Authors: Ian McEwan
Sacó un cigarrillo y el cabo Mace se lo encendió. Luego, para ocultar el temblor de las manos, Robbie Turner empezó a caminar y los otros le siguieron, como le habían seguido los dos últimos días. ¿O habían sido tres? Era de rango inferior, pero ellos le seguían y hacían todo lo que él proponía, y para preservar su dignidad le chinchaban. Cuando recorrían las carreteras o cortaban a campo traviesa y él guardaba silencio un rato demasiado largo, Mace decía: «Jefe, ¿estás pensando otra vez en panecillos?» Y Nettle entonaba: «Está, el jodido, está.» Eran gente de ciudad que aborrecían el campo y en él se sentían perdidos. Los puntos de la brújula no significaban nada para ellos. Se habían saltado aquel capítulo de la instrucción básica. Habían decidido llegar a la costa y necesitaban a Robbie. A ellos les resultaba difícil. Él actuaba como un oficial, pero no tenía ni un solo galón. La primera noche, cuando se guarecieron en el cobertizo para bicicletas de una escuela incendiada, el cabo Nettle dijo:
—¿Qué es eso de que un soldado raso como tú hable como un jefazo?
No les debía explicación alguna. Trataba de sobrevivir, tenía un buen motivo para hacerlo, y le importaba un bledo que ellos le siguieran o no. Los dos hombres se habían aferrado a sus fusiles. Eso ya era algo, y Mace era un hombretón de hombros fuertes y manos que habrían podido abarcar una octava y media del piano del pub donde decía que tocaba. A Turner tampoco le molestaban las pullas. Lo único que quería ahora que seguían el sendero que se alejaba de la carretera era olvidar la pierna. El sendero se juntaba con una vereda encajonada entre dos tapias de piedra y bajaba hacia un valle que no se veía desde la carretera. Abajo había un arroyo pardo que cruzaron sobre piedras asentadas muy hondo en un tapete que parecía componerse de berros enanos.
La ruta viraba hacia el oeste a medida que subían hacia la salida del valle, todavía entre muros antiguos. Delante, el cielo empezaba a despejarse un poco y resplandecía como una promesa. Todo lo demás era grisáceo. Cuando se aproximaban a la cima, a través de un bosquecillo de castaños, el sol que se ponía por debajo de la capa de nubes iluminó el paisaje y deslumhró a los tres soldados que ascendían hacia él. Qué hermoso podría haber sido topar con la puesta de sol al final de una excursión por la campiña francesa. Siempre un acto esperanzado.
Al salir del bosquecillo oyeron bombarderos, volvieron a refugiarse al abrigo de los árboles y fumaron mientras aguardaban. Desde donde estaban no veían los aviones, pero la vista era hermosa. Apenas eran colinas lo que se extendía tan ampliamente ante ellos. En el paisaje había ondulaciones, débiles ecos de vastas altitudes en otros lugares. Cada cresta sucesiva era de un tono más claro que la anterior. Turner vio una aguada menguante, gris y azul, que se desvanecía en una niebla hacia el sol poniente, como un manjar oriental en un plato.
Media hora después, hacían la larga travesía de una ladera más profunda que se internaba aún más en el norte y les condujo por fin hasta otro valle y otro arroyuelo. Su caudal era más apacible y lo cruzaron por un puente de piedra tapizado por una espesa capa de boñigas de vaca. Los cabos, que no estaban tan cansados como él, fingieron en broma que les daba asco. Uno de ellos le lanzó a la espalda una bosta seca. Turner no miró atrás. Empezaba a pensar que los jirones de tela podrían haber sido el pijama de un niño. De un chico. A veces, los bombarderos descendían en picado no mucho después del alba. Procuraba no pensar en ello, pero no lo conseguía. Un chico francés dormido en su cama. Turner quería poner más distancia entre él y aquella casa de campo bombardeada. Ahora no sólo le perseguían el ejército alemán y su fuerza aérea. Si hubiera habido luna, bien a gusto habría caminado durante toda la noche. A los cabos no les gustaría. Quizás fuese el momento de quitárselos de encima.
Río abajo, visible desde el puente, había una hilera de chopos cuyas copas resplandecientes ondeaban en la última luz. Los soldados doblaron en dirección opuesta y enseguida la vereda volvió a ser un camino que se alejaba del arroyo. Estrujándose, ovillándose, se abrieron paso entre arbustos de hojas gruesas y brillantes. Había también robles raquíticos, sin apenas hojas. Bajo los pies, la vegetación despedía un olor dulzón y húmedo, y pensó que en el paraje había algo erróneo que lo hacía muy distinto de todo lo demás que habían visto.
Delante, oyeron un zumbido de maquinaria. Se volvió más fuerte, más furioso, y parecía la rotación velocísima de volantes o turbinas eléctricas que girasen a una velocidad increíble. Estaban entrando en un gran espacio de sonido y potencia.
—¡Abejas! —gritó. Tuvo que volverse y repetirlo para que le oyeran. El aire ya se había oscurecido. Conocía de sobra el mundo rural. Si una se te enganchaba en el pelo y te picaba, al morir transmitía un mensaje químico y todas las que lo captasen se verían compelidas a acudir a picar y morir en el mismo sitio. ¡Alistamiento general! Después de todos los peligros, aquello era una especie de insulto. Levantaron los abrigos por encima de sus cabezas y atravesaron corriendo el enjambre. Todavía en medio de las abejas, llegaron a una zanja hedionda de estiércol que cruzaron sobre una plancha tambaleante. Se refugiaron detrás de un granero súbitamente pacífico. Más allá había un corral. Nada más entrar en él, unos perros empezaron a ladrar y salió una anciana corriendo hacia ellos y agitando las manos como si ellos fuesen gallinas a las que pudiera ahuyentar. Los cabos dependían del francés que hablaba Turner. Se adelantó y esperó a que la mujer llegara hasta él. Circulaban historias de que había civiles que vendían botellas de agua por diez francos, pero él nunca lo había visto. Los franceses que había conocido eran generosos o bien estaban hundidos en sus propias desdichas. La anciana era endeble y llena de energía. Tenía una cara nudosa de duendecillo y una mirada feroz. Su voz era aguda.
—
C'est impossible, m’sieu. Vous ne pouvezpas rester ici
.
[4]
—Nos quedaremos en el granero. Necesitamos agua, vino, pan, queso y cualquier otra cosa que pueda darnos.
—
Impossible!
Él le dijo, en voz baja:
—Hemos estado luchando por Francia.
—No pueden quedarse aquí.
—Nos iremos al amanecer. Los alemanes todavía están…
—No son los alemanes,
m’sieu
. Son mis hijos. Son unas bestias. Y no tardarán en llegar.
Turner apartó a la mujer y se dirigió a la bomba que había en la esquina del corral, cerca de la cocina. Nettle y Mace le siguieron. Mientras bebía, una niña de unos diez años y su hermano pequeño, cogido de su mano, le observaban desde la entrada. Cuando terminó y hubo llenado su cantimplora, les sonrió y ellos huyeron. Los cabos estaban debajo del caño, y bebían al mismo tiempo. La mujer apareció de pronto detrás de Turner y le agarró del codo. Antes de que empezara otra vez, él dijo:
—Por favor, tráiganos lo que le he pedido o entraremos nosotros a buscarlo.
—Mis hijos son unos salvajes. Me matarán.
Él habría preferido decir: «Pues que la maten», pero siguió andando y gritó por encima del hombro:
—Yo hablaré con ellos.
—Y entonces,
m’sieu
, le matarán a usted. Le harán trizas.
El cabo Mace era cocinero en la misma unidad del RASC que el cabo Nettle. Antes de alistarse trabajaba de encargado en el almacén Heal, en Tottenham Court Road. Dijo que sobre el confort sabía un par de cosas, y se dispuso a organizar un habitáculo en el granero. Turner se habría desplomado encima de la paja. Mace encontró un montón de sacos y con ayuda de Nettle los rellenó para improvisar tres colchones. Hizo cabeceras con balas de heno que derribó al suelo con una sola mano. Fabricó una mesa con una puerta colocada encima de una pila de ladrillos. Sacó una vela del bolsillo.
—Más vale ponerse cómodos —repetía, entre dientes. Era la primera vez que iban más allá del nivel de las alusiones sexuales. Los tres hombres yacían en sus catres, fumando y esperando. Ahora que ya no tenían sed sus pensamientos se centraban en la comida que estaba a punto de llegar, y oían en la penumbra los ruidos y movimientos de las tripas de cada uno; eso les dio risa. Turner les contó la conversación que había tenido con la anciana y lo que ella le había dicho de sus hijos.
—Serán colaboracionistas —dijo Nettle. Sólo parecía pequeño al lado de su amigo, pero tenía las facciones marcadas de un hombre menudo y una expresión amistosa, de roedor, realzada por el modo en que descansaba los dientes de la mandíbula superior en el labio inferior.
—O nazis franceses. Simpatizantes de los alemanes. Como los que vimos en Mosley —dijo Mace.
Guardaron silencio un rato y luego Mace añadió:
—O como son todos los del campo, majaras a fuerza de casarse entre ellos.
—Sean lo que sean —dijo Turner—, creo que ahora deberíais comprobar vuestras armas y tenerlas a mano.
Ellos le obedecieron. Mace encendió la vela y acometieron los trámites de rutina. Turner verificó su pistola y la dejó a su alcance. Cuando los cabos hubieron terminado, apoyaron los Lee-Enfields contra una caja de madera y volvieron a tumbarse en sus catres. Poco después llegó la niña con una cesta. La depositó junto a la puerta del granero y se marchó corriendo. Nettle cogió la cesta y extendieron las viandas encima de la mesa. Una hogaza redonda de pan moreno, un pedazo pequeño de queso blando, una cebolla y una botella de vino. El pan era difícil de cortar y sabía a moho. El queso era sabroso, pero duró segundos. Se pasaron la botella y también se acabó enseguida. De modo que masticaron el pan mohoso y comieron la cebolla.
Nettle dijo:
—Yo no le daría esto ni a mi puto perro.
—Voy a ir a buscar algo mejor —dijo Turner.
—Te acompañamos.
Pero permanecieron un rato tumbados en silencio. Ninguno se sentía todavía con ánimos de enfrentarse a la anciana.
Entonces, al oír pasos, se volvieron y vieron a dos hombres plantados en la entrada. Los dos tenían algo en la mano, una estaca, quizás, o una escopeta. En la luz declinante no era posible saberlo. Tampoco veían las caras de los hermanos franceses.
Era una voz baja.
—
Bonsoir, messieurs
.
—
Bonsoir
.
Al incorporarse de su camastro de paja, Turner cogió el revólver. Los cabos alargaron la mano hacia sus fusiles.
—Tranquilos —susurró Turner.
—
Anglais? Belges?
—
Anglais
.
—Tenemos algo para ustedes.
—¿Qué?
—¿Qué está diciendo? —preguntó uno de los cabos.
—Dice que tienen algo para nosotros.
—Los cojones.
Los hombres se acercaron unos cuantos pasos y levantaron lo que llevaban en las manos. Escopetas, seguramente. Turner soltó el seguro de su arma. Oyó que Mace y Nettle hacían lo mismo.
—Calma —murmuró.
—Dejen sus armas,
messieurs
.
—Dejen las suyas.
—Esperen un momento.
La figura que habló estaba rebuscando en su bolsillo. Sacó una linterna y no enfocó a los soldados, sino a su hermano, a lo que tenía en la mano. Una hogaza francesa. Y a lo que llevaba en la otra mano, una bolsa de lona. Luego les enseñó las dos barras de pan que llevaba él.
—Y tenemos aceitunas, queso, paté, tomates y jamón. Y, naturalmente, vino.
Vive l'Angleterre
.
—Esto…,
vive la France
.
Se sentaron a la mesa de Mace, que los franceses, Henri y Jean-Marie Bonnet, admiraron cortésmente, así como los colchones. Eran hombres bajos y fornidos, en la cincuentena. Henri llevaba gafas, lo que Netle dijo que parecía raro en un granjero. Turner no lo tradujo. Junto con el vino habían llevado vasos de cristal. Los cinco hicieron sendos brindis por el ejército francés y el inglés, y por el aplastamiento de Alemania. Los hermanos observaron cómo comían los soldados. Por medio de Turner, Mace dijo que nunca había probado ni había oído hablar de paté de hígado de oca, y que en adelante no comería otra cosa. Los franceses sonrieron, pero su actitud era reservada y no parecían tener ganas de emborracharse. Dijeron que habían conducido todo el trayecto hasta un villorrio cerca de Arras, en su camión de plataforma de la granja, para cuidar de una prima joven y de sus hijos. En la ciudad se estaba librando una gran batalla, pero ignoraban quién la estaba sitiando, quién defendiendo y quién estaba imponiéndose. Viajaron por carreteras secundarias para evitar el caos de los refugiados. Vieron granjas ardiendo y se toparon en el camino con una docena aproximada de soldados ingleses muertos. Tuvieron que apearse y arrastrarlos fuera de la calzada para no tener que pasarles por encima. Pero había un par de cuerpos casi cortados en dos. Debía de haber sido una gran ofensiva con ametralladoras, quizás desde el aire, quizás una emboscada. De nuevo en el camión, Henri se mareó en la cabina y Jean-Marie, que iba al volante, sucumbió al pánico y se metió en una cuneta. Caminaron hasta un pueblo, pidieron prestados dos caballos a un granjero y desatascaron el Renault. Les llevó dos horas. De nuevo en ruta, vieron carros blindados y tanques calcinados, tanto alemanes como franceses e ingleses. Pero no vieron soldados. La batalla se había trasladado a otro sitio.
Atardecía para cuando llegaron al villorrio. Había sido totalmente destruido y estaba desierto. La casa de su prima estaba destrozada, con agujeros de bala en todas las paredes, pero todavía conservaba el tejado. Entraron en todas las habitaciones y les alivió no encontrar a nadie en ellas. Su prima debía de haberse llevado a los niños y haberse unido a los miles de personas en las carreteras. Como les asustaba regresar de noche, aparcaron en un bosque y trataron de dormir en la cabina. A lo largo de toda la noche oyeron la artillería machacando Arras. Parecía imposible que alguien o algo pudiese sobrevivir allí. Regresaron por otro itinerario, lo que suponía un trayecto mucho más largo, para no tropezarse con soldados muertos. Ahora, explicó Henri, su hermano y él estaban muy fatigados. Cuando cerraban los ojos veían aquellos cuerpos mutilados.
Jean-Marie volvió a llenar los vasos. El relato, del que Turner hizo una traducción simultánea, había durado casi una hora. Se había acabado toda la comida. Pensó en contarles el detalle inquietante que él había visto. Pero no quiso añadir otro horror, y no quería dar vida a aquella imagen mientras permaneciese a distancia, contenida por el vino y la camaradería. Les refirió, en cambio, que él se había quedado separado de su unidad al comienzo de la retirada, durante un ataque de Stukas. No mencionó su herida porque no quería que los cabos se enterasen. Pero les explicó que estaban caminando a campo traviesa hasta Dunkerque para evitar los ataques aéreos sobre las carreteras principales.