Authors: Ian McEwan
Sostenida contra el rincón por el peso de Robbie, ella volvió a enlazar las manos por detrás de su cuello, y descansó los codos en sus hombros sin dejar de besarle la cara. El trance, en sí mismo, fue fácil. Contuvieron el aliento antes de que la membrana se rasgara, y cuando lo hizo ella se zafó rápidamente, pero no emitió ningún sonido: pareció que se trataba de una cuestión de orgullo. Se aproximaron, se juntaron más hondamente y luego, durante varios segundos seguidos, todo se detuvo. En lugar de un frenesí extático, había inmovilidad. Estaban paralizados no por el hecho asombroso de haber llegado, sino por una sensación sobrecogida de retorno: estaban cara a cara en las penumbras, mirando fijamente a lo poco que podían ver de los ojos del otro, y ahora fue lo impersonal lo que cesaba. No había, por supuesto, nada abstracto en una cara. El hijo de Grace y Ernest Turner, la hija de Emily y Jack Tallis, los amigos de la infancia, los conocidos de la universidad, en un estado de gozo expansivo y sereno, afrontaban el cambio trascendental que habían alcanzado. La cercanía de una cara conocida no era absurda, sino maravillosa. Robbie miraba a la mujer, la chica a quien conocía de siempre, pensando que el cambio completo se había operado en él mismo, y era algo tan fundamental, tan fundamentalmente biológico como el nacimiento. Nada tan singular ni tan importante había acaecido desde el día de su nacimiento. Ella le devolvió la mirada, sorprendida por el hecho de su propia transformación, y abrumada por la belleza de una cara que la costumbre de toda una vida le había enseñado a pasar por alto. Susurró el nombre de él con la parsimonia de un niño que ensaya sonidos distintos. Cuando él respondió pronunciando el nombre de ella, sonó como una palabra nueva: las sílabas eran las mismas, pero el sentido era diferente. Por último, él dijo las dos sencillas palabras que ni el arte malo ni la mala fe pueden abaratar del todo. Ellas las repitió, con exactamente el mismo leve énfasis en la primera palabra, como si ella fuese la primera en decirlas. El no tenía creencias religiosas, pero era imposible no pensar que había una presencia o un testigo invisibles en la habitación, y que aquellas palabras pronunciadas en voz alta eran como las firmas de un contrato inmaterial.
Habían permanecido inmóviles durante un lapso de quizás medio minuto. Un plazo más largo habría exigido el dominio de algún formidable arte tántrico. Empezaron a hacer el amor contra los anaqueles de la biblioteca, que crujían a tenor de sus movimientos. Es bastante común en esos momentos fantasear con que accedes a un lugar alto y remoto. Él se imaginó paseando por una cumbre de montaña plana y redonda, suspendida entre dos picos más altos. Se hallaba en un talante de pausado reconocimiento, con tiempo para ir hasta una cresta rocosa y echar un vistazo al pedregal casi vertical por cuya pendiente habría de arrojarse enseguida. Era una tentación ahora saltar al espacio abierto, pero era un hombre de mundo y sabía alejarse y aguardar. No era fácil, porque le estaban arrastrando y debía resistir. Mientras no pensara en la cornisa, no se acercaría a ella y no estaría tentado. Se obligó a recordar las cosas más insulsas que conocía: betún de botas, una solicitud impresa, una toalla mojada en el suelo de su dormitorio. Había también una tapadera volcada de un cubo de la basura con un palmo de agua de lluvia dentro, y la mancha incompleta de un cerco de té sobre la portada de sus poemas de Housman. El timbre de la voz de ella interrumpió este precioso inventario. Le estaba llamando, invitando, murmurando al oído. Exactamente. Saltarían juntos. Ella estaba ahora con él, contemplando el abismo, y vieron cómo el pedregal se despeñaba a través de la capa de nubes. Cogidos de la mano, caerían hacia atrás. Ella lo repitió, cuchicheando en su oído, y esta vez él la entendió claramente:
—Ha entrado alguien.
Él abrió los ojos. Era una biblioteca, en el interior de una casa en silencio absoluto. Llevaba puesto su mejor traje. Sí, recordó todo con relativa fluidez. Hizo un esfuerzo para mirar por encima del hombro y sólo vio el escritorio débilmente iluminado, donde estaba antes, como si lo recordase de un sueño. Desde el rincón donde estaban no se veía la puerta. Pero no se oía nada, ni el menor sonido. Ella estaba equivocada, ansiaba que ella se hubiese equivocado, y en realidad así era. Se volvió hacia ella y se disponía a decírselo cuando ella le apretó más fuerte el brazo y él volvió a mirar atrás. Briony entró lentamente en el campo de visión de la pareja, se detuvo junto al escritorio y les vio. Se les quedó mirando estúpidamente, con los brazos caídos a los costados, como un pistolero en un duelo del Oeste. En aquel instante de repliegue él descubrió que hasta entonces nunca había odiado a nadie. Era un sentimiento tan puro como el amor, pero desapasionado y glacialmente racional. No había nada personal en ello, porque habría odiado igual a quienquiera que entrase. Había bebidas en el salón o en la terraza, y era donde se suponía que Briony debía estar, con su madre, y el hermano al que adoraba, y sus primos pequeños. No había razón alguna para que estuviese en la biblioteca, excepto encontrarle y denegarle lo que le pertenecía. Vio con claridad lo que había ocurrido: había abierto una carta cerrada para leer su nota, que la había asqueado, y a su oscura manera se sintió traicionada. Había ido en busca de su hermana, sin duda con la jubilosa intención de protegerla o de amonestarla, y había oído un ruido desde el otro lado de la puerta de la biblioteca. Impelida por la profundidad de su ignorancia, de imaginaciones tontas y de su rectitud de niña, había entrado a imponer un alto. Y apenas tuvo que hacerlo; de común acuerdo, ellos se habían separado y se habían vuelto, y ahora se adecentaban discretamente la ropa. Todo había acabado.
Hacía mucho que habían retirado de la mesa los platos del asado y Betty había vuelto con el budín de pan. Robbie se preguntó si eran figuraciones suyas o un malévolo designio por parte de Betty el que las porciones de los adultos fuesen el doble que las de los niños. Leon escanciaba la tercera botella de Barsac. Se había quitado la chaqueta, autorizando así a que también se la quitaran los otros dos hombres. En los cristales de la ventana sonó el tenue repiqueteo de diversas criaturas volantes de la noche que se precipitaban contra ellos. La señora Tallis se toqueteó la cara con una servilleta y miró con afecto a los gemelos. Pierrot estaba susurrando algo a la oreja de Jackson.
—Nada de secretos en la mesa, chicos. A todos nos gustaría saberlo, si no os importa.
Jackson, el portavoz, tragó saliva. Su hermano se miraba las rodillas.
—Te pedimos permiso, tía Emily. Por favor, ¿podemos ir al retrete?
—Desde luego. Pero se dice podríamos, no podemos. Y no hace falta ser tan concreto.
Los gemelos se deslizaron de sus sillas. Cuando llegaron a la puerta, Briony dio un grito y apuntó con el dedo.
—¡Mis calcetines! ¡Se han puesto mis calcetines de fresas!
Los chicos se detuvieron, se dieron media vuelta y, avergonzados, primero se miraron los tobillos y luego a la tía Emily. Briony casi se había levantado. Robbie supuso que emociones poderosas hallaban un desahogo en la niña.
—Habéis entrado en mi cuarto y los habéis cogido de mi cajón.
Cecilia habló por primera vez durante la cena. Ella también estaba desahogando sentimientos más profundos.
—¡Cállate, por el amor de Dios! Desde luego eres una diva quisquillosa. Los chicos no tenían calcetines limpios y les he dado los tuyos.
Briony la miró, perpleja. Agredida, traicionada por la misma persona a la que sólo ansiaba proteger. Jackson y Pierrot seguían mirando hacia su tía, que los despidió con un burlón ladeo de cabeza y un ligero asentimiento. Cerraron la puerta tras ellos con un cuidado exagerado, tal vez incluso satírico, y en el momento en que soltaron el picaporte Emily empuñó la cuchara y todos los comensales la imitaron. Dijo, con suavidad:
—Podrías ser un poco menos expresiva con tu hermana.
Cuando Cecilia volvió la cabeza para mirar a su madre, Robbie captó una vaharada de transpiración de las axilas que le recordó el olor a hierba recién cortada. Pronto estarían fuera de la casa. Cerró los ojos brevemente. Una jarra de dos pintas de natillas fue colocada ante él, y se preguntó si tendría fuerzas para levantarla.
—Lo siento, Emily. Pero ha estado insoportable todo el día.
Briony habló con una calma adulta.
—Eso es mucho decir, viniendo de ti.
—¿Qué quieres decir?
Robbie sabía que esta pregunta no era la adecuada. En aquella etapa de su vida, Briony habitaba en un espacio de transición mal definido entre el cuarto de juegos y los ámbitos adultos, y pasaba de uno a otro de un modo imprevisible. En la situación presente era menos peligrosa como niña indignada.
De hecho, la propia Briony no tenía una idea muy clara de lo que quería decir, pero Robbie no podía saberlo cuando medió rápidamente para cambiar de tema. Se volvió hacia Lola, que estaba a su izquierda, y dijo, de una forma que pretendía incluir a toda la mesa:
—Son buenos chicos, tus hermanos.
—¡Ja! —Briony fue feroz, y no le dejó tiempo para hablar a Lola—. Se nota que sabes poco.
Emily posó la cuchara.
—Querida, si esto continúa, tendré que pedirte que te levantes de la mesa.
—Mira lo que le han hecho. ¡Le han arañado la cara y le han hecho una quemadura china!
Todos los ojos miraban a Lola. La tez latía más oscura debajo de sus pecas, resaltando la línea del arañazo. Robbie dijo:
—No parece tan grave.
Briony le miró furiosa. Su madre dijo:
—Uñas de chiquillos. Habrá que ponerte una pomada.
Lola se mostró valiente.
—Ya me he puesto una. Ya estoy mucho mejor.
Paul Marshall carraspeó.
—Yo lo he visto…, he tenido que intervenir y separarles. Debo decir que me ha sorprendido, en unos chicos tan pequeños. Se han lanzado sobre ella sin más…
Emily se había levantado de su asiento. Fue donde estaba Lola y le levantó las manos con las suyas.
—¡Miradle los brazos! No sólo son rozaduras. Estás magullada hasta el codo. ¿Cómo demonios te han hecho esto?
—No lo sé, tía Emily.
Una vez más, Marshall se recostó en su silla. Habló por detrás de Cecilia y de la cabeza de Robbie a la chica que le miraba fijamente mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
—No es vergonzoso armar un escándalo, ¿sabes? Has sido muy valiente, pero te han dado una buena tunda.
Lola se esforzaba en no llorar. Emily atrajo a su sobrina hacia su abdomen y le acarició la cabeza. Marshall le dijo a Robbie:
—Tienes razón, son buenos chicos. Pero supongo que lo han pasado mal últimamente.
Robbie quería saber por qué Marshall no había mencionado antes el hecho de que Lola hubiese sido maltratada de aquella manera, pero en la mesa ahora reinaba una conmoción. Leon preguntó a su madre: «¿Quieres que llame a un médico?» Cecilia se estaba levantando de la mesa. Robbie le tocó el brazo y ella se volvió, y por primera vez desde la biblioteca sus miradas se cruzaron. No hubo tiempo para establecer nada más que aquel contacto, pues ella le rodeó a toda prisa para ir junto a su madre, que empezó a dar instrucciones para que le trajeran una compresa fría. Emily murmuraba palabras de consuelo sobre la coronilla de su sobrina. Marshall permaneció en su sitio y se llenó el vaso. Briony también se levantó y, al hacerlo, lanzó otro de sus penetrantes gritos infantiles. Del asiento de Jackson cogió un sobre y lo levantó para que lo vieran.
—¡Una carta!
Estaba a punto de abrirla. Robbie no pudo contenerse y preguntó:
—¿Para quién?
—Dice: «Para todos.»
Lola se liberó de su tía y se limpió la cara con la servilleta. Emily dio una nueva y sorprendente muestra de autoridad.
—No la abras. Haz lo que te digo y dámela.
Briony captó el tono insólito en la voz de su madre y dócilmente rodeó la mesa con el sobre en la mano. Emily se apartó un paso de Lola mientras sacaba un pedazo de papel rayado. Cuando lo leyó, Robbie y Cecilia también pudieron leerlo.
Nos bamos a fugar porque Lola y Betty son malisimas con nosotros y queremos ir a casa. Perdón por cojer algo de fruta Y no a abido función.
Los dos firmaban con sus respectivos nombres propios los trazos serpenteantes.
Hubo un silencio después de que Emily leyese la nota en voz alta. Lola se levantó y dio un par de pasos hacia una ventana; luego cambió de opinión y se encaminó hacia el extremo de la mesa. Miraba de derecha a izquierda, de una forma distraída y murmurando una y otra vez: «Oh, maldición, maldición…»
Marshall se le acercó y le puso una mano en el hombro.
—Todo se arreglará. Vamos a dar una batida y les encontraremos en un santiamén.
—Naturalmente —dijo Leon—. Hace sólo un par de minutos que se han ido.
Pero Lola no les escuchaba y parecía haber tomado una resolución. Mientras se encaminaba aprisa hacia la puerta dijo:
—Mamá me va a matar.
Cuando Leon intentó agarrarla por el hombro, ella se escabulló y franqueó la puerta. La oyeron atravesar corriendo el vestíbulo.
Leon se dirigió a su hermana:
—Cee, tú y yo vamos juntos.
Marshall dijo:
—No hay luna. Está bastante oscuro fuera.
El grupo se desplazaba hacia la puerta y Emily estaba diciendo:
—Alguien tiene que quedarse aquí, y bien podría ser yo.
Cecilia dijo:
—Hay linternas detrás de la puerta del sótano.
Leon le dijo a su madre:
—Creo que deberías llamar al alguacil.
Robbie fue el último en salir del comedor y el último, pensó, en adaptarse a la nueva situación. Su primera reacción, que persistía cuando salió a la frescura relativa del vestíbulo, fue pensar que le habían engañado. No podía creer que los gemelos estuvieran en peligro. Las vacas les asustarían y volverían a casa. La vasta extensión de la noche, más allá de la casa, los árboles oscuros, las sombras acogedoras, la fría hierba recién segada: todo aquello había sido reservado, él había decretado que les pertenecía exclusivamente a él y a Cecilia. Les estaba esperando, para que se adueñaran de aquel espacio y lo usufructuaran. Al día siguiente, o en cualquier otro momento distinto de ahora, ya no valdría. Pero de repente la casa había vertido su contenido en una noche ahora consagrada a una crisis doméstica casi cómica. Estarían horas fuera, gritando y agitando las linternas, acabarían por encontrar a los gemelos, sucios y cansados, Lola se calmaría, y tras una última copa para celebrar el feliz desenlace, la velada habría acabado. Al cabo de unos días, por no decir unas horas, se habría convertido en un recuerdo divertido que rememorar en reuniones familiares: la noche en que los gemelos se fugaron.