Expiación (31 page)

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Authors: Ian McEwan

BOOK: Expiación
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¿Cómo empezar a comprender la mente de aquella niña? Sólo había una teoría sustentable. En junio de 1932 hubo un día tanto más hermoso porque llegó de repente, después de una larga racha de lluvia y viento. Fue una de aquellas raras mañanas que, con su jactanciosa abundancia de calor y luz y hojas nuevas, se revelaba como un auténtico principio, el gran pórtico del verano, y él lo recorría en compañía de Briony, hasta más allá de la fuente del tritón, más allá de la cerca y los rododendros, cruzando la cancela de hierro y a lo largo del sendero serpeante y angosto del bosque. Ella estaba excitada y locuaz. Debía de tener unos diez años y apenas empezaba a escribir cuentos. Al igual que todos los demás, él había recibido su correspondiente historia de amor encuadernada e ilustrada, de adversidades vencidas, reencuentro y boda. Bajaban por el camino hacia el río para la clase de natación que él le había prometido. Al dejar atrás la casa, ella quizás le estuviese hablando de un cuento que acababa de terminar o de un libro que estaba leyendo. Era probable que la llevase cogida de la mano. Era una niña callada e intensa, algo repipi a su manera, y aquella locuacidad era infrecuente. A él le alegraba escucharla. Para él también era una época emocionante. Tenía diecinueve años, los exámenes casi habían terminado y creía que había sacado buenas notas. Pronto dejaría de ser un escolar. Su entrevista para Cambridge había salido bien y dos semanas más tarde partiría a Francia para dar clases de inglés en un colegio religioso. Había algo grandioso en el día, en los robles y las hayas colosales que apenas se remecían, y en la luz que caía como joyas a través del follaje fresco para formar charcos entre las hojas muertas del año anterior. Con su petulancia juvenil intuía que esta magnificencia reflejaba el ímpetu glorioso de su vida.

Ella seguía perorando y él la escuchaba a medias, satisfecho. El sendero salía del bosque a las anchas riberas herbosas del río. Caminaron río arriba casi un kilómetro y volvieron a entrar en el bosque. Allí, en un meandro del río, bajo los árboles que la sobrevolaban, había una piscina excavada en los tiempos del abuelo de Briony. Una presa de piedra lentificaba la corriente y era un lugar predilecto de buceo y zambullidas. Por lo demás, no era ideal para principiantes. Te tirabas desde la presa o bien te lanzabas desde la orilla a un agua con un fondo de tres metros. Él se zambulló y flotó, esperando a Briony. Habían empezado las lecciones el año anterior, a finales del verano, cuando el río estaba más bajo y la corriente era más mansa. Ahora hasta en la piscina había un remolino fijo. Ella hizo un solo momento de pausa y luego se lanzó gritando desde la orilla a los brazos de Robbie. Se ejercitaba flotando verticalmente hasta que la corriente la transportaba hacia la presa, y entonces él la remolcaba a través de la piscina para que empezase de nuevo. Cuando ella probó a nadar a braza, tras un invierno de desidia, él tuvo que sostenerla, tarea nada fácil porque tampoco hacía pie. Si le retiraba la mano de debajo, Briony sólo conseguía dar tres o cuatro brazadas antes de hundirse. A ella le divertía el hecho de que, nadando a contracorriente, permanecía en el mismo sitio. Pero no era así. En realidad, era impulsada cada vez hacia la presa, donde se agarraba a un anillo herrumbroso de hierro, aguardando a Robbie con su cara blanca realzada contra los chillones muros musgosos y el cemento verdoso de la presa. Ella llamaba a esto nadar cuesta arriba. Quiso repetir la experiencia, pero el agua estaba fría y al cabo de quince minutos estaba ya harta. Él la arrastró hasta la orilla y, desoyendo sus protestas, la ayudó a salir del agua.

Él cogió su ropa de la cesta y se internó un trecho en el bosque para cambiarse. Cuando volvió, ella estaba exactamente donde la había dejado, en la orilla, contemplando el agua, con la toalla alrededor de los hombros. Dijo:

—Si me cayera al río, ¿me salvarías?

—Pues claro.

Dijo esto encorvado sobre la cesta y oyó, pero no vio, a Briony arrojarse al agua. Su toalla descansaba en la orilla. Aparte de los círculos concéntricos que se ensanchaban en la superficie de la piscina, no había rastro de ella. Luego emergió, aspiró aire y volvió a sumergirse. Desesperado, él pensó en correr hasta la presa para izarla desde allí, pero el agua era de un verde opaco y fangoso. Sólo por medio del tacto podría localizarla debajo de la superficie. No había otra alternativa: entró en el agua calzado, con chaqueta y todo. Casi de inmediato encontró el brazo de Briony, le colocó la mano debajo del hombro y la empujó hacia arriba. Descubrió, sorprendido, que ella estaba aguantando la respiración. Y a renglón seguido se rió alegremente y se le anilló en el cuello. La remolcó hasta la orilla y con gran dificultad, debido a sus ropas empapadas, salió del agua.

—Gracias —repetía ella—. Gracias, gracias.

—Has hecho una enorme estupidez.

—Quería que me salvaras.

—¿No te das cuenta de que te podrías haber ahogado?

—Me has salvado.

Angustia y alivio alimentaban la cólera de Robbie. Poco le faltó para gritar: «Estúpida niña. Podríamos habernos ahogado los dos.»

Ella guardaba silencio. Sentada en la orilla, vaciaba el agua de los zapatos de Robbie.

—Te has sumergido y no te veía. La ropa me pesaba. Podríamos habernos ahogado los dos. ¿Te parece una broma? Di, ¿te lo parece?

No había nada más que decir. Ella se vistió y regresaron por el camino, Briony delante y él rezongando tras ella. Quería salir al cielo abierto del parque. Después le esperaba una larga caminata hasta el bungalow para cambiarse de ropa. Su ira no se había aplacado todavía. Pensó que ella no era lo suficientemente pequeña para estar dispensada de pedir disculpas. Caminaba en silencio, cabizbaja, seguramente enfurruñada: él no la veía. Cuando salieron del bosque y ya habían franqueado la cancilla, ella se detuvo y se volvió. Su tono fue directo, hasta desafiante. En lugar de enfurruñarse, le estaba plantando cara.

—¿Sabes por qué quería que me salvaras?

—No.

—¿No es evidente?

—No, no lo es.

—Porque te quiero.

Lo dijo valientemente, con la barbilla levantada, y parpadeaba muy aprisa mientras hablaba, aturdida por la verdad trascendental que había revelado.

Él contuvo el impulso de reírse. Era el objeto amoroso de una colegiala enamorada.

—¿Qué demonios quieres decir con eso?

—Quiero decir lo que todo el mundo cuando dice esto. Te quiero.

Esta vez las palabras tuvieron un tono de patetismo creciente. Él comprendió que debía reprimir la tentación de burlarse. Pero era difícil. Dijo:

—Como me quieres, te has tirado al río.

—Quería saber si me salvarías.

—Y ahora ya lo sabes. He arriesgado mi vida para salvar la tuya. Pero eso no significa que te quiera.

Ella se irguió un poco.

—Quiero darte las gracias por salvarme la vida. Te estaré eternamente agradecida.

Frases, sin duda, de alguno de sus libros, de alguno que había leído hacía poco o de alguno que había escrito. El dijo:

—Muy bien, pero no vuelvas a hacerlo, ni conmigo ni con nadie. ¿Prometido?

Ella asintió y dijo, al despedirse:

—Te quiero. Ahora ya lo sabes.

Se alejó hacia la casa. Tiritando bajo la luz del sol, él la observó hasta que se perdió de vista y luego se encaminó hacia la suya. No volvió a verla a solas antes de marcharse a Francia, y en septiembre, cuando regresó, ella estaba en el internado. No mucho después, él se fue a Cambridge, y en diciembre pasó las Navidades con unos amigos. No volvió a ver a Briony hasta el siguiente abril, y para entonces el asunto estaba olvidado.

¿Lo estaba?

Había pasado mucho tiempo solo, demasiado tiempo, para rumiarlo. No recordaba ninguna otra conversación con ella, ni una conducta extraña, ni miradas elocuentes o malhumoradas que indicasen que su pasión de colegiala hubiera perdurado más allá de aquel día de junio. El volvía a Surrey a pasar casi todos los períodos de vacaciones y ella había tenido numerosas ocasiones de ir a buscarle al bungalow o de pasarle un mensaje. Él estaba absorto en su nueva vida, enfrascado en las novedades del entorno estudiantil, y asimismo empeñado por entonces en distanciarse un poco de la familia Tallis. Pero tuvo que haber signos que él no había advertido. Durante tres años, ella debía de haber albergado sentimientos amorosos hacia él que había mantenido ocultos, nutrido con fantasías o embellecido en sus historias. Era el tipo de chica que vivía ensimismada en sus pensamientos. El episodio dramático en el río pudo haber sido suficiente para sostenerla durante todo aquel tiempo.

Esta teoría, o convicción, se fundaba en el recuerdo de un único encuentro: el que se produjo en el puente, al atardecer. Año tras año había rememorado aquel paseo a través del parque. Ella debía de saber que a él le habían invitado a cenar. Allí estaba, descalza, con un sucio vestido blanco. Era muy raro. Debía de estar esperándole, quizás preparando un pequeño discurso, hasta ensayándolo en voz alta, sentada en el pretil de piedra. Cuando él por fin llegó, a ella se le trababa la lengua. Esto, en cierto modo, constituía una prueba. Incluso en aquel momento, se le antojó extraño que ella no le hablara. Entregó la carta a Briony y ella salió corriendo. Minutos después, abría la carta. Estaba conmocionada, y no sólo a causa de una palabra. En la mente de Briony, él había traicionado su amor prefiriendo a su hermana. Luego, en la biblioteca, la confirmación de lo peor, instante en el cual se desmoronó la fantasía completa. Primero, decepción y desespero, después una amargura creciente. Por último, una oportunidad extraordinaria de vengarse, en la oscuridad, durante la búsqueda de los gemelos. Ella dijo su nombre; y nadie, salvo su hermana y Grace, dudó de ella. El alcanzaba a entender el impulso, el arranque de maldad, el infantil arreba to destructivo. Lo asombroso era la profundidad del rencor de la niña, su insistencia en un relato que a él le llevó derecho a la cárcel de Wandsworth. Ahora quizás le rehabilitasen, cosa que le infundía alegría. Reconocía el valor que ella necesitaría para comparecer de nuevo ante la justicia y desmentir el testimonio que había prestado bajo juramento. Pero no pensaba que alguna vez llegara a borrarse el resentimiento que Briony le inspiraba. Sí, en aquella época era una niña, y él no la perdonaba. Nunca la perdonaría. Este daño era el duradero.

Había más confusión delante, más griterío. Increíblemente, un convoy de unidades blindadas se abría paso contra la presión del avance del tráfico compuesto de soldados y refugiados. La gente se apartaba a regañadientes. Se metía en los huecos entre vehículos abandonados o se apretaba contra paredes y portales derruidos. Era una columna francesa, poco más que un destacamento: tres carros blindados, dos semiorugas y dos transportes de tropas. No hubo indicios de una causa común. Entre los combatientes británicos primaba la opinión de que los franceses les habían dejado en la estacada. No tenían voluntad de luchar por su propio país. Irritados porque les apartaban, los soldados lanzaban juramentos y pinchaban a sus aliados con gritos de «¡Maginot!». Por su parte, los
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debían de haber oído rumores de una evacuación. Y ahí llegaban, con órdenes de cubrir la retaguardia. «¡Cobardes! ¡A los botes! ¡Cágaos en los pantalones!» Ellos pasaron y la gente cerró filas de nuevo, bajo una capa de humaredas de diesel, y prosiguió la marcha.

Se aproximaban a las últimas casas del pueblo. Más allá, en un campo, un hombre y su perro collie caminaban detrás de un arado tirado por un caballo. Al igual que las mujeres de la zapatería, el campesino no parecía advertir el paso del convoy. Eran vidas vividas paralelamente: la guerra era un pasatiempo para los entusiastas, y no por ello menos seria. Era lo mismo que la persecución a muerte de una presa para la jauría, mientras al otro lado del seto contiguo, una mujer, sentada en el asiento de atrás de un automóvil en marcha, hacía ganchillo absorta, y en el jardín desnudo de una casa nueva un hombre enseñaba a su hijo a dar patadas a un balón. Sí, el arado continuaría su tarea y habría una cosecha, alguien que la recogiese y la moliera, otros que se la comieran, y no todo el mundo habría muerto…

Turner estaba pensando esto cuando Nettle le agarró del brazo y señaló. El estrépito que la columna francesa produjo a su paso había tapado el sonido, pero era muy fácil verles. Eran quince, como poco, y volaban a diez mil pies, puntitos en el azul que daban vueltas sobre la carretera. Turner y los cabos se pararon a mirarlos, y todos los que estaban cerca hicieron lo mismo.

Una voz extenuada murmuró, cerca de su oído: «Cojones. ¿Dónde está la RAF?»

Otra dijo, como enterada: «Vienen a por los gabachos.»

Como incitada a desmentirlo, una de las motas en el cielo se despegó del grupo y bajó en picado, casi vertical, directamente encima de sus cabezas. Durante unos segundos no captaron el sonido. El silencio se fraguaba como una presión dentro de los oídos. Ni siquiera lo mitigaron los gritos frenéticos que recorrían de un lado a otro la carretera. ¡A cubierto! ¡Dispersaos! ¡A paso ligero!

Era difícil moverse. Podía caminar a un paso regular y podía detenerse, pero representaba un esfuerzo, un esfuerzo de memoria, recibir las órdenes inhabituales, salir de la carretera y correr. Se habían detenido junto a la última casa del pueblo. Más allá de la casa había un granero, y bordeando a ambos estaba el campo donde el labriego había estado arando. Ahora estaba debajo de un árbol junto con su perro, como resguardándose de un aguacero. Su caballo, todavía con arnés, pastaba en el trecho de campo sin arar. Soldados y civiles abandonaban corriendo la carretera y se dispersaban en todas direcciones. Una mujer que llevaba a un niño en brazos pasó rozando a Turner, luego cambió de idea, volvió atrás y se paró, mirando indecisa al lindero de la carretera. ¿Por dónde? ¿Por el corral o en el campo? Su parálisis liberó a Turner de la suya. El bramido creciente comenzó cuando él la empujaba por el hombro hacia la cerca. Las pesadillas se habían convertido en una ciencia. Alguien, un simple ser humano, se había tomado el tiempo de idear aquel alarido satánico. ¡Y con qué éxito! Era el sonido del pánico mismo, que ascendía y buscaba la extinción que todos ellos, individualmente, sabían que les estaba destinada. Era un sonido que estabas obligado a asumir personalmente. Turner ayudó a la mujer a cruzar la cerca. Quería que ella corriera con él hacia el centro del campo. Como la había tocado, y había tomado una decisión en su lugar, ahora sentía que no podía abandonarla. Pero el chico tenía por lo menos seis años y pesaba, y la mujer y él juntos apenas avanzaban.

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