Authors: Ian McEwan
El dulzón olor ceroso de madera, el olor acuoso de la piedra, eran los de una iglesia en cualquier parte. Incluso en el momento de volverse para cerrar discretamente la puerta, tuvo conciencia de que la iglesia estaba casi vacía. Las palabras del párroco formaban un contrapunto con los ecos de la nave. Se quedó junto a la puerta, parcialmente oculta por la pila bautismal, y aguardó a que sus ojos y oídos se habituaran. Luego avanzó hacia el último banco y lo recorrió hasta el extremo, desde donde alcanzaba todavía a ver el altar. Había asistido a varias bodas de la familia, aunque era muy joven para haber presenciado en la catedral de Liverpool el eran acontecimiento del enlace del tío Cecil y la tía Hermione, cuya silueta y vistoso sombrero distinguía ahora en el banco delantero. A su lado estaban Pierrot y Jackson, trece o quince centímetros más altos, encajados entre los contornos de sus padres distanciados. En el otro lado del pasillo estaban tres miembros de la familia Marshall. No había más feligreses. Era una ceremonia privada. Ningún periodista de sociedad. Briony no debía estar allí. Estaba lo bastante familiarizada con las palabras rituales para saber que no se había perdido el momento crucial.
—En segundo lugar, fue decretado como un remedio para el pecado y para evitar la fornicación, que las personas que no poseen el don de la continencia puedan casarse y ser miembros sin mancilla del cuerpo de Cristo.
Frente al altar, enmarcadas por la figura elevada y envuelta en blanco del párroco, estaba la pareja. Ella vestía de blanco, el completo atuendo tradicional, y según Briony pudo advertir desde donde estaba, al fondo de la nave, llevaba un largo velo. Tenía el pelo recogido en una sola trenza infantil que colgaba desde debajo de la gasa de tul y organdí y recorría toda la longitud de su columna. Marshall se mantenía erguido, y los contornos de las hombreras almohadilladas de su chaqué se perfilaban como un nítido grabado contra la sobrepelliz del párroco.
—En tercer lugar, se decretó que para la convivencia, ayuda y consuelo mutuos, que uno tenía que prestar al otro…
Sintió los recuerdos, los punzantes detalles, como un sarpullido, como suciedad sobre su piel: Lola entrando en su habitación hecha un mar de lágrimas, con las muñecas magulladas e irritadas, y los rasguños en su hombro y en la parte inferior de la cara de Marshall; el silencio de Lola en la oscuridad a la orilla del lago, mientras dejaba que su seria, ridicula, ah, tan mojigata prima menor, que no distinguía la vida real de las historias que tejía en su cabeza, pusiera a salvo al atacante. Pobre Lola vanidosa y vulnerable, con su gargantilla recamada de perlas y su perfume de agua de rosas, que ansiaba despojarse de las últimas trabas de la infancia, que se había salvado de la humillación enamorándose, o convenciéndose de que estaba enamorada, y que no podía dar crédito a su suerte cuando Briony insistió en hablar por ella y en formular las acusaciones. Y qué suerte había tenido Lola —poco más que una niña, forzada y poseída— casándose con su violador.
—Por consiguiente, si alguien puede alegar causa justa en contra de que se celebre esta unión lícitamente, que hable ahora o calle para siempre.
¿Sucedía de verdad? ¿Era cierto que ahora ella se estaba levantando, con las piernas débiles, el estómago vacío y contraído y el corazón tartamudeando, y que se desplazaba a lo largo del banco para ocupar el centro del pasillo y exponía sus razones, sus causas justas, con una voz desafiante y firme, a medida que avanzaba con su capa y su tocado, como una novia de Cristo, hacia el altar, hacia el párroco boquiabierto, que en su larga carrera jamás había sido interrumpido, y hacia los feligreses que giraban el cuello y las caras blancas de la pareja que se había vuelto a medias? No lo había planeado, pero la pregunta del rito, que había olvidado por completo, era una provocación. ¿Y cuáles eran exactamente los impedimentos? Ahora tenía la oportunidad de proclamar en público toda su angustia privada y de purificarse de todo el mal que había causado. Ante el altar de la más racional de las iglesias.
Pero los rasguños y las contusiones habían cicatrizado hacía mucho, y todas las declaraciones que había hecho en su momento afirmaban lo contrario. Tampoco la novia parecía una víctima, y disponía del consentimiento de sus padres. Más que eso, sin duda: un potentado del chocolate, el fundador de la chocolatina Amo. La tía Hermione se estaría frotando las manos. ¿Que Paul Marshall, Lola Quincey y ella, Briony Tallis, habían conspirado por medio de silencio y falsedades para enviar a la cárcel a un hombre inocente? Pero las palabras que le habían condenado habían salido de los labios de Briony, habían sido leídas en voz alta en su nombre ante el tribunal del condado. La sentencia ya se había cumplido. La deuda estaba pagada. El veredicto se mantenía en pie.
Permaneció en su asiento con el corazón acelerado y las palmas de la mano sudorosas, y humildemente inclinó la cabeza.
—Os conmino y exhorto a los dos, pues responderéis cuando los secretos de todos los corazones sean revelados el terrible día del juicio, que si alguno de los dos conoce algún impedimento por el cual no sea lícito uniros en matrimonio, a que lo confiese ahora.
A la luz de cualquier cálculo, faltaba un largo tiempo hasta el día del juicio, y hasta entonces la verdad que sólo Marshall y su novia conocían de primera mano estaba siendo firmemente tapiada dentro del mausoleo de su matrimonio. Allí reposaría a salvo en la oscuridad, hasta mucho después de que hubiesen muerto todas las personas a quien concernía. Cada palabra de la ceremonia era un nuevo ladrillo añadido a la tapia.
—¿Quién ha dado esta mujer en matrimonio a este hombre?
Como un pajarillo, el tío Cecil dio un rápido paso adelante, sin duda ansioso de cumplir su cometido antes de apresurarse a volver al santuario de All Souls, en Oxford. Aguzando el oído para percibir el más leve titubeo en sus voces, Briony oyó a Marshall y después a Lola repetir las palabras que decía el párroco. Marshall tronaba, inexpresivo, Lola habló con dulzura y aplomo. Qué flagrante, qué sensual resonó ante el altar lo que dijo: «Con mi cuerpo te idolatro.»
—Oremos.
Las seis figuras de los bancos delanteros agacharon las cabezas y el párroco se quitó las gafas de carey, alzó la barbilla y con los ojos cerrados y un sonsonete cansino y afligido invocó a los poderes celestiales.
—Oh, Dios eterno, creador y conservador de todo el género humano, fuente de toda gracia espiritual, autor de la vida eterna; bendícenos a todos tus servidores, y a este hombre y a esta mujer…
El último ladrillo quedó colocado cuando el oficiante, tras haberse puesto de nuevo las gafas, enunció la fórmula famosa —os declaro marido y mujer— e invocó a la Trinidad que daba nombre a la iglesia. Hubo más rezos, un salmo, el padrenuestro y otra larga oración cuyos tonos menguantes de despedida transmitieron el melancólico carácter de algo irrevocable.
—… Que vierta sobre vosotros la abundancia de su gracia, que os santifique y bendiga, que podáis complacerle en cuerpo y alma y que viváis juntos en santo amor hasta el fin de vuestras vidas.
Inmediatamente, el órgano ondulante derramó una cascada de confetis de tres notas que se dispersaban al tiempo que el párroco se volvía para preceder por el pasillo a la pareja y a los seis familiares que caminaban detrás. Briony, que estaba arrodillaba, fingiendo que rezaba, se levantó y se volvió para situarse de cara a la procesión que se acercaba. El párroco parecía tener un poco de prisa y caminaba muy por delante del resto de la comitiva. Al mirar a su izquierda y ver a la joven enfermera, su expresión amable y su ladeo de cabeza expresaron a la vez curiosidad y bienvenida. Prosiguió su camino para abrir de par en par una de las grandes puertas. Una lengua sesgada de luz del sol llegó hasta el sitio donde estaba Briony y le iluminó la cara y el tocado. Quería que la viesen, pero no tan de lleno. Ahora sería imposible no verla. Lola, que avanzaba por el lado de Briony, llegó a su altura y sus miradas se cruzaron. Llevaba ya el velo abierto. Sus pecas habían desaparecido, pero por lo demás no había cambiado mucho. Era quizás un poco más alta, tenía la cara más tersa y redonda y las cejas depiladas a conciencia. Briony no hizo más que mirarla. Se conformaba con que Lola supiese que estaba allí y que se preguntara el porqué de su presencia. La luz del sol entorpecía la visión de Briony, pero durante una fracción de segundo pareció que en la cara de la novia se pintaba un diminuto pliegue de disgusto. Después frunció los labios, miró hacia delante y pasó de largo. Paul Marshall también había visto a Briony, pero sin reconocerla, como tampoco la reconocieron la tía Hermione y el tío Cecil, que hacía años que no la veían. Pero los gemelos, que cerraban el cortejo, con los pantalones del uniforme del colegio demasiado cortos, se mostraron encantados de verla e hicieron muecas de espanto por su indumentaria y bostezaron con los ojos en blanco igual que payasos, agitando las manos encima de la boca.
Ella se quedó sola en la iglesia con el organista invisible, que seguía tocando por su propio placer. Todo había transcurrido demasiado deprisa, y no había conseguido nada seguro. Permaneció en su sitio, con una incipiente sensación de haber hecho una tontería, y sin ganas de marcharse de la iglesia. La luz del día y la trivialidad de la charla familiar disiparían el impacto que hubiera podido causar su iluminada aparición espectral. Además le faltaba valor para una confrontación. ¿Y cómo explicaría a su tío y a su tía su presencia como testigo no invitado? Podrían ofenderse o, peor aún, en lugar de eso, pretender llevarla a un insoportable desayuno en un hotel, en que los desposados Lola y Paul Marshall rezumarían odio, y Hermione no lograría ocultar su desprecio por Cecil. Briony se demoró un par de minutos más, como si la retuviese allí la música, y luego, disgustada por su propia cobardía, salió presurosamente al pórtico. El párroco estaba, como mínimo, a unos cien metros de distancia, atravesando el césped con paso rápido y un balanceo libre de los brazos. Los recién casados estaban en el Rolls, y Marshall, al volante, daba marcha atrás para girar. Estaba segura de que ellos la habían visto. El cambio de marchas emitió un chirrido metálico: una buena señal, tal vez. El automóvil se alejó, y por una ventanilla lateral Briony vio la silueta blanca de Lola acurrucada contra el brazo del conductor. En cuanto a la comitiva, se había esfumado totalmente entre los árboles.
Sabía por el mapa que Balham estaba al fondo del Common, en la dirección hacia donde caminaba el párroco. No estaba muy lejos, y este solo hecho la disuadió de continuar. Llegaría demasiado pronto. No había comido nada, tenía sed y el talón le daba punzadas y se le había pegado a la parte posterior del zapato. Ahora hacía calor, y tendría que cruzar una extensión de hierba sin sombra, interrumpida por senderos rectos de asfalto y refugios públicos. A lo lejos había un quiosco de música y hombres de uniforme azul oscuro que pululaban por él. Pensó en Fiona, de que le había cedido su día libre, y en la tarde que pasaron juntas en St. James's Park. Aquel paseo inocente parecía ya remoto, y sin embargo databa de no más de diez días atrás. En aquel momento, Fiona estaría haciendo la segunda ronda de cuñas. Briony permaneció a la sombra del pórtico y pensó en el pequeño regalo que le compraría a su amiga: algo delicioso de comer, un plátano, naranjas, chocolate suizo. Los porteros sabían dónde agenciarse esas cosas. Les había oído decir que cualquier cosa, todas las cosas eran asequibles si se disponía del dinero necesario. Observó la hilera del tráfico girando alrededor del Common, a lo largo de su propio trayecto, y pensó en comida. Lonchas de jamón, huevos escalfados, una pata de pollo asado, un estofado denso, merengue de limón. Una taza de té. Reparó en la música inquieta y nerviosa que sonaba a su espalda en el instante mismo en que dejó de oirse, y en ese súbito lapso de silencio, que parecía conferir libertad, decidió desayunar. No había tiendas a la vista en la dirección que debía seguir, sino tan sólo insulsos bloques de apartamentos de ladrillo, de color anaranjado oscuro.
Pasaron varios minutos y salió el organista con su sombrero en una mano y un pesado manojo de llaves en la otra. Le habría preguntado dónde estaba el café más cercano, pero era un hombre excitable, en consonancia con su música, que parecía resuelto a no prestarle atención mientras cerraba de un portazo la puerta de la iglesia y se encorvaba para cerrarla con llave. Se encasquetó el sombrero y se marchó velozmente.
Tal vez aquél fuese el primer paso en su cambio de planes, pero ya había empezado a desandar su camino hacia Clapham High Street. Desayunaría, y volvería a pensarlo. Cerca de la estación de metro pasó por delante de un abrevadero y de buena gana habría hundido la cara dentro. Encontró un garito mugriento con las ventanas manchadas y el suelo sembrado de colillas, pero la comida no podía ser peor que la que estaba acostumbrada a comer. Pidió té y tres tostadas con margarina y mermelada de naranja de un color rosa muy pálido. Cargó de azúcar el té, pues ella misma se había diagnosticado que padecía de hipoglucemia. El dulzor no encubrió del todo un sabor a desinfectante.
Tomó otra taza, contenta de que estuviese templada para engullirla de un trago, y después hizo uso de un retrete hediondo y sin taza que había detrás del café, cruzando un patio empedrado. Pero no había fetidez que impresionase a una enfermera en prácticas. Se metió papel higiénico en el talón del zapato. Le serviría durante un par de kilómetros. Había un lavabo de un solo grifo atornillado a una pared de ladrillo. Optó por abstenerse de tocar la pastilla de jabón con vetas grises. Cuando abrió el grifo, el agua desbordó y le cayó justo encima de las espinillas. Se las secó con las mangas y se peinó, tratando de imaginar su cara en la pared de ladrillo. Pero no podía repintarse los labios sin la ayuda de un espejo. Se aplicó en la cara unos toques dé agua con un pañuelo empapado y se palmeó las mejillas para sacarles color. Una decisión se había tomado: al parecer, sin que ella interviniera. Se estaba preparando para una entrevista con miras al puesto de amada hermana menor.
Salió del café y mientras caminaba por el Common notó que se ensanchaba la distancia entre ella y otro yo, no menos real, que regresaba andando hacia el hospital. Quizás la Briony que caminaba hacia Balham era la persona imaginaria o espectral. Esta sensación de irrealidad se acrecentó cuando, media hora después, desembocó en otra High Street, más o menos la misma calle que la que había dejado atrás. Así era Londres en su periferia, un hacinamiento de localidades monótonas. Resolvió que nunca viviría en una de ellas.