Authors: Ian McEwan
Al principio no vieron nada, aunque Briony creyó percibir la pisada de suelas en el camino. Luego todo el mundo las oyó, y hubo un murmullo colectivo y un desplazamiento del peso de los cuerpos cuando avistaron una forma indefinible, nada más que una mancha grisácea contra el fondo blanco, casi a unos cien metros de distancia. Cuando la silueta cobró forma, el grupo que aguardaba enmudeció de nuevo. Nadie daba crédito a lo que estaban viendo. Sin duda era un espejismo de la niebla y la luz. Nadie en aquella era de teléfonos y automóviles podía creer que en el poblado Surrey existiesen gigantes de más de dos metros de estatura. Pero allí estaba, una aparición tan inhumana como resuelta. Era algo imposible e innegable, aquello que avanzaba. Betty, de quien se sabía que era católica, se persignó mientras el pequeño grupo se agolpaba más cerca de la entrada. Sólo el inspector jefe dio unos pasos adelante, y mientras los daba todo se aclaró. La clave era una segunda figura diminuta que se balanceaba junto a la primera. Entonces fue evidente: era Robbie, con un chico sentado en los hombros y el otro cogido de la mano, que caminaba un poco rezagado. Cuando estuvo a menos de nueve metros, Robbie se detuvo y pareció que iba a hablar, pero optó por esperar a que el inspector y los otros policías se le aproximaran. El chico que llevaba sobre sus hombros parecía dormido. El otro recostó la cabeza contra la cintura de Robbie y se puso la mano de éste sobre el pecho, como si buscara protección o calor.
Briony sintió un alivio inmediato porque los gemelos estaban a salvo. Pero al mirar a Robbie, que aguardaba con calma, experimentó una ráfaga de ira. ¿Creía acaso que podía encubrir su crimen con aquella capa de aparente bondad y su encarnación del buen pastor? Era sin duda una tentativa cínica de obtener el perdón por algo que nunca se podría perdonar. Se sintió ratificada en su idea de que el mal era complicado y engañoso. De improviso, las manos de su madre le estaban presionando los hombros y la estaba girando en dirección a la casa, donde fue confiada a la custodia de Betty. Emily quería que su hija se mantuviese lejos de Robbie Turner. Por fin había llegado la hora de acostarse. Betty la asió firmemente de la mano y la guió mientras su madre y su hermano se adelantaban para recoger a los gemelos. Lo último que vislumbró Briony por encima del hombro, cuando se la llevaban, fue a Robbie levantando las dos manos, como si se rindiera. Alzó al chico por encima de su cabeza y lo depositó con suavidad en el suelo.
Una hora más tarde estaba acostada en su cama de dosel, con el camisón blanco de algodón que Betty le había buscado. Las cortinas estaban corridas, pero el rayo de luz alrededor sus bordes era intenso, y a pesar de todas las sensaciones rotatorias del cansancio, no lograba conciliar el sueño. Había voces e imágenes alineadas alrededor de su cama, presencias agitadas e insidiosas que se empujaban y se mezclaban, resistiendo a sus intentos de colocarlas en orden. ¿De verdad estaban todas ellas delimitadas por un solo día, por un período de vigilia ininterrumpida, desde los ensayos inocentes de la obra de teatro hasta la aparición del gigante entre la bruma? Todo lo que había sucedido en medio era tan estridente, tan fluido que no llegaba a entenderlo, pero intuía que lo había conseguido, que hasta había triunfado. Retiró de una patada la sábana de las piernas y dio la vuelta a la almohada para que sus mejillas descansaran sobre una superficie más fresca. En su estado de mareo no acertaba a saber con exactitud cuál había sido el éxito; si había sido alcanzar una madurez nueva, apenas la sentía ahora, en que era muy desvalida, muy infantil incluso, por la falta de sueño, hasta el extremo de que pensó que no le costaría mucho romper a llorar. Aunque había sido un acto valiente identificar a una persona tan mala, no estaba bien que se presentara así, con los gemelos, y Briony se sentía engañada. ¿Quién la creería ahora que Robbie adoptaba la pose del bondadoso salvador de niños extraviados? Todos sus afanes, todo su valor y lucidez, todo lo que había hecho para llevar a Lola a casa… para nada. Le darían la espalda, su madre, los policías, su hermano, y se irían con Robbie Turner a celebrar algún conciliábulo adulto. Quería estar con su madre, quería rodearle el cuello con los brazos y acercar su cara preciosa a la de ella, pero su madre ya no vendría, nadie vendría a ver a Briony, nadie querría ya hablar con ella. Hundió la cara en la almohada y dejó que las lágrimas cayeran sobre ella, y pensó que lo perdido era aún más grande porque no había testigos de su tristeza.
Llevaba media hora tumbada en la penumbra, alimentando aquella tristeza placentera, cuando oyó que arrancaba el coche de policía aparcado debajo de su ventana. Rodó por la grava y luego se detuvo. Se oyeron voces y el crujido de varios pasos. Se levantó y separó las cortinas. La neblina persistía, pero era más clara, como iluminada desde el interior, y entrecerró los ojos mientras se acostumbraban al resplandor. Las cuatro portezuelas del Humber policial estaban abiertas de par en par, y tres agentes aguardaban junto a ellas. Las voces procedían de un grupo situado exactamente debajo de ella, junto a la puerta de entrada, fuera de su visión. Luego se oyó de nuevo el rumor de pasos y aparecieron los dos inspectores y Robbie entre ambos. ¡Y esposado! Vio cómo tenía las manos unidas por delante, y desde su observatorio atisbo el destello plateado del acero debajo del puño de la camisa. La vergüenza de la escena la horrorizó. Era una confirmación más de que era culpable, y el comienzo de su castigo. La imagen tenía el cariz de una condena eterna.
Llegaron al coche y se detuvieron. Robbie se volvió a medias, pero ella no pudo verle la expresión. Se mantenía erguido, varios centímetros más alto que el inspector, con la cabeza levantada. Quizás estuviese orgulloso de lo que había hecho. Uno de los agentes se sentó en el asiento del conductor. El inspector más joven caminaba hacia la puerta de atrás, en el extremo más alejado, y su jefe se disponía a introducir a Robbie en el asiento trasero. Hubo el sonido de una conmoción justo debajo de la ventana de Briony, y un grito agudo de Emily Tallis, y de repente una figura corrió hacia el coche todo lo aprisa que le permitía un vestido ceñido. Cecilia redujo el paso conforme se acercaba. Robbie se volvió y dio medio paso hacia ella y, sorprendentemente, el inspector retrocedió. Las esposas se veían claramente, pero Robbie no parecía avergonzado o ni siquiera consciente de que las llevaba puestas mientras escuchaba muy serio, enfrente de Cecilia, lo que ésta le estaba diciendo. Los policías les miraban impasibles. Si ella estaba pronunciando la amarga acusación que Robbie merecía oír, no lo denotó su cara. Aunque no veía la de Cecilia, Briony pensó que hablaba con muy poca animación. Sus acusaciones serían tanto más poderosas porque eran musitadas. Se habían aproximado el uno al otro, y ahora Robbie habló brevemente, levantó a media altura las manos esposadas y las dejó caer. Ella se las tocó con las suyas, y le rozó con los dedos la solapa y luego se la agarró y la movió suavemente. Fue un gesto amable, y a Briony la conmovió la capacidad de perdón de su hermana, si se trataba de eso. Del perdón. La palabra no había tenido ningún significado hasta ahora, aunque Briony, en innumerables ocasiones, la había oído ensalzada en la escuela y en la iglesia. Y todas aquellas veces su hermana la había comprendido. Había, por supuesto, muchas más cosas que ignoraba de Cecilia. Pero habría tiempo para conocerlas, pues aquella tragedia no tenía más remedio que unirlas más estrechamente.
El afable inspector con la cara de granito debió de pensar que ya había sido bastante indulgente, porque se adelantó para apartar la mano de Cecilia e interponerse entre ellos. Robbie le dijo algo a ella, hablando rápido por encima del hombro del policía, y se volvió hacia el coche. El inspector tuvo la consideración de posar la mano en la cabeza de Robbie y de empujársela con fuerza hacia abajo a fin de que no se golpease al agacharse para subir al asiento trasero. Los dos inspectores se apretujaron a ambos lados del preso. Las portezuelas se cerraron de un portazo, y el agente que se quedó en tierra se tocó el casco a modo de saludo cuando el coche se puso en marcha. Cecilia permaneció donde estaba, mirando al camino, observando con serenidad al vehículo que se alejaba, pero los temblores a lo largo de la línea de sus hombros delataron que estaba llorando, y Briony supo que nunca había amado a su hermana más que ahora.
Debería haber terminado allí, aquel día completo que se había engarzado en una noche de verano, debería haber concluido cuando el Humber se perdió de vista en el camino. Pero faltaba una confrontación final. No había recorrido veinte metros cuando el coche empezó a reducir la velocidad. Una figura cuya presencia Briony no había advertido se acercaba por el centro del camino y no mostraba intención de hacerse a un lado. Era una mujer, más bien baja, que se cimbreaba al andar, llevaba un vestido de flores estampadas y empuñaba lo que a primera vista parecía ser un palo, pero que en realidad era un paraguas de hombre con una cabeza de ganso en el mango. El coche se detuvo y tocó la bocina cuando la mujer se acercó y se paró justo delante de la rejilla del radiador. Era la madre de Robbie, Grace Turner. Levantó el paraguas y gritó. El policía que ocupaba el asiento contiguo al del conductor se había apeado y estaba hablando con ella, y luego la agarró por el codo. El otro agente, el que había saludado, corría hacia ellos. La señora Turner liberó su brazo, volvió a levantar el paraguas, esta vez con las dos manos, y lo estrelló, primero el mango con cabeza de ganso, con un estallido como el de un disparo de pistola, contra el capó reluciente del Humber. Mientras los agentes mitad la empujaban y mitad la transportaban hasta el arcén del camino, ella empezó a gritar una sola palabra tan alto que Briony pudo oírla desde su dormitorio.
—¡Mentirosos! ¡Mentirosos! ¡Mentirosos! —rugía la señora Turner.
Con la puerta delantera completamente abierta, el coche pasó de largo, despacio, y se detuvo para que montara el policía que se había apeado. Solo, su colega tenía dificultades para contener a la mujer. Ella logró asestar otro golpe con el paraguas, pero resbaló sobre el techo del Humber. El agente consiguió arrebatarle el paraguas y lo arrojó a la hierba por encima del hombro.
—¡Mentirosos! ¡Mentirosos! ¡Mentirosos! —gritó de nuevo Grace Turner, y dio unos cuantos pasos impotentes en pos del coche en marcha, y después se paró, con las manos en las caderas, a observar cómo cruzaba el primer puente, a continuación la isla y luego el segundo puente, y cómo por último desaparecía en la blancura.
Ya había suficientes horrores, pero fue el detalle inesperado el que le asaltó y luego no habría de abandonarle. Cuando llegaron al paso a nivel, al cabo de una caminata de cinco kilómetros por una carretera estrecha, vio el camino que estaba buscando y que torcía hacia la derecha, luego bajaba y volvía a ascender hacia un soto que recubría una colina baja hacia el noroeste. Hicieron un alto para que él pudiese consultar el mapa. Pero no estaba donde él pensaba que tenía que estar. No estaba en su bolsillo, ni metido dentro de su cinturón. ¿Se le habría caído, o se lo habría dejado en la última parada? Dejó caer el abrigo al suelo y estaba rebuscando en los bolsillos cuando comprendió. Tenía el mapa en la mano izquierda, y debía de haberlo tenido en ella durante más de una hora. Miró a los otros dos, pero ellos miraban a otro lado, se mantenían aparte, fumando en silencio. El mapa seguía en su mano. Se lo había arrancado de los dedos a un capitán de los West Kents tendido en una trinchera a las afueras de…, ¿a las afueras de dónde? Aquellos mapas de la retaguardia no abundaban. Cogió también el revólver del capitán muerto. No se proponía hacerse pasar por un oficial. Había perdido su fusil y solamente quería sobrevivir.
El sendero que le interesaba salía del costado de una casa bombardeada, totalmente nueva, tal vez la casa de un ferroviario reconstruida después de la última vez. Había rastros de animales en el barro, alrededor de un charco formado en un surco de neumáticos. Probablemente huellas de cabras. Desperdigados en derredor había jirones de tela rayada con los bordes ennegrecidos, restos de cortinas o de ropa, y un marco de ventana rota colgado sobre un arbusto, y en todas partes olía a hollín húmedo. Aquél era su camino, su atajo. Dobló el mapa, recogió el abrigo y cuando se estaba enderezando y se lo estaba colgando sobre los hombros, lo vio. Los otros, presintiendo su movimiento, se volvieron y siguieron su mirada. Era una pierna en un árbol. Era un plátano maduro que empezaba a echar hojas. La pierna estaba a una altura de seis metros, encajada en la primera horquilla del tronco, desnuda y cercenada limpiamente por encima de la rodilla. Desde donde ellos estaban no vieron señal de sangre o de carne desgarrada. Era una pierna perfecta, pálida, tersa, lo suficientemente pequeña para pertenecer a un niño. Por el modo en que estaba insertada en la horquilla, parecía estar expuesta, para provecho o aleccionamiento de los espectadores: esto es una pierna.
Los dos cabos emitieron un sonido desdeñoso de asco y recogieron sus cosas. Se negaron a acercarse. En los últimos días ya habían visto bastante.
Nettle, el camionero, sacó otro cigarrillo y dijo:
—Bueno, ¿por dónde ahora, jefe?
Le llamaban así para solventar la espinosa cuestión del rango. Él echó a andar por el sendero de prisa, casi al trote. Quería adelantarse y perderse de vista para vomitar o para cagar, no sabía muy bien cuál de las dos cosas. Detrás de un granero, junto a un montón de pizarras rotas, su cuerpo escogió por él la primera opción. Tenía tanta sed que no podía permitirse perder líquido. Bebió de su cantimplora, y rodeó el edificio. Aprovechó ese momento a solas para mirarse la herida. Estaba en el costado derecho, justo debajo de las costillas, y era del tamaño de una moneda de media corona. No tenía mal aspecto, después de haber limpiado, la víspera, la sangre seca. Aunque la piel de alrededor estaba roja, no había mucha hinchazón. Pero dentro había algo. Lo notaba moverse cuando caminaba. Quizás un pedazo de metralla.
Cuando los cabos llegaron donde estaba, ya se había remetido la camisa y fingía examinar el mapa. En presencia de ellos, el mapa era su única intimidad.
—¿A qué vienen tantas prisas?
—Habrá visto un panecillo.
—Es el mapa. Vuelve a tener sus putas
dudas
.
—No las tengo, caballeros. Éste es el camino.