Expiación (33 page)

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Authors: Ian McEwan

BOOK: Expiación
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Controlaban el puente los Coldstream Guards. Dos nidos de ametralladoras bien protegidos por sacos de arena cubrían el acceso. Eran hombres bien afeitados, de mirada pétrea, silenciosamente desdeñosos de la sucia chusma desorganizada que avanzaba a rastras. Al otro lado del canal, espaciadas a intervalos regulares, piedras pintadas de blanco marcaban un sendero hasta una cabana que servía de oficina. En la otra ribera, hacia el este y el oeste, los Guards estaban bien atrincherados a lo largo de su sección. Se habían apropiado de casas en la orilla, habían roto tejas del tejado y cubierto las ventanas con sacos de arena para instalar ametralladoras. Un sargento furibundo mantenía el orden en el puente. Estaba expulsando a un teniente montado en una motocicleta. No se permitía en absoluto el acceso de vehículos ni de equipo. Un hombre con un pájaro en una jaula fue rechazado. El sargento también reclutaba hombres para tareas de defensa del perímetro, y lo hacía con mucha más autoridad que el pobre comandante. Un destacamento cada vez más numeroso, en posición de descanso, se alineaba descontento junto a la oficina. Turner vio lo que estaba ocurriendo al mismo tiempo que los cabos, cuando todavía se encontraban a bastante distancia.

—Te van a joder, compadre —le dijo Mace a Turner—. Pobre infantería puñetera. Si quieres llegar a casa y comer panecillos, ponte entre nosotros y cojea.

Con un sentimiento de deshonra, pero resuelto, a pesar de todo, rodeó con los brazos los hombros de los cabos y los tres avanzaron trastabillando.

—Es tu izquierda, jefe, acuérdate —dijo Nettle—. ¿Quieres que te clave la bayoneta en el pie?

—Un millón de gracias. Creo que me apaño.

Turner mantuvo la cabeza gacha mientras cruzaban el puente y no vio la mirada feroz del sargento de servicio, aunque notó su calor. Oyó ladrar la orden: «¡Tú, ven aquí!» Algún infortunado que estaba justo detrás de él fue reclutado para ayudar a contener la arremetida que sin duda iba a producirse al cabo de dos o tres días, mientras los restos de la fuerza expedicionaria británica se amontonaban en los barcos. Lo que sí vio cuando tenía la cabeza agachada fue una larga gabarra negra que pasaba por debajo del puente en dirección a Fumes, en Bélgica. Sentado al timón, el gabarrero fumaba una pipa y miraba impasible hacia delante. Detrás de él, a quince kilómetros de distancia, Dunkerque ardía. Delante, había en la proa dos chicos encorvados sobre una bicicleta volcada, tal vez poniendo un parche a un pinchazo. En un tendedero habían puesto a secar una colada que incluía ropa interior femenina. Un olor a guisado, a cebollas y ajos, se elevaba desde el barco. Turner y los cabos cruzaron el puente y rebasaron las piedras encaladas, un recordatorio del campo de instrucción y todas las novatadas. Sonaba un teléfono en la cabana de mando. Mace murmuró:

—Tú sigue cojeando como un cabrón hasta que estemos fuera de la vista.

Pero la tierra era llana kilómetros y kilómetros y no se podía saber hacia dónde miraría el sargento, y no tenían ganas de volverse para averiguarlo. Al cabo de media hora se sentaron encima de una sembradora herrumbrosa y observaron cómo desfilaba ante ellos el ejército derrotado. La idea consistía en colarse entre gente totalmente nueva, de forma que la súbita recuperación de Turner no llamase la atención del oficial. Muchos de los hombres que pasaban estaban irritados por no encontrar la playa justo al fondo del canal. Parecían creer que se trataba de un fallo en la planificación. Turner sabía por el mapa que quedaban otros once kilómetros, y en cuanto de nuevo se pusieron en marcha, fueron los más arduos y los más tediosos que habían recorrido aquel día. La amplia monotonía del paisaje desmentía toda sensación de avance. Hacía más calor que antes, a pesar de que el sol del atardecer se filtraba por los bordes de la nube de petróleo. Vieron aviones que volaban alto sobre el puerto y lo bombardeaban. Peor aún, los Stukas estaban atacando la playa hacia la cual se dirigían. Dejaron atrás a los caminantes heridos que no podían proseguir la marcha. Se sentaban como mendigos en la orilla de la carretera y pedían ayuda a gritos o un sorbo de agua. Otros yacían junto a la cuneta, inconscientes o sumidos en la desesperación. Sin duda vendrían ambulancias desde el perímetro de defensa, haciendo viajes periódicos hasta la playa. Si había tiempo para blanquear piedras, tenía que haberlo para organizar esto. No había agua. Se habían acabado el vino y ahora tenían mucha más sed. No llevaban medicinas encima. ¿Qué se esperaba que hicieran? ¿Transportar a cuestas a una docena de hombres cuando apenas podían caminar solos?

En un arranque de irritación, el cabo Nettle se sentó en la carretera, se quitó las botas y las arrojó al campo. Dijo que las odiaba, que odiaba las jodidas botas más de lo que odiaba a todos los putos alemanes juntos. Y las ampollas le hacían tanto daño que prefería mandarlas al carajo.

—El camino a Inglaterra es largo en calcetines —dijo Turner. Se sentía extrañamente aturdido cuando entró en el campo en busca de las botas. La primera fue fácil de encontrar, pero la segunda le llevó un rato. Por fin la vio tumbada en la hierba, cerca de una forma negra y peluda que parecía moverse o palpitar. De repente un enjambre de moscardas alzó el vuelo con un iracundo zumbido relinchante, descubriendo el cadáver que se pudría debajo. Contuvo la respiración, cogió la bota y cuando se marchaba presurosamente las moscas volvieron a posarse y reinó de nuevo el silencio.

Tras un poco de persuasión, Nettle accedió a coger sus botas, a atarlas juntas y a ceñírselas alrededor del cuello. Pero dijo que lo hacía únicamente como un favor a Turner.

Las molestias aparecían cuando estaba despejado. No era la herida, aunque le dolía a cada paso que daba, ni eran los bombarderos que trazaban círculos encima de la playa, unos kilómetros más al norte. Cada cierto tiempo, algo resbalaba. Algún principio de continuidad, el elemento cotidiano que le decía en qué punto de su propia historia se encontraba, se difuminaba y le abandonaba a un sueño despierto en el que había pensamientos, pero no la sensación de que los estaba pensando. Ninguna responsabilidad, ningún recuerdo de las horas anteriores, ni la menor idea de lo que estaba haciendo, de adonde iba ni de cuál era su plan. Ni nada de curiosidad por estas cuestiones. Luego le asaltaban certezas ilógicas.

En este estado se hallaba cuando, tras una caminata de tres horas, llegaron al lindero oriental de la localidad costera. Bajaron por una calle sembrada de cristales en añicos y tejas rotas, donde unos niños jugaban y miraban pasar a los soldados. Nettle se había vuelto a poner las botas, pero las había dejado sin atar, con los cordones colgando. De repente, como un muñeco de resorte, un teniente de los Dorsets surgió del sótano de un edificio municipal que había sido requisado para cuartel general. Se encaminó hacia ellos con un trote altanero y un maletín debajo del brazo. Saludó cuando se detuvo ante ellos. Escandalizado, ordenó al cabo que se atase los cordones si no quería que le arrestase.

Mientras el cabo se arrodillaba para obedecerle, el teniente —de hombros redondos, huesudo, con un aire sedentario y un bigotito rojizo— dijo:

—Eres una puñetera deshonra, hombre.

En la lúcida libertad de su estado de sueño, Turner tuvo ganas de dispararle al oficial un tiro en el pecho. Sería mejor para todos. Apenas valía la pena hablar antes del asunto. Se llevó la mano a la pistola, pero el arma había desaparecido —no recordaba dónde— y el teniente ya se alejaba.

Al cabo de unos minutos de ruidosos crujidos sobre cristal, se produjo un súbito silencio debajo de sus botas cuando la carretera desembocó en una arena fina. Mientras subían por una hendidura entre las dunas, oyeron el mar y paladearon una bocanada salada antes de verlo. El sabor de las vacaciones. Dejaron el sendero y escalaron la hierba de la duna hasta una atalaya donde permanecieron en silencio durante un largo rato. La brisa fresca y húmeda del Canal le restituyó la claridad. Quizás no fuese nada más que su temperatura corporal, que bajaba y subía a rachas.

Creyó que no tenía expectativas… hasta que vio la playa. Había supuesto que prevalecería el maldito espíritu castrense que pintaba de blanco rocas frente a la aniquilación. Trató de poner orden ahora en el movimiento fortuito que tenía delante, y casi lo logró: centros de mando, suboficiales delante de escritorios improvisados, sellos de goma y rótulos, hileras acordonadas hacia los barcos que aguardaban; sargentos intimidatorios, colas tediosas alrededor de cantinas portátiles. En resumen, el fin de toda iniciativa privada. Sin saberlo, aquélla era la playa hacia la que había caminado a lo largo de días. Pero la playa real, la que ahora él y los cabos contemplaban, no era más que una variación de todo lo que había sucedido antes: hubo una desbandada y aquello era su término. Era de lo más obvio ahora que lo veían: era lo que ocurría cuando una retirada caótica no podía ir más lejos. Costaba un instante adaptarse. Vio miles de hombres, diez, veinte mil, quizás más, desperdigados por la vasta playa. A lo lejos había como granos de arena negra. Pero no había barcos, aparte de un ballenero volcado que se mecía en la rompiente lejana. La marea estaba baja y había más de un kilómetro hasta la orilla del agua. No había barcos junto al largo malecón. Parpadeó y volvió a mirar. Aquel malecón estaba formado por hombres, una larga fila de hombres, de seis u ocho en fondo, hundidos hasta las rodillas, la cintura, los hombros, que se alargaba quinientos metros en las aguas someras. Aguardaban, pero no había nada a la vista, a menos que se tuviesen en cuenta aquellas manchas en el horizonte: barcos ardiendo tras un ataque aéreo. No había nada que pudiese llegar a la playa en el plazo de unas horas. Pero los soldados seguían allí, de cara al horizonte, con los cascos de metal y los fusiles levantados por encima de las olas. Desde aquella distancia parecían plácidos como ganado.

Y aquellos hombres eran una pequeña proporción del total. La mayoría estaba en la playa, deambulando de un lado para otro. Se habían formado pequeños corros alrededor de los heridos por el último ataque de los Stuka. Tan desorientados como los hombres, media docena de caballos de la artillería galopaba en manada a lo largo de la orilla del agua. Unos cuantos soldados estaban intentando enderezar el ballenero volcado. Algunos se habían despojado de la ropa para nadar. Hacia el este se jugaba un partido un fútbol, y de la misma dirección llegaba el débil sonido de un himno cantado al unísono, que luego amainó. Más allá del improvisado campo de fútbol se oía el único signo de actividad oficial. En la orilla estaban alineando y juntando camiones para formar un malecón improvisado. Llevaban más camiones. Más cerca, playa arriba, unos hombres estaban recogiendo arena con sus cascos para hacer hoyos de trinchera. En las dunas, cerca de donde estaban Turner y los cabos, unos hombres ya habían cavado hoyos desde los que asomaban la cara, con expresión posesiva y ufana. Como titíes, pensó. Pero la mayor parte del ejército recorría las arenas sin propósito, como habitantes de una ciudad italiana en la hora del
passeggio
. No vieron una razón inmediata para sumarse a la enorme cola, pero no querían marcharse de la playa por si de pronto aparecía un barco.

A la izquierda estaba el centro vacacional de Bray, un alegre muelle de cafés y pequeñas tiendas que en la estación normal estarían alquilando tumbonas de playa y bicicletas. En un parque circular, con un césped pulcramente segado, había un quiosco de música y un tiovivo pintado de rojo, blanco y azul. En aquel escenario se había afincado otra compañía más desenfadada. Unos soldados habían abierto los cafés para ellos solos y se emborrachaban en las mesas de fuera, vociferando y riendo. Unos hombres hacían payasadas montados en bicis por un pavimento manchado de vómito. Una colonia de borrachos yacía esparcida en la hierba junto al quiosco, durmiendo la mona. Un bañista solitario, en calzoncillos, boca abajo sobre la toalla, tenía retazos desiguales de insolación en los hombros y las piernas, rosados y blancos, como helados de fresa y vainilla.

No era difícil escoger entre aquellos círculos de sufrimiento: el mar, la playa, el muelle. Los cabos ya se encaminaban hacia él. La sed decidió por ellos. Encontraron un camino en la parte de las dunas orientadas hacia tierra adentro, y luego cruzaron un césped arenoso sembrado de botellas rotas. Cuando rodeaban mesas estentóreas, Turner vio venir por el muelle a un séquito de la armada, y se paró a observar. Eran cinco, dos oficiales y tres marineros, un grupo reluciente de frescos colores blanco, azul y oro. Ninguna concesión al camuflaje. Con las espaldas erguidas y severos, y con revólveres atados a los cinturones, se movían con tranquila autoridad por entre la masa de sombríos uniformes de campaña y caras lúgubres, mirando de un lado a otro como si estuvieran contando. Uno de los oficiales tomaba notas en una tablilla. Se alejaron en dirección a la playa. Con una pueril sensación de abandono, Turner les observó hasta que se perdieron de vista.

Entró detrás de Mace y Nettle en el barullo y el hedor humeante del primer bar del muelle. Sobre el mostrador había dos maletines llenos de cigarrillos… pero no había nada de beber. Las estanterías de espejo pulido de detrás del mostrador estaban vacías. Cuando Nettle se agachó detrás del mostrador hubo burlas. Todos los que entraban habían hecho lo mismo. La bebida la habían acabado hacía tiempo los bebedores serios que estaban fuera. Turner se abrió paso entre la gente hasta una pequeña cocina en la trastienda. Estaba destrozada, los grifos estaban secos. En el exterior había un urinario y un montón de cajas con envases. Un perro intentaba introducir la lengua dentro de una lata de sardinas vacía, a la que arrastraba por un trecho de cemento. Turner dio media vuelta y volvió a entrar en la sala principal, con su estrépito de voces. No había electricidad, sólo luz natural manchada de un color pardo, como por la cerveza ausente. Nada de beber, pero el bar seguía lleno. Entraban hombres, se desilusionaban pero se quedaban, retenidos por los cigarrillos gratis y la evidencia de bebida reciente. Los expendedores colgaban vacíos de la pared, de donde las botellas invertidas habían sido arrancadas. El suelo pegajoso de cemento despedía el olor dulzón de licor. El ruido y los cuerpos prensados y el aire oloroso a tabaco satisfacían un anhelo nostálgico de una noche de sábado en un pub. Aquello era Mile End Road, y Sauchiehall Street, y todos los locales que había entre ambas calles.

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