Authors: Ian McEwan
A pesar de lo cual, Briony había estado de lo más impertinente al hablarle a Robbie de aquel modo en la cena. Que albergase rencores, Emily lo comprendía. Era de esperar. Pero expresarlos era indecoroso. Pensando en la cena…, con qué mano izquierda Marshall había pacificado a todo el mundo. ¿Era un buen partido? Era una lástima su aspecto físico, con la mitad de la cara como un dormitorio sobrecargado de muebles. Quizás con el tiempo aquella barbilla como un taco de queso llegara a parecer recia. De queso o de chocolate. Si de verdad conseguía abastecer de chocolatinas Amo a todo el ejército británico, podría hacerse inmensamente rico. Pero Cecilia, que había aprendido en Cambridge formas modernas de esnobismo, consideraba que un hombre con una licenciatura en química era un ser humano incompleto. Dicho así por ella misma. Había holgazaneado durante unos tres años en Girton leyendo libros que habría podido leer en casa: Jane Austen, Dickens, Conrad, cuyas obras completas estaban en la biblioteca del primer piso. ¿Cómo había podido aquella actividad, leer las novelas que otros consideraban un ocio, inducirla a creerse superior a los demás? Hasta un químico servía para algo. Y aquél había descubierto un método de fabricar chocolate con azúcar, productos químicos, colorante marrón y aceite vegetal. Y sin manteca de cacao. Producir una tonelada de esta mezcla, había explicado mientras tomaban su asombroso cóctel, no costaba casi nada. Podía vender más barato que sus competidores y aumentar su margen de beneficios. Dicho vulgarmente, cuánto bienestar, cuántos años sin problemas podrían emanar de aquellas cubas baratas.
Más de treinta minutos inadvertidos transcurrieron mientras estos retales —recuerdos, juicios, determinaciones vagas, preguntas— se desplegaban en silencio ante ella, sin que apenas cambiara de postura y sin que oyera dar los cuartos de hora al reloj de pared. Se daba cuenta de que la brisa arreciaba, de que se había cerrado una puertaventana, y de que había amainado de nuevo. Más tarde la molestaron Betty y sus ayudantes cuando entraron a recoger el comedor, luego aquellos sonidos también enmudecieron y Emily se extravió otra vez por los caminos de sus ensueños, que se bifurcaban al capricho de la asociación, y que evitaban, con la pericia nacida de mil jaquecas, todo lo que fuera súbito o áspero. Cuando por fin sonó el teléfono se levantó en el acto, sin el menor respingo de sorpresa, y salió al vestíbulo, descolgó el auricular y dijo, como siempre hacía, con una nota ascendente de interrogación:
—¿Tallis?
Pasó por la centralita, por el ayudante nasal; luego hubo una pausa y la crepitación de la llamada de larga distancia, y por fin el tono neutro de Jack.
—Queridísima. Más tarde que de costumbre. Lo siento muchísimo.
Eran las once y media. Pero a ella le dio igual, porque él volvería para el fin de semana, y un día volvería para siempre y no se pronunciaría una sola palabra desatenta. Ella dijo:
—No tiene ninguna importancia.
—Han sido las revisiones de la declaración sobre defensa. Tiene que haber una segunda edición. Y entre una cosa y otra…
—El rearme —dijo ella, conciliadora.
—Me temo que sí.
—Todo el mundo está en contra, ¿sabes?
Él se rió.
—No en esta oficina.
—Y yo también.
—Bueno, querida. Espero convencerte algún día.
—Y yo a ti.
La conversación contenía un rastro de afecto, y su familiaridad reconfortaba. Como de costumbre, él le pidió la crónica del día. Ella le habló de la ola de calor, del fracaso de la obra de Briony y de la llegada de Leon con su amigo, de quien dijo:
—Está en nuestro campo. Pero quiere que haya más soldados para venderle al gobierno sus chocolatinas.
—Ya. Rejas de arado transformadas en papel de estaño.
Ella le refirió la cena, y la mirada alunada de Robbie en la mesa.
—¿De verdad es necesario que le paguemos la facultad de medicina?
—Sí. Es una iniciativa audaz. Típica de él. Sé que va a intentarlo.
A continuación ella le contó cómo la cena había terminado con la misiva de los gemelos, y las batidas que se estaban realizando por la finca.
—Qué pillines. ¿Y dónde estaban, a todo esto?
—No lo sé. Todavía estoy esperando a que vuelvan.
Hubo un silencio en la línea, sólo interrumpido por un lejano chasquido metálico. Cuando el alto funcionario habló por fin, ya había tomado sus decisiones. El que empleara, cosa infrecuente, el nombre de pila de su mujer reflejó su seriedad.
—Voy a colgar ahora, Emily, porque voy a llamar a la policía.
—¿Crees que es necesario? Para cuando llegue…
—Si tienes alguna noticia llámame inmediatamente.
—Espera…
Se había vuelto al oír un sonido. Leon franqueaba la puerta principal. Tras él llegaba Cecilia, con una expresión de mudo desconcierto. Luego entró Briony, con un brazo alrededor del hombro de su prima. La cara de Lola, como una máscara de arcilla, estaba tan blanca y rígida que Emily, al no ver expresión alguna en ella, supo al instante lo peor. ¿Dónde estaban los gemelos?
Leon cruzó el vestíbulo hacia ella, pidiendo el teléfono con la mano extendida. Tenía una raya de tierra desde la vuelta del pantalón hasta las rodillas. Barro, y con aquel tiempo tan seco. Respiraba con dificultad por el esfuerzo, y un mechón lacio y grasiento le cayó sobre la cara cuando le arrebató el auricular a su madre y le dio la espalda.
—¿Eres tú, papá? Sí. Oye, creo que es mejor que vengas. No, no lo hemos hecho, y hay algo peor. No, no, no puedo decírtelo ahora. Esta noche, si puedes. De todos modos, tendremos que llamarla. Mejor que llames tú.
Emily se llevó la mano al corazón y retrocedió unos pasos hacia donde estaban Cecilia y las niñas. Leon había bajado la voz y cuchicheaba rápidamente en el auricular que tapaba con la mano. Emily no oía una palabra, ni quería hacerlo. Habría preferido retirarse a su cuarto del piso de arriba, pero Leon terminó de hablar, con una vibración acústica de la baquelita, y se volvió hacia ella. Tenía los ojos apretados y duros, y ella no supo si era cólera lo que vio en ellos. Él intentaba respirar más hondo, y estiraba los labios de una parte a otra de los dientes, en una extraña mueca. Dijo:
—Vamos al salón, donde podremos sentarnos.
Ella comprendió perfectamente sus palabras. No se lo diría ahora, para que no se derrumbara sobre las baldosas y se fracturase el cráneo. Le miró fijamente, pero no se movió.
—Vamos, Emily —dijo él.
La mano del hijo sobre su hombro estaba caliente y pesada, y percibió su humedad a través de la seda. Desvalida, se dejó conducir hacia el salón, con todo el terror condensado en el simple hecho de que él quería que estuviese sentada antes de comunicarle la noticia.
Al cabo de media hora, Briony cometería su crimen. Consciente de que estaba compartiendo con un maníaco la extensión de la noche, al principio se mantuvo pegada a los muros ensombrecidos de la casa, y se agachaba por debajo del alféizar cada vez que pasaba por una ventana iluminada. Sabía que él se encaminaría hacia el camino principal porque era el que Cecilia había seguido con Leon. En cuanto creyó que les separaba una distancia segura, Briony, osadamente, recorrió desde la casa un amplio arco que la condujo hacia el establo y la piscina. Era sensato, desde luego, ver si los gemelos estaban allí, jugueteando con las mangueras o flotando de bruces, muertos, indistinguibles hasta el final. Pensó en cómo describiría el modo en que se mecían en la suave ondulación iluminada del agua, y cómo sus cabellos se esparcían como zarcillos y sus cuerpos vestidos chocaban suavemente entre sí y se separaban. El aire seco de la noche se le infiltraba entre la tela del vestido y la piel, y se sentía liviana y ágil en la oscuridad. No existía nada que no pudiese describir: las pisadas suaves del maníaco avanzando por el camino, sin salirse del lindero para amortiguar el rumor de su llegada. Pero su hermana estaba con Leon, y eso a Briony le quitaba un peso de encima. Sabía describir también aquel aire delicioso, las hierbas que despedían su dulce olor a ganado, la tierra calcinada que todavía conservaba las ascuas del calor del día y exhalaba el olor mineral de la arcilla, y la tenue brisa que transportaba desde el lago un sabor a verde y plata.
Empezó a trotar por la hierba y pensó que podría seguir así toda la noche, cortando el aire sedoso, impulsada por la espiral acerada de la tierra dura bajo sus pies y por la forma en que la oscuridad doblaba la impresión de velocidad. Tenía sueños en los que corría así y luego brincaba hacia adelante, extendía los brazos y, cediendo a la fe —la única parte difícil, pero facilísima en el sueño—, abandonaba el suelo simplemente despegando de él, y volaba raso sobre los setos y cancelas y tejados, para luego ascender y quedarse exultantemente suspendida debajo de la capa de nubes, encima de los campos, antes de iniciar el descenso. Ahora intuía que aquello era factible gracias a la sola fuerza del deseo; el mundo sobre el cual corría la amaba y le daría lo que ella deseaba, y lo haría posible. Y, cuando lo hiciera, ella lo describiría. ¿No era escribir una especie de vuelo, una forma asequible de vuelo, de imaginación, de antojo?
Pero había un maníaco rondando en la noche con un corazón oscuro e insatisfecho —ella ya le había frustrado una vez— y debía mantener los pies en la tierra para describirle también a él. Primero tenía que proteger de él a su hermana, y después encontrar medios de evocarle sin riesgo por escrito. Briony redujo el paso hasta un ritmo de paseo y pensó que él debía de odiarla por haberle interrumpido en la biblioteca. Y aunque la horrorizaba, era otra novedad, una aurora, otra primera vez: que la odiase un adulto. Los niños odiaban generosa, caprichosamente. Apenas importaba. Pero ser objeto de un odio adulto era una iniciación en un mundo nuevo y solemne. Era una promoción. Él quizás hubiese desandado el camino y la estaba esperando detrás del establo con propósitos homicidas. Pero ella procuraba no tener miedo. Le había sostenido la mirada en la biblioteca mientras su hermana pasaba de largo junto a ella, sin dar una muestra visible de gratitud por haberla liberado. Briony sabía que no se trataba de gratitud, que no era cuestión de recompensas. En materia de amor desinteresado, no era necesario decir nada, y protegería a su hermana incluso si ésta no reconocía la deuda. Y ahora Briony no podía temer a Robbie; mucho mejor era que él se convirtiese en su objeto de aborrecimiento y repulsión. Ellos, la familia Tallis, le habían proporcionado toda clase de cosas agradables: el propio hogar en que había crecido, innumerables viajes a Francia, el uniforme y los libros escolares, y después Cambridge; y, a cambio, él había empleado aquella palabra terrible contra su hermana y, en un abuso tremendo de la hospitalidad, había utilizado asimismo su fuerza contra ella, y se había sentado con toda su insolencia en la mesa familiar como si todo siguiera igual que siempre. ¡Qué desfachatez! ¡Y cómo ansiaba ella denunciarla! La vida real, la que ahora comenzaba, le había deparado un malhechor en forma de un viejo amigo de la familia, de miembros fuertes y torpes y cara recia y amistosa, que solía transportarla a la espalda y nadar con ella en el río y sostenerla a flote contra la corriente. Parecía algo normal; la verdad era extraña y engañosa, había que luchar para descubrirla contra el curso de la vida cotidiana. Era algo que nadie habría esperado, y con razón: los maleantes no se anunciaban con siseos o soliloquios, no llegaban con una capucha negra ni expresiones malsonantes. Al otro lado de la casa, alejándose de Briony, estaban Leon y Cecilia. Tal vez ella le estuviese contando la agresión que había sufrido. En tal caso, él le rodearía el hombro con el brazo. Juntos, los hermanos Tallis expulsarían a aquel bruto, le arrojarían lejos de sus vidas. Tendrían que enfrentarse con su padre, convencerle y consolarle de la decepción y de la ira. ¡Que su protegido hubiese resultado ser un maníaco! La palabra de Lola removía el polvo de otras palabras a su alrededor —hombre, loco, hacha, ataque, acuso— y confirmaba el diagnóstico.
Rodeó el edificio del establo y se detuvo debajo del arco de la entrada, bajo la torre del reloj. Llamó a los gemelos por su nombre y oyó por única respuesta el movimiento y el roce de cascos, y el ruido sordo de un cuerpo pesado que se aplastaba contra un cubículo. Se alegró de no haberse encariñado nunca con un caballo o un poni, porque era probable que no le hiciese mucho caso en aquella etapa de su vida. Ahora no se acercó a los animales, aunque ellos intuyeron su presencia. Para ellos, un genio, un dios, merodeaba por la periferia de su universo, y se esforzaban en atraer su atención. Pero ella dio media vuelta y prosiguió hacia la piscina. Se preguntó si tener la responsabilidad última de alguien, ya fuese una criatura como un caballo o un perro, era diametralmente opuesto al viaje agreste e interior de escribir. La inquietud protectora, comprometerse con una mente ajena después de haber penetrado en ella, asumir las riendas de guiar un destino ajeno, difícilmente era libertad mental. Quizás se convirtiese en una de aquellas mujeres —compadecidas o envidiadas— que elegían no tener hijos. Recorrió el sendero de ladrillo que circundaba el exterior del establo. Como la tierra, los ladrillos arenosos irradiaban el calor preservado del día. Conforme pasaba, lo notó en la mejilla y a lo largo de la pantorrilla desnuda. Trastabilló al atravesar la oscuridad del túnel de bambú, y salió a la geometría tranquilizadora del embaldosado.
Las luces del fondo, instaladas aquella primavera, seguían siendo una novedad. El fulgor azulado que emitían hacia arriba daba a todo el entorno de la piscina un aspecto incoloro, de luz lunar, como una fotografía. Sobre la vieja mesa de cinc había una jarra de cristal, dos vasos y un paño. Había un tercer vaso, que contenía pedazos de fruta blanda, posado en la punta del trampolín. No había cuerpos en la piscina, ni risitas procedentes de la oscuridad de la caseta, ni chísteos desde las sombras de los matorrales de bambú. Dio una vuelta despacio alrededor de la piscina, ya no en busca de algo, sino atraída por el brillo y la quietud cristalina del agua. A pesar de la amenaza que el maníaco representaba para su hermana, era una delicia estar fuera tan tarde, y con permiso. No creía realmente que los gemelos estuviesen en peligro. Aunque hubieran visto en la biblioteca el mapa enmarcado de la zona y fueran lo bastante inteligentes para comprenderlo, y aunque se propusieran abandonar los terrenos de la propiedad y caminar hacia el norte durante toda la noche, tendrían que seguir el camino que, a lo largo de la vía del tren, se internaba en los bosques. En aquella estación del año, en que las tupidas frondas de los árboles cubrían la carretera, una oscuridad total envolvía el camino. La otra ruta posible era a través de la cancilla, bajando hacia el río. Pero tampoco allí habría luz ni forma de recorrer el sendero o de esquivar las ramas que colgaban bajas sobre él, o de sortear las gruesas matas de ortigas que había a ambos lados. No se atreverían a afrontar un peligro semejante.