Expiación (29 page)

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Authors: Ian McEwan

BOOK: Expiación
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Justo después de las diez se detuvieron a descansar de nuevo. Habían saltado una cerca para entrar en un sendero, pero Turner no pudo encontrarlo en el mapa. Discurría en la buena dirección, de todos modos, sobre tierra llana y casi sin árboles. Llevaban caminando otra media hora cuando oyeron fuego antiaéreo unos tres kilómetros más adelante, donde se veía la aguja de una iglesia. Paró para volver a consultar el mapa.

El cabo Nettle dijo:

—No se ven panecillos en ese mapa.

—Chss. El jefe está dudando.

Turner recostó su peso contra la estaca de una cerca. Le dolía el costado cada vez que plantaba el pie derecho. La cosa afilada parecía sobresalir de la camisa y pincharle. Imposible resistir el impulso de sondear con el índice. Pero sólo palpó carne tierna y perforada. Después de la noche anterior, no era justo que tuviese que escuchar las pullas de los cabos. El cansancio y el dolor le ponían irritable, pero no dijo nada y trató de concentrarse. Encontró el pueblo en el mapa, pero no el camino, aunque posiblemente conducía a él. Era exactamente como había creído. Llegarían a la carretera y deberían recorrerla entera hasta la línea de defensa en el canal Bergues-Furnes. No había otra ruta. Las bromas de los cabos continuaban. Dobló el mapa y siguió caminando.

—¿Cuál es el plan, jefe?

Él no contestó.

—Oh, oh. Ahora has ofendido a la damisela.

Más allá del fuego antiaéreo, oyeron fuego de artillería, la de sus tropas, un poco más adelante, hacia el oeste. Al acercarse al pueblo oyeron el rumor de camiones que avanzaban muy despacio. Entonces los vieron, en una hilera que se extendía hacia el norte, circulando al paso. Sería tentador pedirles que los llevaran, pero él sabía por experiencia la diana fácil que ofrecerían vistos desde el cielo. A pie veías y oías lo que se avecinaba.

Al juntarse con la carretera, el camino doblaba una esquina en ángulo recto para salir del pueblo. Descansaron los pies diez minutos, sentados en el pretil de un abrevadero de piedra. Camiones de tres y diez toneladas, carros semiorugas y ambulancias chirriaban al doblar la estrecha curva a menos de dos kilómetros por hora, y se alejaban del pueblo por una larga carretera recta cuya orilla izquierda estaba flanqueada de plátanos. La carretera llevaba directamente al norte, hacia una nube negra de petróleo ardiendo que se cernía sobre el horizonte, apuntando a Dunkerque. Ya no había necesidad de brújula. Vehículos militares inutilizados punteaban el trayecto. No había que dejar nada que sirviese al enemigo. En la trasera de los camiones en retirada, los heridos conscientes tenían una mirada inexpresiva. Había también carros blindados, automóviles de oficiales, cureñas Bren y motocicletas. Mezclados con todos ellos, y con el interior o el techo atestados de enseres y maletas, había coches civiles, autobuses, camionetas y carros empujados por hombres y mujeres o tirados por caballos. El aire estaba gris a causa de las humaredas de diesel, y cansinamente dispersos en medio de aquel hedor, y de momento avanzando más aprisa que el tráfico, había cientos de soldados, casi todos cargando con sus fusiles y sus incómodos abrigos, un estorbo en el creciente calor de la mañana.

Junto con los soldados caminaban familias que acarreaban fardos, bebés, o llevaban a niños cogidos de la mano. El único sonido humano que Turner percibió, horadando el estruendo de motores, fue el llanto de bebés. Había ancianos que caminaban solos. Un viejo vestido con un traje fresco de hilo, corbata de pajarita y pantuflas, se deslizaba con ayuda de dos palos, y avanzaba tan despacio que hasta el tráfico le adelantaba. Jadeaba intensamente. Fuera donde fuese, seguramente no llegaría. En el otro extremo de la carretera, justo en la esquina, había una zapatería abierta. Turner vio a una mujer con una niña pequeña a su lado hablando con una empleada que mostraba sendos zapatos distintos en las palmas de la mano. Ninguna de las tres prestaba atención al desfile que pasaba a su espalda. Circulando contra la marea, y ahora intentando doblar aquel mismo chaflán, había una columna de carros blindados, con la pintura indemne a la batalla, que se dirigía al sur, al encuentro de los alemanes. Lo único que podían esperar contra una división Panzer era una hora o dos de respiro adicional para las tropas en retirada.

Turner se levantó, bebió de su cantimplora y se incorporó a la marcha, colándose detrás de dos hombres de infantería ligera de las Highlands. Los cabos le siguieron. Ya no se sentía responsable de ellos, ahora que se habían sumado al grueso de la retirada. La falta de sueño exacerbaba su hostilidad. Sus pullas de hoy le escocían y parecían traicionar la camaradería de la noche anterior. De hecho, sentía hostilidad hacia todos los que le rodeaban. Sus pensamientos se habían restringido hasta el cogollo de su propia supervivencia.

Con ánimo de quitarse a los cabos de encima, avivó el paso, adelantó a los escoceses y rebasó a un grupo de monjas que conducían a dos docenas de niños con mandilones azules. Eran como el remanente de un internado igual al de donde había enseñado el verano anterior a su ingreso en Cambridge. Ahora le parecía la vida de otro hombre. Una civilización muerta. Primero su propia vida arruinada, luego la de todos los demás. Caminaba a zancadas furiosas, a sabiendas de que no podría mantener mucho tiempo aquel paso. Ya había estado en una columna parecida, el primer día, y sabía lo que buscaba. Inmediatamente a su derecha había una zanja, pero era somera y al descubierto. La hilera de árboles estaba al otro lado. Atravesó la zanja, enfrente de un turismo Renault. Mientras lo hacía, el conductor se recostó sobre el claxon. La estridente bocina produjo en Turner de pronto un sobresalto enfurecido. ¡Basta! Retrocedió de un salto hasta la puerta del conductor y la abrió de golpe. Dentro había un individuo peripuesto, de traje gris y sombrero de fieltro, con maletas de cuero amontonadas al lado y su familia apretujada en el asiento trasero. Turner agarró al hombre por la corbata y se dispuso a abofetear su estúpida cara con la mano derecha abierta, pero otra mano más fuerte que la suya se cerró alrededor de su muñeca.

—Éste no es el enemigo, jefe.

Sin soltarle la muñeca, el cabo Mace lo apartó de allí. Nettle, que estaba justo detrás, cerró de una patada la portezuela del Renault con tal ferocidad que se desprendió el espejo exterior. Los niños con mandilones azules le ovacionaron y aplaudieron.

Los tres cruzaron al otro lado y caminaron bajo la arboleda. El sol estaba ya alto y hacía calor, pero la sombra no cubría aún la carretera. Algunos de los vehículos volcados sobre las cunetas habían sido alcanzados por ataques aéreos. Rodearon camiones abandonados cuyos suministros habían sido diseminados por tropas en busca de comida, bebida o gasolina. Turner y los cabos pisaron según pasaban cintas de máquina de escribir que se habían salido de sus carretes, libros de contabilidad de dos columnas, remesas de escritorios de cinc y sillas giratorias, utensilios de cocina y piezas de motores, sillas de montar, estribos y arneses, máquinas de coser, copas de torneos de fútbol y sillas plegables, un proyector de cine y un generador de gasolina, objetos estos últimos que alguien había destrozado con una palanca que había allí cerca, tirada en el suelo. Rebasaron una ambulancia medio atascada en la zanja y a la que le faltaba una rueda. Una placa de latón en la puerta decía: «Esta ambulancia es un obsequio de los residentes británicos en Brasil.»

Turner descubrió que era posible quedarse dormido mientras caminaba. El estrépito de los camiones cesaba de pronto, los músculos del cuello se le relajaban, la cabeza le colgaba y despertaba con un respingo y un viraje de los pies. Nettle y Mace eran partidarios de embarcarse en algún vehículo. Pero él ya les había contado lo que había visto la víspera en aquella primera columna: veinte hombres muertos por una sola bomba en la trasera de un camión de tres toneladas. Mientras él se encogía en una zanja, con la cabeza dentro de una alcantarilla, la metralla le había alcanzado en el costado.

—Id vosotros —dijo—. Yo me quedo.

De modo que la cuestión quedó zanjada. No seguirían sin él: era su talismán.

Dieron alcance a algunos hombres más de la infantería ligera de las Highlands. Uno de ellos estaba tocando la gaita, lo que incitó a los cabos a empezar sus parodias de quejidos nasales. Turner hizo como si fuera a cruzar la carretera.

—Si queréis camorra, no contéis conmigo.

Un par de escoceses ya se habían vuelto y murmuraban entre ellos.

—Se está armando una bronca muy chunga, colega —gritó Nettle, hablando en jerga. Se podría haber armado un buen lío de no ser porque oyeron un disparo de pistola en lontananza. Cuando llegaron a su altura, la gaita enmudeció. En un campo abierto se había congregado la caballería francesa, que desmontaba formando una larga hilera. Un oficial que la encabezaba liquidaba a un caballo de un tiro en la cabeza y a continuación pasaba al siguiente. Cada soldado, en posición de firmes junto a su montura, sostenía ceremoniosamente la gorra contra el pecho. Los caballos aguardaban pacientemente su turno.

Este ritual de derrota deprimió aún más los ánimos de todos. Los cabos perdieron las ganas de enzarzarse con los escoceses, que a su vez ya no les hacían ningún caso. Minutos más tarde pasaron por delante de cinco cadáveres en una cuneta, tres mujeres y dos niños. A su alrededor yacían sus maletas. Una de las muertas calzaba pantuflas, como el hombre con el traje de hilo. Turner miró hacia otra parte, resuelto a no dejarse arrastrar. Si quería sobrevivir, tenía que mantener vigilado el cielo. Estaba tan fatigado que se le olvidaba. Y ahora hacía calor. Algunos hombres dejaban caer sus abrigos al suelo. Un día espléndido. En otros tiempos, aquél era uno de esos días que podían denominarse espléndidos. La carretera iniciaba una pendiente lo bastante larga y despaciosa para lastrarle las piernas y aumentarle el dolor en el costado. Cada paso era una decisión consciente. En el talón izquierdo se le estaba hinchando una ampolla que le obligaba a caminar sobre el borde de la bota. Sin detenerse, sacó del petate el pan y el queso, pero estaba tan sediento que no podía masticar. Encendió otro cigarrillo para mitigar el hambre y procuró reducir su tarea a lo más básico: atravesar la tierra hasta llegar al mar. ¿Había algo más fácil, una vez eljminado el elemento social? Era el único hombre sobre la tierra y tenía un propósito claro. Atravesar la tierra hasta llegar al mar. Sabía que la realidad era sobremanera social; otros hombres le estaban persiguiendo, pero le confortaba fingirse solo y disponer de un ritmo, al menos, para sus pies. Caminaba / a través de / la tierra / hasta que / llegase / al mar. Un hexámetro. Ahora avanzaba al ritmo de cinco yámbicos y un anapesto.

Al cabo de veinte minutos la carretera empezó a allanarse. Mirando por encima del hombro vio el convoy que se extendía kilómetro y medio cuesta abajo. Hacia adelante no veía el final. Cruzaron una vía de tren. De acuerdo con su mapa, estaban a veinticinco kilómetros del Canal. Entraban en un trecho donde la maquinaria destruida era más o menos continua a lo largo de la carretera. Había media docena de cañones del calibre veinticinco amontonados al otro lado de la zanja, como arrumbados allí por un pesado bulldozer. Más adelante, donde la tierra empezaba a descender, había una intersección con una carretera comarcal, y alguna conmoción se estaba produciendo. Hubo risas de soldados a pie y en el arcén unas voces se alzaron. Al acercarse, Turner vio a un comandante de los Buffs, un tipo cuarentón, de cara colorada y de la vieja escuela, que gritaba y apuntaba hacia un bosque situado a kilómetro y medio a través de dos campos. Estaba sacando a hombres de la columna, o intentaba hacerlo. Casi nadie le hacía caso y seguían andando, y algunos se reían de él, pero unos pocos se habían detenido, intimidados por sus galones, aunque carecía de la menor autoridad personal. Se habían congregado a su alrededor con los fusiles y un aire indeciso.

—Tú. Sí, tú. Tú vas a hacerlo.

La mano del comandante se había posado en el hombro de Turner. Se detuvo y saludó, antes de saber lo que hacía. Los cabos estaban detrás de él.

El comandante tenía un bigotito de cepillo sobre labios pequeños y apretados que le podaban briosamente las palabras.

—Tenemos a un boche atrapado en aquellos bosques. Debe de ser una avanzadilla. Pero está bien atrincherado con un par de ametralladoras. Tenemos que desalojarle.

Turner sintió que el horror le helaba y debilitaba las piernas. Enseñó al comandante sus palmas vacías.

—¿Con qué, señor?

—Con astucia y un poco de trabajo en equipo.

¿Cómo oponerse a aquel insensato? Turner estaba tan cansado que no acertaba a pensar, aunque sabía que no iba a hacerlo.

—La cosa es que tengo los restos de dos batallones a mitad de camino hacia el este…

Los «restos» era la palabra que mejor describía la situación, y movió a Mace, con todas sus mafias cuarteleras, a interrumpirle.

—Perdone, señor. Permiso para hablar.

—Denegado, cabo.

—Gracias, señor. La orden la ha dado el cuartel general. Diríjanse a Dunkerque con la mayor celeridad y rapidez, sin dilación, diversión o divagación, a los efectos de una evacuación inmediata a causa de que están siendo arrollados horrible y onerosamente en todos los frentes, señor.

El comandante se volvió y clavó el índice en el pecho de Mace.

—Ahora escúcheme. Ésta es nuestra última oportunidad de mostrar…

El cabo Nettle dijo, soñadoramente:

—Ha sido Lord Gort el que ha dictado esa orden, señor, y la ha cursado personalmente.

A Turner le parecía extraordinario que se le hablara así a un oficial. Y además arriesgado. El comandante no se había percatado de que se burlaban de él. Parecía pensar que había hablado Turner, pues el pequeño discurso que siguió fue dirigido a él.

—La retirada es un puñetero caos. Por el amor de Dios, hombre. Es nuestra última oportunidad de mostrarles lo que podemos hacer cuando somos resueltos y contundentes. Lo que es más…

Iba a decir mucho más, pero Turner tuvo la impresión de que un silencio aplacador había descendido sobre la luminosa escena del fin de la mañana. Esta vez no estaba dormido. Estaba mirando por encima del hombro del comandante hacia la cabeza de la columna. Allí se alzaba, muy lejos, a unos nueve metros encima de la carretera, combada por el calor creciente, lo que parecía ser una plancha de madera suspendida horizontalmente, con un bulto en el centro. No le llegaban las palabras del comandante, ni tampoco sus propios pensamientos claros. La aparición horizontal se cernía en el cielo sin aumentar de tamaño, y aunque empezaba a comprender su significado, era imposible, como en un sueño, reaccionar o mover los miembros. Su única acción había sido abrir la boca, pero no logró emitir sonido alguno, y no habría sabido qué decir, de haber podido.

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