Authors: Ian McEwan
Había leído la nota con el mayor descaro en el centro del vestíbulo, y de inmediato había presentido el peligro que entrañaba aquella crudeza. Algo irreductiblemente humano, o algo masculino, amenazaba el orden de su familia, y Briony sabía que todos sufrirían si no ayudaba a su hermana. Era también evidente que habría que ayudarla con tacto y delicadeza. De lo contrario, como Briony sabía por experiencia, Cecilia la tomaría contra ella.
Estos pensamientos la inquietaron mientras se lavaba las manos y la cara y escogía un vestido limpio. No vio en ninguna parte los calcetines que quería ponerse, pero no perdió el tiempo en buscarlos. Se puso otros, se ató las tiras de los zapatos y se sentó al escritorio. Abajo estaban tomando cócteles y disponía de al menos veinte minutos para ella sola. Se peinaría al salir del cuarto. Un grillo cantaba fuera de la ventana abierta. Tenía ante sí una resma de pliegos del despacho de su padre, la luz del escritorio arrojaba un reconfortante ruedo amarillo, y sostenía en la mano su pluma estilográfica. El rebaño ordenado de animales de granja alineados a lo largo del alféizar y las muñecas puritanas que ocupaban los diversos cuartos de la casita abierta por un lado, aguardaban la gema de su primera frase. En aquel momento, la urgencia de escribir era más fuerte que cualquier barrunto que tuviera de lo que fuese a escribir. Lo que quería era perderse en el desarrollo de una idea irresistible, ver el hilo negro que manaba de la punta de su rasposo plumín de plata y que se enroscaba formando palabras. Pero ¿cómo hacer justicia a los cambios que por fin la habían convertido en una auténtica escritora, y al caótico enjambre de impresiones, y al asco y la fascinación que la embargaban? Había que poner orden. Empezaría, como ya había decidido antes, por una sencilla crónica de lo que había visto en la fuente. Pero aquel episodio a la luz del día no era tan interesante como el atardecer, los minutos ociosos en el puente, extraviada en ensueños, y luego la aparición de Robbie entre penumbras, que la llamaba y tenía en la mano el pequeño cuadrado blanco que contenía la carta que contenía la palabra. ¿Y qué contenía la palabra?
Escribió: «Había una anciana que se tragó una mosca.»
No era, en verdad, demasiado pueril decir que tenía que haber una historia, y aquélla era la historia de un hombre que gustaba a todo el mundo, pero sobre el cual la heroína albergaba sus dudas, y de quien finalmente llegaba a demostrar que era la encarnación del mal. Pero ¿no se suponía que ella —es decir, Briony, la escritora— era ahora tan mundana que estaba por encima de ideas tan infantiles como el bien y el mal? Tenía que haber un lugar majestuoso, divino, donde a todas las personas se las juzgase por igual, y donde no se las viese enfrentadas mutuamente, como en un partido de hockey vitalicio, sino, en toda su gloriosa imperfección, enzarzadas en ruidosa refriega. Si tal lugar existiese, ella no era digna de él. Nunca podría perdonar a Robbie su repulsivo cerebro.
Escindida entre el apremio de escribir una simple crónica de diario sobre sus experiencias del día y la ambición de transformarlas en algo más grande, en algo que fuera refinado, autónomo y oscuro, permaneció muchos minutos sentada y frunciéndoles el ceño a la hoja de papel y a su frase pueril, y no escribió ninguna palabra más. Creía saber describir bastante bien las acciones, y poseía el tranquillo del diálogo. Podía hablar de los bosques en invierno, y del siniestro muro de un castillo. ¿Pero cómo hablar de sentimientos? Estaba muy bien escribir Se sintió triste, o describir lo que hacía una persona triste, pero ¿cómo se describía la tristeza misma, cómo se pintaba de tal manera que se sintiese su cercanía enervante? Aún más difícil era la amenaza, o la confusión de sentir cosas contradictorias. Pluma en mano, miró a través de la habitación hacia las muñecas de caras adustas, las compañeras distanciadas de una infancia que consideraba terminada. Crecer producía una sensación de frío. No volvería a sentarse en el regazo de Emily o de Cecilia, o sólo lo haría en broma. Dos veranos antes, el día de su undécimo cumpleaños, sus padres, su hermano y su hermana y una quinta persona de la que no se acordaba, la habían sacado al césped y la habían manteado once veces con una manta, y una última vez para que le diera buena suerte. ¿Podría confiar ahora en la libertad hilarante de un vuelo ascensional, confiar ciegamente en la bondadosa sujeción de muñecas adultas, cuando la quinta persona podría haber sido fácilmente Robbie?
Alzó la vista, sobresaltada, al oír el suave carraspeo de una garganta femenina. Era Lola. Asomaba la cara, como disculpándose, y en cuanto sus miradas se cruzaron llamó suavemente con los nudillos en la puerta.
—¿Puedo entrar?
Entró, de todos modos, con sus movimientos algo restringidos por el vestido de satén azul, muy ceñido, que llevaba. Mientras Lola se acercaba, Briony dejó la pluma y tapó la frase con el canto de un libro. Lola se sentó en el borde de la cama y sopló teatralmente, hinchando las mejillas. Era como si siempre hubieran tenido una charla entre hermanas al final del día.
—He tenido una tarde de lo más horrorosa.
Continuó, después de haber obligado, con una feroz mirada, a su prima Briony a enarcar una ceja:
—Los gemelos me han estado torturando.
Briony pensó que hablaba en sentido figurado, hasta que Lola se torció el hombro para enseñarle un largo rasguño en lo alto del brazo.
—¡Qué espanto!
Mostró las muñecas. Alrededor de ellas había una franja roja causada por fricciones.
—¡Quemaduras chinas!
—Exacto.
—Voy a buscarte un antiséptico para el brazo.
—Ya lo he hecho yo.
Era verdad: el penetrante olor femenino del perfume de Lola no encubría un tufo infantil a Germolene. Lo menos que Briony pudo hacer fue dejar el escritorio e ir a sentarse al lado de su prima.
—¡Pobrecilla!
La compasión de Briony humedeció los ojos de Lola, y se le puso la voz ronca.
—Todos piensan que son unos ángeles porque lo parecen, pero son unos
brutos
.
Contuvo un sollozo, pareció que se lo tragaba, con un temblor en la mandíbula, y luego aspiró hondo varias veces por las ventanillas nasales dilatadas. Briony le cogió la mano y creyó entender cómo se podía empezar a amar a Lola. Luego fue a la consola, sacó un pañuelo, lo desdobló y se lo dio a su prima. Cuando Lola se disponía a usarlo, vio el alegre motivo estampado de vaqueras y lazos y emitió un silbido suave, en una nota ascendente, el tipo de sonido que los niños producen para imitar a un fantasma. Abajo sonó el timbre, y un momento después, apenas audible, el rápido toc-toc de tacones altos sobre el suelo de baldosas del vestíbulo. Sería Robbie, y Cecilia salía a recibirle. Preocupada por el temor de que se oyera abajo el llanto de Lola, Briony se levantó y cerró la puerta del dormitorio. La congoja de su prima le producía un estado de inquietud, una agitación rayana en alegría. Volvió a la cama y rodeó con el brazo a Lola, que se llevó las manos a la cara y rompió a llorar. Que una chica tan frágil y dominante pudiera caer tan bajo por culpa de un par de chicos de nueve años causaba admiración a Briony, y le dio una conciencia de su propio poder. Era lo que se escondía detrás de aquel sentimiento casi jubiloso. Quizás no fuese tan débil como siempre pensaba; al final, una tenía que medirse con otras personas: en realidad, en eso consistía todo. De vez en cuando, totalmente sin querer, alguien te enseñaba algo sobre ti misma. Sin encontrar palabras, frotó con suavidad el hombro de su prima y reflexionó que Jackson y Pierrot no podían ser los únicos responsables de tamaña aflicción; recordó que había otra tristeza en la vida de Lola. La casa de su familia en el norte: Briony imaginó calles de fábricas ennegrecidas, y hombres sombríos que se encaminaban al trabajo con bocadillos en tarteras de hojalata. La casa Quincey había sido cerrada y quizás no volviese a abrirse nunca.
Lola empezaba a reponerse. Briony le preguntó en voz baja:
—¿Qué ha pasado?
La chica mayor se sonó la nariz y pensó un momento.
—Iba a darme un baño. Han entrado corriendo y se me han echado encima. Me han tumbado en el suelo…
Al recordarlo se detuvo, para contener otro sollozo incipiente.
—¿Pero por qué han hecho eso?
Lola respiró hondo y se serenó. Miró sin ver a través del cuarto.
—Quieren volver a casa. Les he dicho que no pueden. Creen que soy yo quien les retiene aquí.
Los gemelos, irracionalmente, desahogaban su frustración en su hermana, cosa que era comprensible para Briony. Pero lo que ahora trastornaba su espíritu organizado era pensar que no tardarían en llamarlas desde abajo y que su prima tendría para entonces que ser dueña de sí misma.
—No lo entienden —dijo Briony, juiciosamente, mientras iba al lavabo y lo llenaba de agua caliente—. Sólo son unos chiquillos que han recibido un buen golpe.
Presa de tristeza, Lola agachó la cabeza y asintió de tal modo que Briony sintió una ráfaga de ternura por ella. Condujo a su prima hasta el lavabo y le puso una toalla en las manos. Y entonces, por una mezcla de motivos —una necesidad práctica de cambiar de tema, el deseo de comunicar un secreto y demostrar a la chica más mayor que también ella tenía experiencia de la vida, pero sobre todo porque se había encariñado con Lola y quería ganársela—, Briony le contó su encuentro con Robbie en el puente, y lo de la carta, y que la había abierto, y lo que contenía. En vez de decir la palabra en voz alta, lo cual era impensable, se la deletreó desde el final. El efecto que produjo en Lola fue satisfactorio. Levantó del lavabo la cara chorreante y abrió la boca. Briony le dio una toalla. Pasaron unos segundos en los que Lola fingió que no sabía qué decir. Se estaba excediendo un poco, pero no lo hizo mal. Emitió un susurro ronco.
—¿Dice que piensa en eso
continuamente
?
Briony asintió y miró hacia otra parte, como asimilando la tragedia. Podría aprender de su prima a ser un poco más expresiva; ahora le tocó a Lola posar una mano consoladora en el hombro de Briony.
—Qué horrible para ti. Ese hombre es un maníaco.
Un maníaco. La palabra tenía refinamiento, y el peso de un diagnóstico médico. Eso era lo que había sido Robbie a largo de los años transcurridos desde que ella le conocía. Cuando era pequeña él la llevaba a cuestas en la espalda y simulaba ser una fiera. Había estado a solas con Robbie muchas veces en la piscina, donde él, un verano, le enseñó a flotar y a nadar braza. Ahora que su afección tenía nombre sintió un cierto consuelo, aunque el misterio del episodio de la fuente se espesaba. Ya había decidido no contar este suceso, sospechando que la explicación era sencilla y que más valdría no poner al descubierto su ignorancia.
—¿Qué va a hacer tu hermana?
—No tengo ni idea.
Tampoco mencionó que temía su próximo encuentro con Cecilia.
—Te diré que la primera tarde ya me pareció un monstruo, cuando le oí gritar a los gemelos, que estaban al borde de la piscina.
Briony trató de recordar momentos en los que también hubieran podido observarse los síntomas de la manía. Dijo:
—Siempre se esfuerza en ser agradable. Nos ha tenido engañados durante años.
El cambio de tema había surtido efecto, pues el cerco en torno a los ojos de Lola, que había estado inflamado, ahora volvía a estar pecoso y pálido, y volvía a ser de nuevo la de antes. Le cogió la mano a Briony.
—Creo que la policía debería saberlo.
El alguacil del pueblo era un hombre afable, de bigote cerúleo, cuya esposa criaba gallinas y distribuía huevos frescos montada en una bicicleta. Notificarle lo de la carta y la palabra, aun diciéndole las cuatro letras al revés, era inconcebible. Iba a retirar la mano, pero Lola se la apretó más y pareció leer la mente de su prima.
—Basta con enseñarle la carta a la policía.
—Puede que ella no esté conforme.
—Apuesto a que sí. Los maníacos pueden atacar a cualquiera.
Lola pareció de pronto pensativa y a punto de decirle algo nuevo a Briony. Pero en lugar de hacerlo se apartó de ella, cogió el cepillo de Briony y se cepilló el pelo vigorosamente delante del espejo. No bien empezó a hacerlo oyeron que la señora Tallis las llamaba para que bajasen a cenar. Al instante Lola se puso irascible, y Briony conjeturó que aquellos bruscos cambios de humor formaban parte de su disgusto reciente.
—No hay nada que hacer. No he empezado a arreglarme —dijo, otra vez próxima a las lágrimas—. Ni siquiera he empezado a arreglarme la cara.
—Voy a bajar —la sosegó Briony—. Les diré que todavía tardarás un poco.
Pero Lola ya estaba saliendo al pasillo y no pareció oírla.
Después de haberse peinado, Briony permaneció delante del espejo, estudiando su cara y preguntándose qué haría cuando empezase a «arreglarse», momento que sabía que llegaría pronto. Otra exigencia más sobre su tiempo. Por lo menos no tenía pecas que encubrir o suavizar, y eso desde luego ahorraba trabajo. Mucho tiempo atrás, a la edad de diez años, había decidido que la barra de labios le daba un aspecto de payaso. La idea estaba pendiente de revisión. Pero no todavía, cuando había tantas otras cosas en que pensar. De pie junto al escritorio, le puso con aire ausente el capuchón a la estilográfica. Escribir un relato era una empresa vana y banal cuando alrededor giraban fuerzas tan poderosas y caóticas, y cuando todo aquel día una serie de sucesos había absorbido o transformado lo ocurrido anteriormente. Había una anciana que se tragó una mosca. Le asaltó la duda de si habría cometido un craso error al confiar en su prima; a Cecilia no le gustaría ni pizca que la lunática de Lola empezara a hacer alarde de que estaba enterada de la nota de Robbie. ¿Y cómo era posible bajar a sentarse a la mesa con un maníaco? Si la policía le detenía, ella, Briony, quizás tuviese que comparecer en el juicio y decir la palabra en voz alta, en calidad de prueba.
A regañadientes, salió de su cuarto y recorrió el pasillo de paneles lúgubres hasta lo alto de la escalera, donde se detuvo a escuchar. Todavía había voces en el salón: oyó la de su madre y la del señor Marshall y, a continuación, por separado, la de los gemelos hablando entre ellos. No estaba Cecilia, pues, ni estaba el maníaco. Briony notó que se le aceleraban los latidos cuando emprendió el reluctante descenso. Su vida había dejado de ser sencilla. Sólo tres días antes estaba terminando
Las tribulaciones de Arabella
y aguardando la llegada de sus primos. Había deseado que todo fuera distinto, y ahora lo era; y no sólo era un cambio malo, sino que no tardaría en empeorar. Se detuvo de nuevo en el primer rellano para consolidar un plan; se mantendría apartada de su voluble prima, y ni siquiera la miraría a la cara: no podía permitir que la arrastraran a una confabulación, ni quería propiciar un arrebato desastroso. Y no se atrevía a acercarse a Cecilia, a quien debía proteger. A Robbie, obviamente, lo evitaría por pura seguridad. Su madre, con sus nervios, no sería una ayuda. Estando ella presente, sería imposible pensar a derechas. Recurriría, pues, a los gemelos: serían su refugio. Se pondría a su lado y cuidaría de ellos. Aquellas cenas de verano siempre empezaban tardísimo —eran más de las diez— y los chicos estarían cansados. Y, por lo demás, se mostraría sociable con el señor Marshall y le haría preguntas sobre golosinas: quién las ideaba y cómo se fabricaban. Era un plan cobarde, pero no se le ocurrió otro. Con la cena a punto de servirse, no era el momento de llamar al alguacil Vockins para que viniera del pueblo.