Authors: Ian McEwan
Estaban a salvo, Cecilia estaba con Leon, y ella, Briony, era libre de vagar a oscuras y pensar en la jornada extraordinaria. Mientras se alejaba de la piscina, decidió que su infancia había terminado en el momento en que rompió el cartel que anunciaba la función de teatro. Los cuentos de hadas quedaban atrás, y en el lapso de unas pocas horas había presenciado misterios, visto una palabra impronunciable, interrumpido una conducta brutal y, al incurrir en el odio de un adulto en quien todos habían confiado, había participado en el drama de la vida más allá del cuarto de jugar. Lo único que le quedaba por hacer era descubrir las historias, no sólo los temas, sino una manera de desarrollarlos que hiciese justicia a sus nuevos conocimientos. ¿O se refería a una mayor conciencia de su propia ignorancia?
La contemplación del agua durante varios minutos seguidos le hizo pensar en el lago. Quizás los chicos estuvieran escondidos en el templo de la isla. Era oscuro, pero no estaba demasiado aislado de la casa, un lugar acogedor, provisto de agua y sin excesivas sombras. Los otros tal vez habían cruzado el puente sin inspeccionar el sitio. Resolvió ceñirse a su propio itinerario y llegar al lago rodeando la fachada trasera de la casa.
Dos minutos después estaba atravesando los rosales y el camino de grava que había delante de la fuente del tritón, escenario de otro misterio que claramente presagiaba las brutalidades posteriores. Al pasar por delante creyó oír un débil grito, y creyó ver por el rabillo del ojo un punto de luz que se encendía y se apagaba. Se detuvo y aguzó el oído para oír por encima del goteo del agua. El grito y la luz provenían del bosque junto al río, a unos cientos de metros de distancia. Caminó en aquella dirección medio minuto y se detuvo a escuchar de nuevo. Pero no percibió nada, nada más que la masa oscura y colgante de los bosques apenas discernibles contra el azul grisáceo del cielo, al oeste. Tras aguardar un rato decidió volver. Para volver al sendero caminaba derecha hacia la casa, hacia la terraza donde una lámpara de queroseno con pantalla de globo brillaba entre vasos, botellas y una cubitera. Las puertaventanas del salón seguían abiertas de par en par a la intemperie. Veía la habitación. Y a la luz de una lámpara señera vio, parcialmente oscurecido por la caída de una cortina de terciopelo, el extremo de un sofá sobre el cual descansaba, en un ángulo singular, un objeto cilindrico que parecía flotar. Sólo después de haber recorrido otros cincuenta metros comprendió que lo que estaba viendo era una pierna humana desprovista de cuerpo. Se acercó un poco más y captó las perspectivas; era la de su madre, por supuesto, que estaría esperando a los gemelos. La oscurecían sobre todo las cortinas, y la rodilla de una pierna le sostenía la otra, enfundada en una media, lo que confería una curiosa y escorada apariencia de levitación.
Cuando llegó a la casa, Briony se dirigió hacia una ventana a su izquierda, con objeto de situarse fuera del campo de visión de Emily. Estaba demasiado lejos, por detrás de su madre, para verle los ojos. Sólo distinguía en su pómulo la depresión que formaba la cuenca ocular. Briony estaba segura de que su madre tendría los ojos cerrados. Tenía la cabeza ladeada hacia atrás, y las manos levemente enlazadas en el regazo. Su hombro derecho se alzaba y descendía débilmente, al ritmo de su respiración. Briony no le veía la boca, pero conocía su curva hacia abajo, que se confundía fácilmente con el signo —el jeroglífico— del reproche. Pero no era así, porque su madre era infinitamente amable y dulce y buena. Mirarla sentada sola, a aquella hora tardía de la noche, resultaba triste, pero era una tristeza placentera. Briony se permitió mirar por la ventana con un espíritu de despedida. Su madre tenía cuarenta y seis años, era descorazonadoramente vieja. Un día se moriría. Habría un funeral en el pueblo, y la circunspecta resistencia de Briony a asistir a la ceremonia indicaría la magnitud de su tristeza. Cuando los amigos se acercaran para murmurarle sus condolencias, se quedarían sobrecogidos por la inmensidad de su tragedia. Se veía de pie y sola en un vasto ruedo, dentro de un coliseo altísimo, observada no sólo por todas las personas que la conocían, sino por todas a las que conocería, el elenco completo de su vida, congregadas para amarla en su momento de duelo. Y en el cementerio, en lo que llamaban el rincón de los abuelos, ella y Leon y Cecilia se fundirían en un abrazo interminable sobre la larga hierba junto a la nueva lápida, observados de nuevo. Tenía que ser un acto presenciado. Si le escocían los ojos, era por la pena que le inspiraban todos aquellos testigos.
Podría haberse presentado ante su madre y haberse acurrucado junto a ella para hacerle un resumen del día. De haberlo hecho no habría cometido el crimen. Tantas cosas no habrían sucedido, nada habría acontecido, y la mano niveladora del tiempo habría hecho de la velada algo apenas memorable: la noche en que se fugaron los gemelos. ¿Fue en el treinta y cuatro, en el treinta y cinco o en el treinta y seis? Pero, sin ningún motivo concreto, aparte de la vaga obligación de la búsqueda y del placer de estar fuera tan tarde, se alejó, y al hacerlo su hombro tropezó con el quicio de una de las puertaventanas y la cerró de golpe. Fue un sonido agudo —pino seco contra madera noble— y resonó como una reprensión. Puesto que si se quedaba tendría que dar explicaciones, se escabulló al amparo de la oscuridad, andando aprisa y de puntillas sobre las losas de piedra y las hierbas aromáticas que crecían entre ellas. Llegó al césped, entre los rosales, donde se podía correr sin hacer ruido. Dando la vuelta a la casa llegó a la fachada, a la grava por donde aquella tarde había renqueado descalza.
Desde allí bajó más despacio por el camino hacia el puente. Había vuelto al punto de partida, y creyó que vería a los otros o que oiría sus gritos. Pero no vio a nadie. Las formas oscuras de los árboles muy espaciados entre sí al otro lado del parque le hicieron vacilar. Alguien la odiaba, no debía olvidarlo, y era un hombre imprevisible y violento. Leon, Cecilia y Marshall estarían ya muy lejos. Los árboles más cercanos, o al menos sus troncos, tenían forma humana. O podían ocultar alguna. Ni siquiera sería visible para ella un hombre parado delante de un tronco. Por primera vez, fue consciente de la brisa que soplaba entre la copa de los árboles, y este sonido familiar la inquietó. Infinidad de agitaciones separadas y precisas bombardearon sus sentidos. Cuando el viento arreció brevemente y luego cesó, el sonido se alejó de Briony, recorriendo como un ser viviente el parque oscurecido. Se paró a preguntarse si tendría el valor de seguir hasta el puente, de cruzarlo y bajar el empinado terraplén hasta el templo de la isla. Sobre todo cuando no había un buen motivo: tan sólo el presentimiento de que los chicos podrían haber caminado hasta allí. A diferencia de los adultos, ella no tenía una linterna. De ella no se esperaba nada, al fin y al cabo para ellos era una niña. Los gemelos no estaban en peligro.
Permaneció sobre la grava un par de minutos, no tan asustada como para volver atrás ni tan confiada como para continuar. Podía volver al lado de su madre y hacerle compañía en el salón mientras esperaba. Podía optar por un itinerario más seguro, hacer el camino de ida y vuelta sin entrar en los bosques, y todavía daría la impresión de que su búsqueda había sido seria. Pero precisamente porque el día le había revelado que ya no era una niña, y que ahora era una persona con una historia más densa, y tenía que demostrarse a sí misma que era digna de esa historia, se obligó a proseguir la marcha y a cruzar el río. De debajo de los pies, amplificado por el arco de piedra, le llegó el silbido de la brisa meciendo la juncia, y un súbito batir de alas contra el agua que cesó de golpe. Eran sonidos cotidianos, magnificados por la oscuridad. Y la oscuridad no era nada: no era una sustancia, no era una presencia, no era nada más que una ausencia de luz. El puente sólo llevaba a una isla artificial en un lago artificial. Había estado allí durante casi doscientos años, y su aislamiento lo distinguía del resto de los terrenos, y le pertenecía a ella más que a nadie. Era la única que visitaba el lugar. Para los demás no era sino un pasillo hacia casa y desde casa, un puente entre los puentes, un ornamento tan conocido que resultaba invisible. Hardman iba allí con su hijo dos veces al año para segar la hierba alrededor del templo. Los vagabundos lo habían utilizado. Gansos migratorios extraviados poblaban a veces la pequeña orilla herbosa. Por lo demás, era un feudo solitario de conejos, aves acuáticas y ratas de agua.
De modo que debería ser algo sencillo, bajar por el terraplén y cruzar la hierba hasta el templo. Pero titubeó de nuevo y se limitó a mirar, sin llamar siquiera a los gemelos. La palidez indistinta del edificio brillaba en la oscuridad. Cuando lo miró directamente se disolvió por completo. Se alzaba a unos cien metros de distancia y, más cerca, en el centro de la extensión de hierba, había un arbusto que ella no recordaba. O, mejor dicho, lo recordaba más próximo a la orilla. Los árboles —lo que veía de ellos— tampoco eran los mismos. El roble era demasiado bulboso, y el olmo excesivamente desgreñado, y en su carácter extraño parecían coaligados. Cuando descansó la mano en el pretil del puente, la sobresaltó el grito agudo y desagradable de un pato, casi humano en su nota entrecortada y declinante. Era lo escarpado del terraplén, por supuesto, lo que la refrenaba, y la idea del descenso, y el hecho de que no tenía demasiado sentido. Pero había tomado una decisión. Bajó hacia atrás, agarrándose a las matas de hierba, y al llegar abajo sólo se detuvo a limpiarse las manos en el vestido.
Se encaminó derecha hacia el templo, y había dado siete u ocho pasos, y estaba a punto de gritar los nombres de los gemelos, cuando el arbusto que había justo en mitad de su camino —el que ella creía que debería estar más cerca de la orilla— empezó a abrirse delante de ella, o a duplicarse, o a retemblar y luego a bifurcarse. Estaba cambiando de forma de un modo complicado, su base se adelgazaba al mismo tiempo que una columna vertical se alzaba como un metro y medio o algo más. Se habría detenido de inmediato si no hubiese estado aferrada a la idea de que aquello era un arbusto y de que estaba presenciado alguna triquiñuela de la oscuridad y la perspectiva. Pasaron varios segundos, avanzó otros dos pasos y vio que no era así. Entonces se detuvo. La masa vertical era una figura, una persona que ahora se alejaba de ella y empezaba a perderse en el trasfondo más oscuro de los árboles. La mancha más oscura que subsistía en el suelo era también una persona, que otra vez cambió de forma cuando se incorporó y la llamó por su nombre.
—¿Briony?
Percibió el desamparo en la voz de Lola —era el sonido que ella había tomado por el de un pato— y, en un instante, Briony lo comprendió todo. El asco y el miedo le produjeron náuseas. En eso, reapareció la figura más grande, que circundaba el lindero mismo del claro y enfilaba hacia el talud por donde Briony acababa de bajar. Sabía que debía atender a Lola, pero no pudo dejar de observar al hombre que ascendía la ladera rápidamente y sin esfuerzo y se perdía en la calzada. Oyó sus pasos mientras avanzaba hacia la casa. No lo dudó. Podía describirle. No había nada que no pudiese describir. Se arrodilló al lado de su prima.
—Lola, ¿estás bien?
Briony le tocó el hombro y tanteó en busca de su mano, sin hallarla. Lola estaba sentada hacia delante, con los brazos cruzados sobre el pecho, y se abrazaba y columpiaba un poco. Su voz era débil y distorsionada, como entorpecida por algo parecido a una burbuja, una mucosidad en la garganta. Tuvo que carraspear. Dijo, vagamente:
—Lo siento, yo no, lo siento…
Briony susurró:
—¿Quién era? —Y añadió, con toda la calma de que fue capaz, antes de que Lola pudiese contestar—: Lo he visto. Lo he
visto
.
Dócilmente, Lola dijo:
—Sí.
Por segunda vez aquella noche, Briony sintió una ráfaga de ternura por su prima. Juntas afrontaban terrores reales. Se sentían próximas. Briony estaba de rodillas, intentando ceñirla con los brazos y estrecharla, pero el cuerpo de Lola era huesudo e inflexible, cerrado sobre sí mismo como una concha. Un bígaro. Lola se abrazaba y se mecía.
Briony dijo:
—Era él, ¿verdad?
Notó contra el pecho, más que verlo, que Lola asentía, lenta, pensativamente. Quizás fuese extenuación.
Al cabo de muchos segundos, con la misma voz débil y sumisa, Lola dijo:
—Sí. Era él.
De repente, Briony quiso que le dijera el nombre. Para refrendar el delito, rubricarlo con la maldición de la víctima, sellar la suerte del culpable mediante la magia de nombrarlo.
—Lola —susurró, y no pudo negar la euforia que sentía—. Lola, ¿quién era?
El cimbreo cesó. La isla se tornó muy silenciosa. Sin cambiar totalmente de postura, Lola pareció distanciarse, o mover los hombros, mitad contrayéndolos, mitad balanceándolos, para liberarse del tacto compasivo de Briony. Apartó la cabeza y contempló la extensión vacía donde estaba el lago. Puede que estuviera a punto de hablar, puede que estuviese al borde de embarcarse en una larga confesión que revelaría sus sentimientos a medida que los expresaba y que, sacándole de su embotamiento, la aproximaría a algo semejante al terror y al júbilo. Apartarse muy bien podía no haber sido un distanciamiento, sino un acto de intimidad, una manera de reponerse para empezar a expresar lo que sentía a la única persona en quien, tan lejos de su casa, creía que podía confiar. Quizás ya hubiese recuperado aliento y separado los labios. Pero no importaba, porque Briony estaba a punto de interrumpirla y la oportunidad se habría perdido. Habían transcurrido muchos segundos —¿treinta?, ¿cuarenta y cinco?— y la niña más pequeña ya no pudo contenerse. Todo encajaba. Ella lo había descubierto. Era su historia, la que se estaba escribiendo alrededor de ella.
—Era Robbie, ¿verdad?
El maníaco. Quería pronunciar su nombre.
Lola no dijo nada y no se movió.
Briony volvió a decirlo, esta vez sin la inflexión de una pregunta. Era la afirmación de un hecho. «Era Robbie.»
Aunque no se había vuelto, ni movido lo más mínimo, estaba claro que algo estaba cambiando en Lola, que un calor le ascendía por la piel y un sonido de deglución seca, una convulsión vibrátil del músculo de la garganta, que era audible como una serie de chasquidos nerviosos. Briony lo dijo otra vez. Simplemente. «Robbie.»
Desde lago adentro llegó el gordo y redondo plafde un pez saltando, un sonido nítido y señero, pues la brisa había amainado por completo. Ahora no había nada inquietante en la copa de los árboles ni entre las juncias. Por fin, Lola volvió despacio la cara hacia ella. Dijo: