Expiación (48 page)

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Authors: Ian McEwan

BOOK: Expiación
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Mi taxi pasaba por las calles traseras de Bloomsbury, por delante de la casa donde vivió mi padre después de su segundo matrimonio, y del apartamento en un sótano donde yo viví y trabajé en los años cincuenta. A partir de cierta edad, un trayecto por la ciudad se vuelve ingratamente meditabundo. Las direcciones de los muertos se amontonan. Cruzamos la plaza donde Leon cuidó a su esposa heroicamente y después crió a sus hijos turbulentos con una dedicación que nos asombró a todos. Algún día yo también suscitaré un momento de reflexión en el pasajero de un taxi que pasa. Es un atajo frecuente, el Inner Circle de Regent's Park.

Cruzamos el río por el puente de Waterloo. Me senté en el borde del asiento para contemplar mi vista predilecta de la ciudad, y al girar el cuello, río abajo hacia St. Paul y río arriba hacia el Big Ben, el panorama completo del Londres turístico, me sentí físicamente bien y mentalmente intacta, descontando las jaquecas y un poco de cansancio. Por muy ajada que esté, todavía me siento exactamente la misma persona que siempre he sido. Es difícil explicar esto a los jóvenes. Puede que parezcamos reptiles, pero no pertenecemos a una tribu distinta. Dentro de uno o dos años, sin embargo, perderé mi derecho a esta protesta familiar. Los enfermos graves y los perturbados son de otra especie, una especie inferior. Nadie me convencerá de lo contrario.

Mi taxista estaba maldiciendo. Una zona de obras en el puente nos obligaba a tomar un desvío hacia el antiguo County Hall. Cuando giramos en la rotonda, rumbo a Lambeth, vislumbré el hospital de St. Thomas. Fue muy castigado por el
Blitz
—yo no estaba dentro, gracias a Dios—, y los edificios que lo han sustituido y el bloque de apartamentos son una deshonra nacional. Trabajé en tres hospitales durante la guerra —Alder Hey, el Royal East Sussex y también el St. Thomas—, y los he mezclado en mi relato para concentrar en un solo lugar todas mis experiencias. Una licencia muy práctica, y la menor de mis ofensas a la veracidad.

La lluvia era menos pertinaz cuando el taxista viró en redondo, describiendo una U, en medio de la calzada, para dejarme delante de la fachada principal del museo. Entre que recogía mi bolso, buscaba un billete de veinte libras y desplegaba mi paraguas, no me fijé en el automóvil que había aparcado justo delante de nosotros hasta que el taxi se alejó. Era un Rolls negro. Por un momento pensé que no había nadie dentro. De hecho, el chófer era un individuo diminuto, casi perdido detrás del volante. No estoy segura de que lo que voy a contar pueda considerarse, en realidad, una sorprendente coincidencia. Suelo pensar en los Marshall cada vez que veo aparcado un Rolls sin chófer. Con los años, se ha convertido en una costumbre. A menudo me vienen a la mente, sin que me inspiren un sentimiento especial. Me he acostumbrado a esa presencia. Siguen saliendo en los periódicos de vez en cuando, por algo relacionado con su Fundación y sus muchos donativos para investigación médica, o por la colección que han donado a la Tate Gallerie, o por su generosa financiación de proyectos agrícolas en el África subsahariana. Y por sus fiestas, y por sus enérgicas denuncias por difamación contra diarios nacionales. No era de extrañar que Lord y Lady Marshall me vinieran al pensamiento cuando me acercaba a los macizos cañones gemelos que hay delante del museo, pero me sobresaltó ver que descendían la escalera hacia mí.

Una tropa de funcionarios —reconocí al director del museo— y un único fotógrafo formaban el comité de despedida. Dos jóvenes sostenían paraguas sobre la cabeza de los Marshall mientras éstos bajaban los escalones junto a las columnas. Retrocedí, reduciendo el paso en vez de pararme y atraer la atención. Hubo una ronda de apretones de mano y un coro de cordial risa por algo que Lord Marshall había dicho. Se apoyaba en un bastón, un báculo lacado que creo que se había convertido en un sello personal. El y su mujer y el director del museo posaron para la cámara y luego el matrimonio se fue, acompañado por los jóvenes del séquito que les sostenían los paraguas. Los funcionarios permanecieron en las escaleras. Mi inquietud era ver por qué lado se iban los Marshall, con el fin de evitar un encuentro frontal. Optaron por dejar los cañones a su izquierda, y yo hice lo mismo.

Aunque me escondí, en parte oculta por los cañones levantados y sus emplazamientos de cemento, y en parte por mi paraguas ladeado, conseguí verles bien cuando pasaron en silencio. A él lo reconocí por las fotos de la prensa. A pesar de las manchas biliares y las bolsas purpúreas debajo de los ojos, a la postre parecía un plutócrata cruelmente guapo, aunque algo disminuido. La edad le había hundido la cara y conferido el aspecto que siempre había evitado por un pelo. Era su barbilla lo que había decrecido; la pérdida de hueso había sido amable. Temblequeaba un poco y tenía los pies planos, pero caminaba razonablemente bien para un hombre de ochenta y ocho años. Una llega a erigirse en juez de estas cosas. Pero su mano agarraba con firmeza el brazo de su esposa, y el bastón no era un mero objeto decorativo. Con frecuencia se había comentado el mucho bien que Marshall hacía en el mundo. Quizás se hubiera pasado toda la vida rectificando errores. O tal vez había seguido su camino sin pensar en nada, para vivir la vida que le correspondía.

En cuanto a Lola —mi prima de vida suntuosa y fumadora empedernida—, allí estaba, todavía tan delgada y tan en forma como un galgo, y todavía fiel. ¿Quién lo habría soñado? Aquello, como solía decirse, era el lado de su tostada untado de mantequilla. Puede que parezca agrio, pero fue lo que se me pasó por la cabeza al lanzarle una mirada. Llevaba un abrigo de marta cibelina y una pamela escarlata de ala ancha. Más bien llamativa que vulgar. Cerca de los ochenta años, y todavía con tacones altos. Repiqueteaban en la acera con el sonido que hace al andar una mujer más joven. No había trazas de ningún cigarrillo. De hecho, le rodeaba un aura de clínica de adelgazamiento y de bronceado artificial. Ahora era más alta que su marido, y su vigor era indiscutible. Pero también había en ella algo cómico… ¿o me aferraba yo a un clavo ardiendo? Llevaba una gruesa capa de maquillaje, muy exagerada en torno a la boca, y una pródiga dosis de crema y polvos matizadores. Como a este respecto he sido siempre una puritana, no me considero una testigo fidedigna. Me pareció que en ella había un toque de mala de la película: la figura demacrada, el abrigo negro, los labios pálidos. Con una boquilla y un perro faldero debajo del brazo habría podido ser Cruella de Vil.

Nos cruzamos en cuestión de segundos. Seguí subiendo la escalera y me detuve debajo del frontón, a cobijo de la lluvia, para observar al grupo que se encaminaba hacia el coche. Le ayudaron a él primero, y vi lo endeble que estaba. No podía doblar la cintura ni sostener sobre un solo pie su propio peso. Tuvieron que levantarle hasta el asiento. Abrieron la otra puerta para Lady Lola, que se dobló con una agilidad tremenda. Miré al Rolls perderse en el tráfico, y después entré. Verles me lastró el ánimo, y procuré no pensar en ello ni sentir aquel peso. Ya había tenido bastante con que apechugar aquel día. Pero la salud de Lola persistía en mi mente cuando entregué mi bolso en el guardarropa e intercambié alegres saludos con los porteros. La norma en el museo es que tienen que acompañarte hasta la sala de lectura en un ascensor, cuyo espacio es tan exiguo que, en mi caso, hace perentoria una charla intrascendente. Mientras hablábamos —hacía un tiempo de perros, pero se esperaba que mejorase para el fin de semana—, no pude evitar pensar sobre mi encuentro en la puerta del museo en términos fundamentales de salud: tal vez yo sobreviviese a Paul Marshall, pero Lola sin duda me sobreviviría a mí. Las consecuencias de este hecho son obvias. La cuestión lleva años pendiente. Como mi editor dijo una vez, la publicación equivale a litigio. Pero no estoy en condiciones de afrontarlo ahora. Ya era suficiente que no quisiera pensar en ello. Había ido al museo a trabajar.

Charlé un rato con el conservador de documentos. Le entregué el fardo de cartas que el señor Nettle me escribió sobre Dunkerque: las recibió con mucha gratitud. Las guardarán con las demás que les hes dado. El conservador me había encontrado a un servicial ex coronel de los Buffs, un historiador aficionado que había leído las páginas pertinentes de mi manuscrito y enviado por fax sus sugerencias. Ahora me entregaron sus notas: irascibles, útiles. Merecieron mi completa atención, gracias a Dios.

«Absolutamente ningún (subrayado dos veces) soldado del ejército británico diría “paso ligero”. Sólo un norteamericano daría una orden semejante. El término correcto es “a paso ligero”.»

Me encantan estas minucias, este enfoque puntillista de la verosimilitud, la exactitud de detalle que al acumularse proporciona tanta satisfacción.

«A nadie se le ocurriría decir “cañones de veinticinco libras”. El término es “cañones de veinticinco”. El que usted emplea le sonaría rarísimo incluso a un hombre que no estuviese en la artillería.»

Como policías en una batida, nos ponemos a gatas y nos arrastramos hacia la verdad.

«Le ha puesto una boina a su amigo de la RAE No lo creo posible. Aparte de la unidad de tanques, ni siquiera el ejército tenía boinas en 1940. Me parece mejor que le ponga al amigo una gorra de incursión aérea.»

Por último, el coronel, que encabezaba su carta con el tratamiento de «Señorita Tallis», dejaba entrever cierta impaciencia hacia mi sexo. ¿A qué venía eso de inmiscuirnos en estos asuntos?

«Madame (subrayado tres veces): un Stuka no transporta “una sola bomba de mil toneladas”. ¿Sabe usted que ni siquiera una fragata de la armada lleva tanta carga? Le sugiero que investigue un poco más al respecto.»

Una simple errata. Quise teclear «libras». Tomé nota de estas correcciones y le envié al coronel una carta de agradecimiento. Pagué algunas fotocopias de documentos que ordené en montones para mis propios archivos. Devolví a la recepción los libros que había consultado y tiré varios pedazos de papel. El lugar de trabajo quedó limpio de toda huella de mi paso. Cuando me despedía del conservador, supe que la Fundación Marshall se proponía crear una subvención al museo. Después de estrechar la mano a los demás bibliotecarios y prometer que dejaría constancia de la ayuda que me había prestado el departamento, llamaron a un bedel para que me acompañase abajo. Muy amablemente, la chica del guardarropa llamó a un taxi, y uno de los miembros más jóvenes de la portería me llevó el bolso hasta la misma acera.

En el trayecto de regreso al norte, pensé en la carta del coronel o, mejor dicho, en el placer que me causaban aquellos retoques triviales. Si fuera tan meticulosa con los hechos, debería haber escrito otro tipo de libro. Pero mi obra ya estaba hecha. No habría más versiones. En estas cosas estaba pensando cuando entramos en el antiguo túnel del tranvía, debajo de Aldwych, justo antes de quedarme dormida. Cuando el taxista me despertó, estábamos delante de mi apartamento en Regent's Park.

Archivé los papeles que había llevado de la biblioteca, preparé un bocadillo y después un equipaje de fin de semana. Mientras deambulaba por el piso, de una habitación familiar a otra, era consciente de que mis años de independencia podrían acabar pronto. En mi escritorio había una foto enmarcada de mi marido, Thierry, sacada en Marsella dos años antes de su muerte. Algún día no sabría quién era. Me tranquilicé tomándome el tiempo de elegir un vestido para la cena de mi cumpleaños. Este trámite me rejuvenecía de verdad. Estoy más delgada que el año pasado. Al recorrer con los dedos el perchero, me olvidé del diagnóstico durante varios minutos. Opté por un camisero de cachemira gris paloma. A partir de ahí, todo fue más fácil: un pañuelo de raso blanco sujeto por un camafeo de Emily, zapatos de charol —de tacón bajo, por supuesto— y un chal
devoré
negro. Cerré el maletín y me sorprendió lo poco que pesaba mientras lo transportaba hasta el recibidor.

Mi secretaria vendría al día siguiente, antes de volver yo. Le dejé una nota en la que le explicaba lo que quería que hiciese, y después cogí un libro y una taza de té y me senté en la butaca junto a la ventana con vista al parque. Siempre he sabido no pensar en las cosas que de verdad me preocupan. Pero no podía leer. Estaba excitada. Un viaje al campo, una cena en mi honor, lazos familiares reanudados. Y sin embargo había mantenido una de esas conversaciones clásicas con un médico. Debería estar deprimida. ¿Era posible que, psicológicamente, me negase a aceptar la realidad? Pensar esto no cambiaba nada. El coche no llegaría hasta dentro de media hora y yo estaba inquieta. Me levanté de la butaca y caminé varias veces de un lado a otro de la habitación. Me dolían las rodillas si permanecía sentada mucho tiempo. Me obsesionaba el pensamiento de Lola subiendo al Rolls, la severidad de aquella cara pintada, vieja y demacrada, la audacia de sus pisadas con los peligrosos tacones altos. ¿Estaba compitiendo con ella al recorrer la alfombra desde la chimenea hasta el Chesterfield? Siempre pensé que la vida suntuosa y el tabaco acabarían con ella. Lo pensaba incluso cuando las dos andábamos por los cincuenta. Pero a los ochenta ella tenía una expresión voraz y astuta. Seguía siendo la chica más mayor y superior, con un paso de ventaja sobre mí. Pero yo llegaré antes a ese importante trance final, mientras que ella vivirá hasta los cien. No podré publicar en vida.

El Rolls debió de aturdirme, porque cuando llegó el coche —con quince minutos de retraso— me sentí decepcionada. Esas cosas no suelen perturbarme. Era un minitaxi polvoriento, con el asiento trasero cubierto por una piel de nilón rayada como una cebra. Pero el conductor, Michael, era un jovial muchacho antillano que me cogió el maletín y se empeñó en deslizar hacia adelante el asiento del pasajero para que yo me sentara atrás. Una vez establecido que yo no toleraría a ningún volumen el aporreo de la música que salía de los altavoces situados en una repisa detrás de mi cabeza, y en cuanto se recobró de un pequeño malhumor, congeniamos y hablamos de nuestras familias respectivas. No había conocido a su padre y su madre era médico en el hospital de Middlesex. Él, por su parte, era licenciado en Derecho por la universidad de Leicester y ahora acudía a la London School of Economics para escribir su tesis doctoral sobre legislación y pobreza en el Tercer Mundo. Cuando salíamos de Londres por la lúgubre Westway, me expuso su versión abreviada: no había leyes sobre la propiedad, y en consecuencia no había capital y en consecuencia no había riqueza.

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