran en la celebración de mi cumpleaños… ¿Robbie y Cecilia, todavía vivos, el uno sentado al lado de la otra en la biblioteca, sonriendo al presenciar
Las tribulaciones de Arabella
? No es imposible.
Pero ahora tengo que dormir.
Estoy en deuda con el personal del Departamento de Documentos del Museo Imperial de la Guerra por haberme permitido consultar cartas inéditas, diarios y reminiscencias de soldados y enfermeras que sirvieron en 1940. Estoy asimismo en deuda con los autores y libros siguientes: Gregory Blaxland,
Destination Dunkirk
; Walter Lord,
The Miracle of Dunkirk
; Lucilla Andrews,
No Time for Romance
. Estoy agradecido a Claire Tomalin, y a Tom Craig Raine y Tim Garton-Ash por sus observaciones incisivas y útiles, y sobre todo a mi mujer, Annalena McAfee, por todo su aliento y su extraordinariamente atenta lectura.
I. M.
IAN MCEWAN, nacido en 1948, es uno de los miembros más destacados de la muy brillante generación de los Young British Novelists. Ha escrito libros de relatos:
Primer amor, últimos ritos
(Premio Somerset Maugham) o
Entre las sábanas
. También ha publicado novelas:
El placer del viajero
,
Niños en el tiempo
(Premio Whitbread y Premio Fémina),
El inocente
,
Los perros negros
,
Amor perdurable
y
Amsterdam
. Con
Expiación
obtuvo, entre otros premios, el WH Smith Literary Award, el People's Booker y el Commonwealth Eurasia.
[1]
La novela
Clarissa
es de Samuel Richardson (1689-1761).
(N. del T.)
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[2]
«Género» en frances, es
genre
. Pronunciado como lo hace Briony, sin marcar la erre final, es lógico que a Cecilia le suene como el nombre propio «Jean».
(N. del T.)
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[3]
El rey Canuto, sin duda, cuyo nombre inglés es Canute, y con cuyas letras puede formarse un anagrama de cunt («coño» en inglés).
(N. del T.)
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[4]
«Imposible, señor. No pueden quedarse aquí». En francés en el original.
(N. del T.)
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[5]
«Peludos», en francés: soldados veteranos.
(N. del T.)
<<
[6]
Es decir, N.,
Nurse
, «enfermera», en inglés.
(N. del T.)
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[7]
Milicias de civiles voluntarios durante la Segunda Guerra Mundial.
(N. del T.)
<<
[8]
Los bombardeos alemanes de Londres, en 1940-41.
(N. del T.)
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