Expiación (36 page)

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Authors: Ian McEwan

BOOK: Expiación
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El cabo dijo:

—Jefe, ¿me oyes? ¿Me estás escuchando? Hace como una hora he salido a mear. Adivina lo que he visto. He visto a la marina bajando por la carretera, llamando a formar a los oficiales. Se están organizando en la playa. Los barcos han vuelto. Nos vamos a casa, compadre. Hay un teniente de los Buffs por ahí que va a llamarnos a las siete. Así que duerme un poco y nada de esos puñeteros gritos.

Ahora estaba adormilándose y el sueño era lo único que necesitaba, mil horas de sueño. Era más fácil. El agua era infecta, pero ayudaba, al igual que la noticia y el susurro tranquilizador de Nettle. Formarían filas fuera, en la carretera, y desfilarían hasta la playa. Cuadrados, a la derecha. Impondrían orden. Nadie en Cambridge enseñaba los beneficios de un buen orden de desfile. Reverenciaban a los espíritus libres, rebeldes. A los poetas. Pero ¿qué sabían de la supervivencia los poetas? De sobrevivir como un conjunto de hombres. Sin romper filas, sin precipitarse hacia los barcos, sin nada de que el primero que llegue se sirva el primero, sin nada de eso de que el último paga. Sin sonido de botas cuando cruzasen la arena hacia la orilla del agua. En la rompiente de las olas, manos solícitas para afianzar la borda mientras subían los compañeros. Pero el mar estaba en calma, y ahora que él también estaba tranquilo, por supuesto que vio lo bueno de que ella le estuviese esperando. Al diablo la aritmética. Te esperaré era algo elemental. Era la razón de que hubiese sobrevivido. Era la manera corriente de decir que ella rechazaría a todos los demás hombres. Sólo tú. Vuelve. Recordó el tacto de la grava a través de los zapatos de suelas delgadas, y el tacto glacial de las esposas sobre las muñecas. El y el inspector se detuvieron junto al coche y se giraron al oír los pasos de Cecilia. Cómo iba a olvidar aquel vestido verde, el modo en que se le ceñía a la curva de las caderas y le entorpecía la carrera y mostraba la belleza de sus hombros. Más blancos que la niebla. A él no le sorprendió que la policía les dejara hablar. Ni siquiera pensó en ello. Él y Cecilia se comportaron como si estuvieran solos. Ella no se consintió llorar cuando le dijo que creía en él, que confiaba en él, que le amaba. Él le dijo simplemente que no lo olvidaría, y con eso quería decir lo mucho que se lo agradecía, en especial entonces, en especial ahora. Luego ella tocó con un dedo las esposas y dijo que no se avergonzaba, que no había nada de qué avergonzarse. Le agarró una extremidad de la solapa y la sacudió ligeramente, y fue entonces cuando dijo: «Te esperaré. Vuelve.» Lo decía en serio. El tiempo demostraría que lo decía de veras. Después le empujaron dentro del coche y ella habló apresuradamente, antes de que brotase el llanto que ya no podía contener, y dijo que lo que había sucedido entre ellos era suyo, sólo de ellos. Se refería a la biblioteca, por supuesto. Era suyo. Nadie podría quitárselo. «Es nuestro secreto», gritó, enfrente de todos, un instante antes del portazo.

—No diré nada —dijo, aunque ya hacía mucho que la cabeza de Nettle había desaparecido de su vista—. Despiértame antes de las siete. Te lo prometo, no me volverás a oír una palabra.

Tercera parte

La desazón no se limitaba al hospital. Parecía crecer con el turbulento río pardo, engrosado por las lluvias de abril, y en los atardeceres se extendía sobre la ciudad, donde todas las luces estaban apagadas, como un crepúsculo mental que el país entero percibía, un crecimiento callado y maligno, inseparable del frío de finales de la primavera, bien escondido dentro de su benéfica expansión. Algo llegaba a su fin. Los jefes de servicio, conferenciando en grupos presuntuosos, en las intersecciones de los pasillos, guardaban un secreto. Los médicos más jóvenes eran un poco más altos y sus andares eran más agresivos, y el especialista realizaba su ronda distraído, y una mañana concreta fue hasta la ventana para contemplar el río durante varios minutos, mientras a su espalda las enfermeras aguardaban en posición de firmes. Los camilleros ancianos parecían deprimidos cuando llevaban y traían a los pacientes de los pabellones, y parecían haber olvidado los latiguillos alegres de las comedias que oían en la radio, y a Briony le habría podido consolar incluso oír de nuevo aquella frase que tanto despreciaba: «Animo, amor, quizás nunca suceda.»

Pero estaba a punto. El hospital se había ido vaciando lenta, invisiblemente, a lo largo de muchos días. Al principio parecía algo meramente fortuito, una epidemia de buena salud que las menos inteligentes de las enfermeras en prácticas estaban tentadas de atribuir a la mejora de sus propias técnicas. Sólo poco a poco se advertía un plan. En un pabellón tras otro se vaciaban muchas camas, como muertes en la noche. Briony imaginaba que los pasos que se retiraban en los pasillos amplios y lustrosos producían un sonido amortiguado y contrito, cuando antes habían sido rotundos y eficientes. Los obreros que iban a instalar nuevos rollos de mangueras para incendios en los rellanos, fuera de los ascensores, y esparcían nuevos cubos de arena contra el fuego, trabajaban todo el día, sin una pausa, y no hablaban con nadie antes de marcharse, ni siquiera con los camilleros. En el pabellón sólo había ocho camas ocupadas, y aunque el trabajo era aún más duro que antes, un cierto desasosiego, un temor casi supersticioso impedía protestar a las estudiantes cuando tomaban el té juntas. Por lo general estaban más tranquilas, eran más voluntariosas. Ya no extendían las manos para comparar sabañones.

Además, las enfermeras estudiantes compartían la inquietud constante y omnipresente de no cometer errores. Todas temían a sor Majorie Drummond, a su exigua sonrisa amenazadora y a la suavidad de sus modales antes de estallar en cólera. Briony sabía que en los últimos tiempos había acumulado un rosario de errores. Cuatro días antes, no obstante las cuidadosas instrucciones impartidas, una paciente a su cargo se había tragado unas gárgaras de ácido carbólico —de un trago, como una pinta de Guinness, según el camillero que presenció la escena— y vomitó violentamente encima de las mantas. Briony también era consciente de que sor Drummond la había visto cargando con tres cuñas cada vez, cuando para entonces se esperaba que recorriesen sin percances toda la longitud del pabellón con seis en las dos manos, como un camarero atareado de La Coupole. Quizás hubiese cometido otros errores, que ella había olvidado por culpa del cansancio, o de los que no se había percatado. Era proclive a equivocar la compostura: en momentos de abstracción tendía a depositar todo su peso sobre un pie, de un modo que enfurecía especialmente a su superiora. Los descuidos y faltas podían acumularse sin que se diera cuenta a lo largo de días: una escoba mal guardada, una manta doblada con la etiqueta hacia arriba, un cuello almidonado con la arruga más ínfima, las ruedas de las camas no alineadas y apuntando hacia dentro, desandar el pabellón con las manos vacías; todo aquello era anotado en silencio, hasta que se colmaba la medida y entonces, si no habías captado los signos, la ira sobrevenía como una conmoción. Y justo cuando creías que lo estabas haciendo todo bien.

Pero últimamente, la hermana no dirigía su sonrisa amarga a las alumnas en prácticas, no les hablaba con el tono apagado que las aterraba tanto. Apenas le importaban sus deficiencias. Estaba preocupada, y con frecuencia celebraba largos conciliábulos con su homologa en el patio interior del pabellón de cirugía, o desaparecía durante dos días seguidos.

En otro contexto, en otra profesión, su cuerpo rechoncho habría resultado maternal, o hasta sensual, pues sus labios sin pintar poseían un intenso color natural y dibujaban un dulce arco, y su cara de mejillas redondas y coloretes saludables de muñeca sugería un carácter bondadoso. Esta impresión se disipó muy pronto, cuando una compañera de la promoción de Briony, una chica grande, amable, de movimientos lentos, con una mirada inofensiva, vacuna, topó con el lacerante vigor iracundo de la monja del pabellón. La enfermera Langland había sido destinada al pabellón quirúrgico de hombres, y le pidieron que ayudara a preparar a un joven soldado para una apendicectomía. Cuando la dejaron unos minutos a solas con el soldado, charló con él y le hizo comentarios tranquilizadores sobre la operación. El debió de hacerle la pregunta obvia, y fue entonces cuando ella violó la norma sagrada. Estaba escrita con toda claridad en el manual, aunque nadie habría adivinado la importancia que se le concedía. Horas después, el soldado volvió en sí de la anestesia y murmuró el nombre de la estudiante mientras la monja del pabellón quirúrgico se encontraba cerca. La alumna Langland fue devuelta a su pabellón, deshonrada. Las otras fueron convocadas para que tomaran buena nota. La reacción no habría sido peor si la pobre Susan Langland hubiera matado por descuido y por crueldad a dos docenas de pacientes. Para cuando sor Drummond terminó de decirle que era una abominación para las tradiciones de enfermería de Nightingale a las que aspiraba, y que podía considerarse afortunada por pasar el mes siguiente clasificando ropa de cama sucia, no sólo Langland, sino la mitad de las chicas presentes estaban llorando. Briony no estaba entre ellas, pero esa noche, en la cama, todavía tiritando un poco, repasó el manual de nuevo para ver si había otros puntos de protocolo que quizás no hubiese visto. Releyó y guardó en la memoria el mandamiento: bajo ninguna circunstancia, una enfermera debía revelar a un paciente su nombre de pila.

Los pabellones se vaciaban, pero el trabajo se intensificó. Todas las mañanas arrastraban las camas hasta el centro, para que las alumnas pudiesen fregar el suelo con un cubo tan grande que una chica sola apenas podía acarrearlo de un lado para otro. Había que barrer los suelos tres veces al día. Restregaban los casilleros vacíos, fumigaban colchones, desempolvaban con una gamuza colgadores de latón, pomos y ojos de cerraduras. El enmaderado —tanto las puertas como los zócalos— se lavaba con una solución carbólica, al igual que las camas, los bastidores y sus muelles. Las estudiantes fregaban, limpiaban y secaban orinales y botellas hasta que relucían como cubertería. Camiones del ejército de tres toneladas aparcaban junto a las plataformas de descarga y desembarcaban más camas todavía, viejas y sucias, que había que restregar muchas veces antes de ser trasladadas al pabellón, encajadas entre las hileras de lechos y luego desinfectadas. Entre una y otra tarea, quizás una docena de veces al día, las alumnas se frotaban con agua helada las manos llenas de sabañones, agrietadas y ensangrentadas. La guerra contra los microbios no cesaba nunca. Las enfermeras eran iniciadas en el culto a la higiene. Aprendían que no había nada más deleznable que una brizna de pelusa de una manta escondida debajo de una cama, y que ocultaba en su interior un batallón, una división entera de bacterias. La práctica diaria de hervir, restregar, desempolvar y limpiar pasó a ser el emblema del orgullo profesional de las alumnas, al cual había que sacrificar toda comodidad personal.

Los camilleros traían de los camiones una gran cantidad de suministros nuevos que había que desembalar, inventariar y almacenar: vendas, bacinillas, jeringuillas hipodérmicas, tres autoclaves nuevas y muchos paquetes con la inscripción «Bolsas de Bunyan», cuyo uso no les habían explicado todavía. Instalaron y llenaron un armario adicional de medicinas, después de haberlo fregoteado tres veces. Estaba cerrado con una llave que guardaba sor Drummond, pero una mañana Briony vio dentro filas de botellas con la etiqueta «morfina». Cuando la mandaban a hacer recados, veía los otros pabellones en fases parecidas de preparativos. Había ya uno completamente vacío de pacientes, y su espacioso silencio relucía, esperando. Pero no había que hacer preguntas. El año anterior, justo después de que se declarase la guerra, los pabellones del piso más alto habían sido cerrados como una medida de protección contra los bombardeos. Los quirófanos estaban ahora en el sótano. Las ventanas de la planta baja habían sido reforzadas con sacos de arena, y todas las claraboyas revestidas de cemento.

Un general del ejército hizo una visita de inspección al hospital, acompañado de media docena de médicos especialistas. No hubo ceremonia, ni siquiera silencio, cuando se presentaron. Contaban que normalmente, con ocasión de tan importantes visitas, la nariz de cada paciente tenía que estar paralela al pliegue central de la sábana encimera. Pero no hubo tiempo de preparar nada. El general y su séquito recorrieron el pabellón a zancadas, murmurando y asintiendo, y después se fueron.

La desazón crecía, pero había pocas ocasiones para hablar, lo cual, de todos modos, estaba oficialmente prohibido. Cuando no estaban de guardia, las alumnas asistían a clases en su tiempo libre, o a demostraciones prácticas, o estudiaban solas. Sus comidas y horarios de sueño estaban supervisados como si fueran chicas nuevas en Roedean. Cuando Fiona, que dormía en la cama contigua a la de Briony, apartó el plato y anunció, sin dirigirse a nadie en particular, que era «clínicamente incapaz» de comer verduras hervidas con un cubito de caldo de carne, la monja del centro Nightingale se plantó a su lado hasta que comió la última cucharada. Fiona era la amiga de Briony, por definición; en el dormitorio, la primera noche del curso teórico, le pidió a Briony que le cortara las uñas de la mano derecha, tras explicarle que con la izquierda no sabía manejar las tijeras y que su madre se las cortaba siempre. Era pelirroja y tenía pecas, lo que a Briony le inspiró una cautela automática. Pero, a diferencia de Lola, Fiona era ruidosa y alegre, con hoyuelos en el reverso de las manos y un busto enorme que hacía decir a las otras chicas que acabaría siendo monja de pabellón algún día. Su familia vivía en Chelsea. Una noche, en la cama, murmuró que su padre estaba esperando que le pidieran que se incorporase al gabinete de guerra de Churchill. Pero cuando anunciaron la composición del gabinete, los apellidos no encajaban y nadie dijo nada, y Briony juzgó más conveniente no indagar al respecto. En los primeros meses que siguieron al curso teórico, ella y Fiona tuvieron pocas ocasiones de descubrir si en realidad se gustaban. Les convenía suponer que así era. Eran de las pocas que carecían de toda instrucción médica. Casi todas las demás habían hecho cursillos de primeros auxilios, y algunas tenían ya el título de auxiliar y estaban acostumbradas a ver sangre y cadáveres o, por lo menos, decían que lo estaban.

Pero no era fácil cultivar amistades. Las estudiantes cumplían sus turnos en los pabellones, estudiaban tres horas al día en su tiempo libre y dormían. Su lujo era la hora del té, entre las cuatro y las cinco de la tarde, cuando cogían de los estantes formados con listones de madera sus teteras marrones de miniatura, cada una con el nombre de su dueña, y se sentaban en una sala común fuera del pabellón. La conversación era afectada. La hermana a cargo estaba presente para supervisar y garantizar el decoro. Además, en cuanto se sentaban, el cansancio les caía encima, pesado como tres mantas dobladas. Una chica se quedó dormida con una taza y un platillo en la mano y se escaldó el muslo: una buena oportunidad, dijo sor Drummond cuando acudió a ver qué eran aquellos gritos, de practicar el tratamiento de quemaduras.

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