Expiación (20 page)

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Authors: Ian McEwan

BOOK: Expiación
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Las batidas estaban comenzando cuando él llegó a la puerta principal. Cecilia había enlazado los brazos con los de su hermano y, al ponerse en marcha, miró hacia atrás y vio a Robbie de pie bajo la luz. Le lanzó una mirada, encogiéndose de hombros, que decía: de momento no hay nada que hacer. Se volvió, antes de que él pudiese ejecutar un gesto de aceptación amorosa, y ella y Leon avanzaron gritando los nombres de los chicos. Marshall se les había adelantado y recorría el camino principal, visible tan sólo por la linterna que llevaba. Lola se había perdido de vista. Briony caminaba alrededor de la casa. Ella, por supuesto, no querría estar acompañada de Robbie, lo cual representaba un cierto alivio, pues él ya lo había decidido: si no podía estar con Cecilia, si no podía tenerla para él, también él, como Briony, buscaría por su cuenta. Aquella decisión, como habría de reconocer muchas veces, transformó su vida.

12

Por muy elegante que hubiese sido el antiguo edificio de estilo Adam, por bellamente que en otro tiempo hubiera presidido el parque, los muros no podrían haber sido tan robustos como los de la estructura baronial que lo reemplazó y sus habitaciones nunca habrían poseído la misma cualidad de silencio obstinado que en ocasiones envolvía a la casa Tallis. Emily sintió su achaparrada presencia cuando cerró la puerta delantera sobre los miembros de la batida y se volvió para cruzar el vestíbulo. Supuso que Betty y sus ayudantes estarían tomando el postre en la cocina y no sabrían que el comedor se había quedado desierto. No se oía nada. Las paredes, el artesonado, el peso omnipresente de las piezas de mobiliario casi nuevas, los morillos colosales, los mantos de chimenea empotrados, de brillante piedra nueva, remitían a través de los siglos a una época de castillos solitarios en bosques mudos. La intención de su suegro, conjeturó, fue crear un ambiente de solidez y tradición familiar. Un hombre que se había pasado la vida diseñando cerrojos y cerraduras de hierro comprendía el valor de la intimidad. El ruido procedente del exterior de la casa había sido eliminado por completo, y hasta los sonidos domésticos del interior quedaban amortiguados y en ocasiones hasta suprimidos de algún modo.

Emily suspiró y, al no oírse a sí misma del todo, suspiró de nuevo. Estaba junto al teléfono que había sobre una mesa semicircular de hierro forjado al lado de la biblioteca, y descansó la mano en el auricular. Para hablar con el alguacil Vbckins tendría que hablar primero con su esposa, una mujer parlanchína a quien le gustaba cotorrear de huevos y temas conexos: el precio del pienso para gallinas, los zorros, la fragilidad de las bolsas de papel modernas. Su marido se negaba a mostrar la deferencia que cabía esperar de un policía. Profería con sinceridad perogrulladas que en su pecho abotonado muy prieto resonaban como una sabiduría arduamente obtenida: nunca llovía, sino que diluviaba, el ocio es la madre de todos los vicios, una manzana podrida corrompe a las demás. Por el pueblo corría el rumor de que había sido sindicalista antes de ingresar en las fuerzas del orden y dejarse crecer el bigote. En los días de la huelga general, se le había visto transportando octavillas en un tren.

Además, ¿qué le pediría al alguacil del pueblo? Para cuando él le hubiese dicho que los chicos siempre serían chicos y hubiera sacado de la cama a media docena de lugareños para organizar una batida, habría transcurrido una hora y los gemelos ya habrían vuelto a casa, disuadidos por la inmensidad del mundo durante la noche. De hecho, no eran los chicos los que ocupaban su pensamiento, sino la madre de ellos, su hermana, o más bien su encarnación en la figura enjuta y fuerte de Lola. Cuando Emily se levantó de la mesa del comedor para consolar a la chica, descubrió sorprendida que le guardaba rencor. Cuanto más lo sentía, más se volcaba sobre Lola para ocultarlo. El arañazo en la mano era innegable, y las contusiones en el brazo, a decir verdad, bastante impresionantes, teniendo en cuenta que se las habían infligido dos niños. Pero un viejo antagonismo compungía a Emily. Era a su hermana Hermione a quien estaba sosegando, era a Hermione, ladrona de escenas, pequeña maestra del histrionismo, a quien apretaba contra sus pechos. Al igual que antaño, cuanto más furiosa estaba, más atenta se volvía. Y cuando la pobre Briony encontró la carta de los gemelos, fue aquel mismo antagonismo lo que impulsó a Emily a volverse contra ella con insólita vehemencia. ¡Qué injusto! Pero la perspectiva de que su hija, o cualquier otra chica más joven que la propia Emily, abriese el sobre y aumentase la tensión simplemente abriéndolo un poco demasiado despacio, y que luego leyese la nota en voz alta a todos los presentes, dando la noticia y convirtiéndose en el centro de atención, resucitaba viejos recuerdos y pensamientos mezquinos.

Hermione había ceceado y había hecho cabriolas y piruetas durante toda la infancia de ambas, exhibiéndose en cada ocasión que se le presentaba sin pararse a pensar —eso creía su hermana mayor, silenciosa y enfurruñada— en la impresión ridicula y desesperada que causaba. Había siempre adultos dispuestos a alentar aquella incesante vanagloria. Y cuando, a las mil maravillas, la Emily de once años había conmocionado a una habitación llena de visitas corriendo hasta una puertaventana y haciéndose en la mano un corte tan profundo que un chorro de sangre había estampado un ramo escarlata en el vestido de muselina blanca de una niña cercana, fue la Hermione de nueve años la que ocupó el centro del escenario mediante un acceso de gritos. Mientras Emily yacía en la oscuridad del suelo, a la sombra de un sofá, y un tío médico le aplicaba un torniquete experto, doce parientes se esforzaban en calmar a su hermana. Y ahora estaba en París retozando con un hombre que trabajaba en la radio mientras Emily se ocupaba de sus hijos.
Plus ça change
, habría podido decir Vockins.

Y Lola, como su madre, tampoco se frenaba. En cuanto Emily leyó la carta, Lola eclipsó la fuga de sus hermanos con su mutis dramático. Mamá me va a matar, en efecto. Pero estaba manteniendo vivo el espíritu de su madre. Cuando los gemelos volvieran, seguro que todavía habría que buscar a Lola. Movida por un férreo principio de vanidad, se quedaría más tiempo en la oscuridad, envolviéndose en algún infortunio inventado, para que el alivio general cuando la hallasen fuera tanto más intenso y toda la atención se concentrase en ella. Aquella tarde, sin moverse de su lecho, Emily había conjeturado que Lola estaba socavando la obra de Briony, sospecha confirmada por el cartel rasgado en diagonal que había en el caballete. Y exactamente como había predicho, Briony se había marchado a alguna parte, malhumorada e inhallable. Cómo se parecía Lola a Hermione en la capacidad de mantenerse libre de culpa mientras los demás se destruían instigados por ella.

Emily permaneció indecisa en el vestíbulo, sin ganas de estar en ninguna habitación particular, aguzando el oído para captar las voces de las batidas en el exterior y —si era franca consigo misma— aliviada por no oír nada. Era un drama inexistente, el de los gemelos desaparecidos; era la vida de Hermione que se imponía sobre la suya. No había motivo para preocuparse por los chicos. Era improbable que se acercaran al río. Sin duda, se cansarían y volverían a casa. La rodeaban espesos muros de silencio que silbaba en sus oídos, con un volumen que crecía y decrecía con arreglo a una pauta propia. Retiró la mano del teléfono, se frotó la frente —no había huella de la migraña brutal, gracias a Dios— y se dirigió al salón. Otra razón para no llamar a Vockins era que Jack no tardaría en telefonear para disculparse. La llamada llegaría a través de la operadora del Ministerio; luego oiría la voz relinchante y nasal del joven ayudante y por último la de su marido sentado ante el escritorio, resonando en el despacho inmenso de techo encofrado. Ella no dudaba de que trabajaba hasta muy tarde, pero sabía que no dormía en el club, y él sabía que ella lo sabía. Pero no había nada que decir. O, mejor dicho, había demasiado. Se parecían mucho en el miedo que ambos le tenían al conflicto, y la regularidad de las llamadas vespertinas, a pesar del poco crédito que ella les concedía, era reconfortante para los dos. Si aquella farsa era una hipocresía convencional, tenía que admitir su utilidad. Había fuentes de satisfacción en su vida —la casa, el parque y, sobre todo, los hijos— y tenía intención de conservarlas no desafiando a Jack. Y ella echaba menos en falta su presencia que su voz en el teléfono. Que él le mintiera continuamente, aunque difícilmente pudiera considerarse amor, suponía una atención sostenida; debía de tenerle afecto para idear embustes tan complicados y a lo largo de tanto tiempo. Sus engaños eran una forma de homenaje a la importancia de su matrimonio.

Niña agraviada, agraviada esposa. Pero no era tan infeliz como debiera. Los agravios de la niña la habían preparado para los de la esposa. Hizo una pausa en el umbral del salón y observó que todavía no habían retirado las copas de cóctel manchadas de chocolate, y que las puertas que daban al jardín seguían abiertas. Ahora el menor soplo de brisa producía un susurro de las juncias que estaban delante de la chimenea. Dos polillas corpulentas circundaban la lámpara que había encima del clavicémbalo. ¿Cuándo volvería a tocarlo alguien? Que las criaturas de la noche fuesen atraídas hacia unas luces donde era más fácil que las devorasen otras criaturas era uno de los misterios que le causaban un módico placer. Prefería no conocer la explicación. Una noche, en una cena formal, un profesor de ciencias, deseoso de charlar, había señalado a unos insectos que giraban encima de un candelabro. Él le había dicho que lo que los atraía era la impresión visual de una oscuridad aún más densa al otro lado de la luz. Aunque pudieran devorarlos, tenían que obedecer el instinto que los empujaba a buscar el lugar más oscuro en el otro extremo de la luz; y en este caso se trataba de una ilusión. A ella se le antojó un sofisma, o una explicación forzada. ¿Cómo se atrevía alguien a conocer el mundo a través de los ojos de un insecto? No todas las cosas tenían una causa, y pretender lo contrario era una interferencia en los procesos del mundo que resultaba fútil y que incluso podía ocasionar pesadumbre. Algunas cosas eran simplemente como eran.

No quería saber por qué Jack pasaba en Londres tantas noches consecutivas. O más bien no quería que se lo dijeran. Tampoco quería saber nada del trabajo que le retenía hasta tarde en el Ministerio. Meses atrás, no mucho después de Navidad, entró en la biblioteca para despertarle de una siesta y vio un expediente abierto encima del escritorio. Fue una mínima curiosidad conyugal la que la indujo a fisgar, pues la administración civil le inspiraba muy poco interés. En una página vio una lista de rúbricas: controles de cambio, racionamientos, evacuación masiva de grandes ciudades, reclutamiento de mano de obra. La página contigua estaba manuscrita. En una serie de cálculos aritméticos había intercalados fragmentos de texto. La caligrafía de trazos rectos y tinta marrón de su marido le indicaba que multiplicase por cincuenta. Por cada tonelada de explosivos arrojada, calcula cincuenta bajas. Supongamos que se lanzan 100 000 toneladas de explosivos en dos semanas. Resultado: cinco millones de víctimas. Todavía no había despertado a Jack y sus expiraciones suaves y silbantes se mezclaban con el gorjeo invernal que procedía de algún lugar más allá césped. La acuosa luz del sol ondulaba sobre los lomos de los libros y el olor de polvo caliente lo impregnaba todo. Fue hacia las ventanas y miró fuera para intentar localizar al pájaro entre las ramas peladas de roble que se extendían negras contra un cielo discontinuo, gris y azul clarísimo. Sabía bien que tenía que existir aquel tipo de cabalas burocráticas. Y, sin embargo, los administradores tomaban medidas para precaverse de todas las contingencias. Pero aquellas cifras desmesuradas eran ciertamente una forma de engrandecimiento personal, y temerarias hasta un grado irresponsable. A Jack, el protector de la familia, el garante de su tranquilidad, se le encomendaba que adoptase una perspectiva amplia. Pero aquello era una idiotez. Cuando le despertó, él gruñó y se inclinó hacia adelante, con un movimiento súbito, para cerrar los expedientes y luego, todavía sentado, se llevó a la boca la mano de Emily y la besó secamente.

Desistió de cerrar las puertaventanas y se sentó en un extremo del Chesterfield. No estaba exactamente aguardando, presintió. No conocía a nadie que tuviese su don de permanecer inmóvil, sin siquiera un libro en el regazo, de rumiar con suavidad sus pensamientos, como quien explora un jardín nuevo. Había adquirido aquella paciencia gracias a los años esquivando la migraña. Inquietarse, concentrarse, leer, mirar, querer: había que sortearlo todo en provecho de una lenta deriva de asociaciones, mientras los minutos se acumulaban como nieve hacinada y el silencio se espesaba a su alrededor. Ahora, allí sentada, notaba cómo el aire de la noche le cosquilleaba el dobladillo del vestido contra la espinilla. Su infancia era tan tangible como la seda tornasolada: un sabor, un sonido, un olor, todo ello mezclado en una entidad que era sin duda algo más que un estado de ánimo. Había una presencia en la habitación, su ego agraviado y desatendido de cuando tenía diez años y era una niña aún más callada que Briony, y que se asombraba de la maciza vacuidad del tiempo y se maravillaba de que el siglo
XIX
estuviese a punto de acabar. Qué propio de ella, estar sentada así en una habitación, sin «participar». Aquel espectro había sido invocado no por Lola imitando a Hermione, ni por la desaparición en la noche de los gemelos inescrutables. Era el lento retraimiento, la adquisición de autonomía lo que marcaba el fin inminente de la infancia de Briony. Una vez más, esto obsesionaba a Emily. Briony era su benjamina, y nada entre entonces y la tumba sería tan elementalmente importante o placentero como cuidar de una niña. No era tonta. Sabía que se apiadaba de sí misma al contemplar con aquella dulce exaltación lo que consideraba su propia ruina: Briony iría seguramente a Girton, la facultad de Cecilia, y en Emily se agravaría la rigidez de los miembros, y su persona se volvería más insignificante cada día; la edad y el cansancio le devolverían a Jack, y no se dirían nada ni sería menester decirlo. Y allí estaba el espectro de su infancia, difuminado por todo el salón, para recordarle el arco limitado de la existencia. Qué pronto terminaba el plazo. Ni compacto ni vacío, sino precipitado. Implacable.

Aquellas reflexiones ordinarias no la abatían especialmente. Flotaba sobre ellas, las contemplaba con neutralidad, las ensamblaba distraídamente con otras preocupaciones. Tenía proyectado plantar un macizo de ceanoto a lo largo del acceso a la piscina. Robbie quería convencerla de que erigiese una pérgola de la que colgase una glicinia de crecimiento lento, cuya flor y fragancia a él le gustaban. Pero ella y Jack llevarían tiempo muertos para cuando se alcanzase el pleno efecto. El plazo habría terminado. Pensó en la mirada algo maníaca y vidriosa de Robbie durante la cena. ¿Fumaría los pitillos sobre los cuales ella había leído en una revista, aquellos cigarrillos que incitaban a jóvenes de tendencias bohemias a traspasar las fronteras de la demencia? El muchacho le caía bien, y se alegraba por Grace Turner de que le hubiese salido inteligente. Pero en realidad, Robbie era una afición de Jack, una prueba viviente de un principio de igualdad que él había perseguido a lo largo de los años. Cuando Jack hablaba de Robbie, lo cual no hacía a menudo, era con un tono de reivindicación teñida de superioridad moral. Se había establecido algo que Emily interpretaba como una crítica a ella misma. Se había opuesto a que Jack sufragara la educación del joven, porque le parecía una intromisión de su marido, así como una injusticia contra Leon y las chicas. No creía que la desmintiera el simple hecho de que Robbie hubiese regresado de Cambridge con la nota máxima. De hecho, había puesto las cosas más difíciles para las notas mediocres de Cecilia, aunque era ridículo por parte de ésta aparentar que se sentía decepcionada. La ascensión de Robbie. «Nada bueno saldrá de eso», era la frase que empleaba a menudo, a lo que Jack, pedantemente, respondía que ya había reportado cantidad de cosas buenas.

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