Authors: Ian McEwan
—Tú lo has visto.
—Cómo ha podido —gimió Briony—. Cómo se atreve.
Lola le puso la mano en el antebrazo desnudo y se lo apretó. Sus palabras fueron suaves y muy espaciadas.
—Tú lo has visto.
Briony se le acercó más y cubrió con la suya la mano de Lola.
—Todavía no sabes lo que ha ocurrido en la biblioteca, antes de la cena, justo después de que habláramos. Estaba atacando a mi hermana. Si no llego a entrar, no sé qué le hubiera hecho…
Por cerca que estuvieran una de otra, no les era posible verse mutuamente. El disco oscuro de la cara de Lola no mostraba nada, pero Briony intuyó que sólo la escuchaba a medias, hecho que confirmó el que su prima le interrumpiese, repitiendo:
—Pero tú lo has visto. Lo has visto de verdad.
—Pues claro. Claro como el día. Era él.
A pesar del calor de la noche, Lola empezaba a tiritar y Briony lamentó no tener nada de lo que despojarse para taparle los hombros.
Lola dijo:
—Ha venido por detrás. Me ha tirado al suelo…, y luego…, me ha empujado la cabeza hacia atrás y me ha puesto la mano encima de los ojos. No he podido, en realidad, no podía…
—Oh, Lola. —Briony extendió la mano para tocar la cara de su prima y encontrar su mejilla. Estaba seca, pero no lo estaría, sabía que no estaría seca mucho tiempo—. Escúchame. No podría confundirle. Le conozco de toda la vida. Lo he visto.
—Porque yo no podría asegurarlo. Pensé que podía ser él por la voz.
—¿Qué ha dicho?
—Nada. Me refiero a que era el sonido de su voz, la respiración, los ruidos. Pero no veía nada. No podría asegurarlo.
—Pues yo sí. Y lo haré.
Y de este modo sus posiciones respectivas, que habrían de encontrar pública expresión en las semanas y meses que siguieron, y luego ser rememoradas como demonios en privado durante muchos años, quedaron establecidas en aquellos momentos pasados junto al lago, en los que la certeza de Briony se imponía cada vez que su prima parecía albergar dudas. No mucho más se exigió de Lola ulteriormente, pues pudo refugiarse tras un aire de confusión herida, y en su calidad de paciente mimada, de víctima que convalece, de hija perdida, se dejaba bañar por la preocupación y la culpa de los adultos. ¿Cómo hemos podido permitir que esto le suceda a una niña? Lola no podía ayudarles ni lo necesitaba. Briony le ofreció una oportunidad y ella la aprovechó instintivamente; más aún: dejó que decidiera por ella. El celo de su prima casi no le dejaba otra alternativa que permanecer callada. No necesitaba mentir, mirar a los ojos a su presunto agresor y reunir el coraje de acusarlo, porque toda esta tarea la hacía por ella, con inocencia y sin malicia, la niña más pequeña. A Lola sólo le pedían que guardase silencio respecto a la verdad, que la aboliese y la olvidara totalmente, y que se convenciese, no de otra versión opuesta, sino simplemente de su propia incertidumbre. No veía nada, la mano del hombre le tapaba los ojos, estaba aterrada, no podía asegurarlo.
Briony estuvo a su lado para ayudarla en todos los estadios. Por lo que a ella atañía, todo encajaba; el terrible presente culminaba el pasado reciente. Los sucesos que ella había presenciado presagiaban la calamidad de su prima. Ojalá ella, Briony, hubiera sido menos inocente, menos estúpida. Ahora veía que el asunto era demasiado consistente, demasiado simétrico, para ser algo distinto de lo que ella decía que era. Se reprochaba la suposición pueril de que Robbie limitaría sus atenciones a Cecilia. ¿En qué estaría pensando? A fin de cuentas, él era un maníaco. Le interesaba cualquiera. Y era forzoso que persiguiera a la más vulnerable: una chica larguirucha, extraviada en la oscuridad de un lugar desconocido, que valerosamente explora las inmediaciones del templo de la isla en busca de sus hermanos. Lo mismo que Briony se disponía a hacer. Que la víctima de Robbie hubiera podido perfectamente ser ella acrecentaba la indignación y la vehemencia de Briony. Si su pobre prima no podía revelar la verdad, ella lo haría en su lugar.
Yo sí. Y lo haré
.
Ya en la semana que siguió, la vidriosa superficie de la convicción no careció de fallas ni de pequeñas fisuras. Cada vez que se percataba de ellas, lo cual no ocurría a menudo, se remitía, con una sensación un poco vertiginosa en el estómago, a su certeza, de que lo que sabía no se basaba literalmente, o no sólo, en lo visible. No se trataba pura y simplemente de que sus ojos le hubiesen dicho la verdad. Estaba demasiado oscuro para eso. Hasta la cara de Lola, a medio metro de distancia, era un óvalo vacío, y aquella figura estaba a muchos metros, y de espaldas a ella mientras rodeaba el claro. Pero la figura no era invisible, y su tamaño y su modo de moverse le resultaban conocidos. Sus ojos le confirmaban la suma de todo lo que sabía y había experimentado hacía poco tiempo. La verdad residía en la simetría, esto es, se fundaba en el sentido común. La verdad instruyó a sus ojos. De modo que cuando dijo, una y otra vez, «lo vi», lo decía en serio, y era tan plenamente sincera como apasionada. Lo que ella quería decir era bastante más complejo que lo que todo el mundo ávidamente entendía, y le asaltaban momentos de desasosiego cuando notaba que no podía expresar estos matices. Tampoco lo intentó en serio. No hubo ocasiones, ni tiempo, ni permiso. En cuestión de un par de días, no, en cosa de unas horas, se inició un proceso que escapaba muy rápido a su control. Su testimonio activó poderes tremendos de la ciudad familiar y pintoresca. Era como si aquellas autoridades terroríficas, aquellos agentes uniformados, hubieran estado al acecho, esperando detrás de las fachadas de bonitos edificios a que ocurriera un desastre que sabían inevitable. Conocían sus propias mentes, sabían lo que querían y cómo había que actuar. La interrogaron una y otra vez, y a medida que ella repetía las palabras, el fardo de la consistencia se apretaba contra ella. Tenía que decir de nuevo lo que ya había dicho. Las desviaciones más nimias le valían pequeños ceños fruncidos o prudentes arqueos de cejas, o cierto frío recelo y una menor comprensión. Se había vuelto ansiosa de agradar, y aprendió enseguida que las menores salvedades que habría podido añadir torcerían el proceso que ella misma había puesto en marcha.
Era como una novia que empieza a sentir sus reparos enfermizos a medida que el día se acerca, y que no se atreve a confesarlos porque ya se han hecho muchos preparativos por su causa. Se pondrían en peligro la dicha y el bienestar de muchas buenas personas. Son instantes pasajeros de desazón personal que sólo se disipan cuando una se abandona a la alegría y la agitación de quienes te rodean. Tanta gente decente no puede estar equivocada, y le habían dicho que dudas como las suyas eran de esperar. Briony no deseaba cancelar todo aquel ceremonial. No creía poseer el valor, después de toda su certeza inicial y al cabo de dos o tres días de paciente y afable interrogatorio, de retirar la denuncia. Sin embargo, habría preferido matizar, o complicar, su empleo de la palabra «vi». No era tanto «ver» como «conocer». Así habría dejado que los interrogadores decidieran si actuaban a instancias de aquella visión. Se mostraban impasibles cada vez que ella titubeaba, y le recordaban con firmeza sus declaraciones anteriores. Su actitud insinuaba: ¿era una niña tonta que había hecho perder el tiempo a todo el mundo? Y adoptaban un criterio severo respecto a lo visual. Quedó establecido que había luz suficiente de las estrellas y de la base de nubes que reflejaban las farolas de la ciudad más cercana. Había visto o no había visto. No había punto intermedio; no lo dijeron así, pero su brusquedad lo daba a entender. Fue en aquellos momentos, al percibir la frialdad de quienes la interrogaban, cuando volvió a aferrarse a su vehemencia primera y lo dijo de nuevo. Lo vi. Sé que era él. Fue reconfortante sentir que estaba confirmando lo que ellos ya sabían.
Nunca podría recurrir al consuelo de que la habían presionado o intimidado. Nadie lo hizo. Se atrapó ella misma, se internó en el laberinto de su propia versión, y era demasiado joven, atemorizada y tan ansiosa de agradar que no insistió en volver sobre sus pasos. No estaba dotada de semejante independencia de ánimo (o no era lo bastante mayor para tenerla). Una imponente feligresía se había agolpado en torno a las primeras certezas de Briony, y ahora aguardaba, y ella no podía decepcionarla ante el altar. Sólo se podía neutralizar sus dudas sumergiéndose más hondo. Aferrándose a lo que ella creía que sabía, estrechando sus pensamientos, reiterando su testimonio, pudo apartar de su mente el daño que sólo de un modo tenue intuía que estaba causando. Cuando el asunto quedó cerrado, la sentencia fue pronunciada y la feligresía se dispersó, un despiadado olvido juvenil, una obstinada erradicación protegieron a Briony hasta bien adentrada en la adolescencia.
—Pues yo sí. Y lo haré.
Permanecieron en silencio un rato, y la tiritona de Lola comenzó a remitir. Briony supuso que debía llevar a su prima a casa, pero de momento no tenía ganas de romper aquella intimidad: ceñía con sus brazos los hombros de Lola, que ahora parecía ceder al contacto de Briony. Vieron mucho más allá del lago un oscilante puntito de luz —una linterna a lo largo del camino—, pero no hicieron comentarios al respecto. Cuando Lola habló por fin, su tono fue pensativo, como si estuviera sopesando líneas sutiles de réplica.
—Pero no tiene sentido. Es un amigo íntimo de tu familia. Quizás no haya sido él.
Briony murmuró:
—No dirías eso si hubieras estado conmigo en la biblioteca.
Lola suspiró y movió la cabeza lentamente, como si tratara de avenirse a la verdad inaceptable.
Guardaron silencio de nuevo y se hubieran quedado sentadas más tiempo de no haber sido por la humedad —no era rocío todavía— que empezaba a asentarse en la hierba a medida que las nubes se despejaban y la temperatura descendía.
Cuando Briony cuchicheó a su prima: «¿Puedes andar?», Lola asintió, valientemente. Briony la ayudó a ponerse en pie y, al principio enlazadas por el brazo, y después con el peso de Lola apoyado en el hombro de Briony, cruzaron el claro en dirección al puente. Llegaron al pie de la ladera y allí, por fin, Lola rompió a llorar.
—No puedo subir —dijo, tras varios balbuceos—. No tengo fuerzas.
Briony decidió que sería mejor que ella corriera hasta la casa en busca de ayuda, y estaba a punto de explicárselo a Lola y de acomodarla en el suelo cuando oyeron voces en el camino de arriba, y a continuación les deslumhró una linterna. Era un milagro, pensó Briony, cuando oyó la voz de su hermano. Como el auténtico héroe que era, Leon bajó el talud en varias zancadas ágiles y sin preguntar siquiera cuál era el problema, estrechó a Lola en sus brazos y la levantó como si fuese una niña pequeña. Cecilia les hablaba con un tono que sonaba ronco de inquietud. Nadie le contestó. Leon ya estaba subiendo por la pendiente a un paso tan vivo que costaba trabajo seguirle. Aun así, antes de que llegasen al camino, antes de que tuviera ocasión de depositar a Lola en el suelo, Briony ya había empezado a contarle lo que había ocurrido, exactamente tal como lo había visto.
Sus recuerdos de los interrogatorios, de su testimonio y sus declaraciones firmadas, o del temor reverencial ante el juzgado del que su edad la excluía, no la afligiría tanto en los años venideros como su rememoración fragmentada de aquella noche de verano y del amanecer del día siguiente. Cómo la culpa depuraba los métodos para torturarse a sí misma, engarzando las cuentas de los detalles en una lazada eterna, un rosario que manosear durante toda la vida.
Por fin de regreso a casa, comenzó, como en un sueño, una sucesión de visitantes graves, de lágrimas, de voces apagadas y de pasos presurosos a través del vestíbulo, y la propia excitación ruin de Briony mantenía su somnolencia a raya. Por supuesto, Briony era lo bastante mayor para darse cuenta de que aquel momento pertenecía por entero a Lola, pero ésta fue conducida enseguida a su dormitorio por manos femeninas compasivas, para aguardar al médico y el examen que le haría. Briony observaba desde el pie de la escalera mientras Lola subía, con ruidosos sollozos, flanqueada por Emily y Betty, y seguida por Polly, que acarreaba una palangana y toallas. La retirada de su prima dejó a Briony el centro del escenario —no había aún rastro de Robbie— y el modo en que la escucharon, la relegaron y la animaron con suavidad parecía estar en consonancia con su nueva madurez.
Debió de ser por entonces cuando un Humber se detuvo delante de la casa y entraron en ella dos inspectores de policía y dos agentes. Briony era su única fuente de información, y ella procuró hablar con calma. El papel crucial que interpretaba alimentó la certeza. Esto fue en el tiempo deslavazado que precedió a las entrevistas formales, y en el que ella compareció ante los funcionarios en el vestíbulo, escoltada por Leon a un lado y por su madre al otro. ¿Pero cómo había vuelto su madre tan pronto de la cabecera de Lola? El inspector jefe tenía una cara gruesa, de abundantes costuras, como esculpida en un pliegue de granito. Briony estaba asustada mientras contaba su historia a aquella máscara vigilante e inmóvil; al final sintió que le quitaban un peso de encima, y una cálida sensación sumisa se le esparció desde el estómago a los miembros. Era como el amor, un amor súbito por aquel hombre vigilante que encarnaba sin reservas la causa del bien, que a todas horas plantaba batalla en su defensa y que era respaldado por todos los poderes humanos y por toda la sabiduría existentes. Bajo su mirada neutral se le hizo un nudo en la garganta y la voz empezó a flaquearle. Quería que el inspector la abrazase y la consolara y la perdonase, por muy libre de culpa que ella estuviera. Pero él se limitaba a mirarla y a escuchar.
Era él. Lo vi
. Sus lágrimas constituían una prueba adicional de la verdad que percibía y enunciaba, y cuando la mano de su madre le acarició la nuca, ella se derrumbó del todo y la llevaron al salón.
Pero si estaba allí, consolada por su madre sobre el Chesterfield, ¿cómo podía recordar la llegada del doctor McLaren, con su chaleco negro y el anticuado cuello de la camisa alzado, y con el maletín Gladstone que había presenciado los tres partos y todas las enfermedades infantiles de la familia Tallis? Leon habló con el médico, inclinado hacia delante para murmurarle un resumen varonil de los hechos. ¿Dónde estaba ahora la desenfadada ligereza de Leon? Aquella consulta sigilosa fue típica de las horas subsiguientes. A cada recién llegado se le informaba de aquella manera; la gente —la policía, el médico, miembros de la familia, criados— formaba corros que se deshacían y se recomponían en rincones de las habitaciones, el vestíbulo y la terraza, fuera de las puertaventanas. Nada fue aclarado, o formulado, en público. Todos conocían los hechos terribles de una violación, pero ésta mantenía su carácter colectivo de secreto compartido en cuchicheos entre grupos movedizos que se dispersaban con aire de suficiencia para atender a nuevos asuntos. Aún más serio, en potencia, era el de los niños desaparecidos. Pero la opinión general, continuamente reiterada como un sortilegio, era que dormían a salvo en algún lugar del parque. De este modo la atención permaneció centrada sobre todo en la desventura de la chica acostada arriba.