Authors: Ian McEwan
Al atardecer, nubes altas en el cielo del oeste formaron una fina capa amarilla que se fue adensando según avanzaba la hora y luego se espesó, hasta que un fulgor filtrado de color naranja se cernió sobre las frondas gigantescas de los árboles del parque; las hojas se tornaron de un tono pardo de almendra, y de un color negro aceitoso las ramas entrevistas entre el follaje, y las hierbas secas cobraron la tonalidad del cielo. Un pintor fauve consagrado a la búsqueda de colores imposibles podría haber imaginado un paisaje así, en especial cuando el cielo y la tierra adquirieron un esplendor rojizo, y los troncos hinchados de robles vetustos se volvieron tan negros que empezaron a parecer azules. Aunque el sol, al ponerse, se había atenuado, la temperatura parecía aumentar porque ya no soplaba la brisa que había proporcionado un débil alivio a lo largo del día, y el aire estaba ahora inmóvil y cargado.
La escena, o una diminuta porción de ella, habría sido visible para Robbie Turner a través de una claraboya precintada, si se hubiera tomado la molestia de levantarse del baño, doblar las rodillas y girar el cuello. Durante todo el día, su pequeño dormitorio, el cuarto de baño y el cubículo encajado entre ambos, al que él llamaba su estudio, se habían abrasado bajo la vertiente meridional del tejado del bungalow. Durante más de una hora, al volver del trabajo, había estado sumergido en un baño templado, mientras su sangre y, al parecer, sus pensamientos, caldeaban el agua. Sobre él, el rectángulo enmarcado de cielo recorría lentamente su segmento limitado del espectro, del amarillo al naranja, mientras Robbie tamizaba sentimientos desconocidos y evocaba una y otra vez determinados recuerdos. Ninguno amainaba. A intervalos, unos centímetros por debajo de la superficie del agua, los músculos de su estómago se tensaban involuntariamente al rememorar otro detalle. Una gota de agua sobre la parte superior del brazo de ella. Mojada. Una flor bordada, una sencilla margarita, cosida entre las copas de su sujetador. Sus pechos bien separados y pequeños. En la espalda, un lunar cubierto a medias por una cinta. Cuando ella salió del pilón, un vislumbre de la oscuridad triangular que las bragas se suponía que ocultaban. Mojada. Lo vio, se obligó a volver a verlo. El modo en que los huesos de su pelvis despegaban el tejido de su piel, la profunda curva de su talle, su extraordinaria blancura. Cuando ella extendió la mano para recoger su falda, un pie negligentemente levantado descubrió una pella de tierra en cada envés de sus dedos dulcemente decrecientes. Otro lunar del tamaño de un cuarto de penique en el muslo y algo purpúreo en la pantorrilla: una marca de color fresa, una cicatriz. No máculas. Ornatos.
La conocía desde que eran niños, y nunca la había mirado. En Cambridge, ella fue una vez a su cuarto con una chica neozelandesa de gafas y alguien de su facultad, y Robbie estaba en compañía de un amigo de Downing. Pasaron una hora de holganza amenizada con bromas nerviosas, y circularon cigarrillos. De vez en cuando se cruzaban en la calle y se sonreían. A ella siempre parecía incomodarla: «Es el hijo de nuestra asistenta», quizás susurrase a sus amigas cuando pasaba de largo. A él le gustaba que la gente supiera que no le importaba: «Ésa es la hija de la señora de mi madre», le dijo a un amigo en una ocasión. Se protegía con su fe política, con su teoría científica de las clases y con su propio aplomo algo forzado. Soy lo que soy. Ella era como una hermana, casi invisible. Aquella cara larga y estrecha, la boca pequeña; si alguna vez hubiera pensado en ella, habría podido decir que tenía un aspecto un poco caballuno. Ahora veía que era una beldad extraña: había algo esculpido y quieto en su cara, sobre todo alrededor de los planos inclinados de sus pómulos, y un destello silvestre en los orificios nasales, y una boca llena, reluciente como un capullo de rosa. Sus ojos eran oscuros y contemplativos. Su mirada era de estatua, pero sus movimientos eran rápidos e impacientes; aquel jarrón estaría todavía intacto si ella no se lo hubiese arrebatado tan súbitamente de las manos. Era evidente que estaba inquieta, aburrida y recluida en la casa Tallis, y que pronto se iría.
Tendría que hablar con ella enseguida. Se levantó por fin de la bañera, tiritando, persuadido de que un gran cambio se avecinaba. Atravesó desnudo el estudio para entrar en la alcoba. La cama sin hacer, el revoltijo de las ropas desechadas, una toalla en el suelo, el calor ecuatorial del cuarto emitían una sensualidad paralizante. Se tendió en la cama, de bruces contra la almohada, y gimió. La dulzura, la delicadeza de su amiga de la infancia, y ahora en peligro de volverse inaccesible. Desvestirse de aquel modo…, sí, su conmovedor intento de parecer excéntrica, su tentativa de mostrarse audaz poseía un sello exagerado y hogareño. Ahora estaría mortalmente arrepentida, y no podía saber el efecto que había causado en él. Y todo aquello estaría muy bien, sería remediable, si ella no estuviese tan enfadada por un jarrón roto que se le había partido en las manos. Pero también amaba su cólera. Rodó hacia un costado, con los ojos fijos y sin ver, y se consintió una fantasía de película: ella le golpeaba en las solapas antes de ceder con un pequeño sollozo al cerco protector de sus brazos y de permitir que él la besara; no le perdonaba, simplemente cedía. Recreó la escena varias veces antes de volver a la realidad: ella estaba furiosa, y lo estaría aún más cuando supiera que también le habían invitado a la cena. Afuera, en la luz relumbrante, no había reflexionado lo bastante deprisa para rechazar la invitación de Leon. Automáticamente, había gimoteado que aceptaba, y ahora tendría que encarar la irritación de Cecilia. Gimió de nuevo, sin importarle que le oyeran abajo, al recordar cómo ella se había despojado de la ropa en su presencia; con tanta indiferencia como si él fuese un niño. Por supuesto. Ahora lo veía claro. Su intención era humillarle. Era un hecho innegable. La humillación. Quería infligírsela. Ella no era pura dulzura y él no podía condescender ante ella, porque era una fuerza capaz de sumergirle y de mantenerle la cabeza hundida.
Pero quizás —ahora se había tendido de espaldas— no debiera dar crédito a su indignación. ¿No había sido excesivamente teatral? Sin duda su intención no habría sido tan mala, incluso enfadada. Incluso enfadada, había querido mostrarle lo hermosa que era, y subyugarle. ¿Cómo confiar en una idea tan prometedora que nacía de la esperanza y el deseo? No podía no hacerlo. Cruzó las piernas, enlazó las manos por detrás de la cabeza y notó la piel fresca mientras se secaba. ¿Qué diría Freud? Algo como que ella ocultaba el deseo inconsciente de entregársele con un alarde de ira. ¡Patética esperanza! Era una castración, una sentencia, y esto —lo que sentía ahora—, esta tortura era el castigo por haber roto aquel jarrón ridículo. No volvería a verla. Debía verla esa noche. De todos modos, no le quedaba otro remedio: él se marchaba. Ella le despreciaría si iba a la cena. Debería haber rechazado la invitación de Leon, pero en el momento en que fue formulada su pulso le había dado un brinco y el «sí» gimoteado se le había escapado de la boca. Aquella noche estaría con ella en el mismo comedor, y el cuerpo que había visto, los lunares, la palidez, la marca color fresa, estarían encubiertos por la ropa. Sólo él los conocía, y Emily, por supuesto. Pero sólo él pensaría en ellos. Y Cecilia no le miraría ni le dirigiría la palabra. Hasta eso sería mejor que gemir allí tumbado. No. Sería peor, pero aun así lo quería. Tenía que ir. Quería que fuese peor.
Se levantó, por fin, medio vestido, y entró en su estudio, se sentó ante la máquina de escribir y se preguntó qué clase de carta debía escribirle. Al igual que el dormitorio y el cuarto de baño, el estudio quedaba aplastado por el vértice del tejado del bungalow, y era poco más que un pasillo entre los dos, de apenas dos metros de largo por uno cincuenta de ancho. Como en las otras dos habitaciones, había una claraboya enmarcada en pino sin pulir. Apilados en un rincón, sus avíos de excursionista: botas, piolet, morral de cuero. Una mesa de cocina con marcas de cuchillo ocupaba casi todo el espacio. Inclinó hacia atrás la silla y contempló el escritorio como quien contempla una vida. En un extremo, formando un alto montículo contra el techo abuhardillado, estaban las carpetas y los cuadernos de ejercicios de los últimos meses de preparación de los exámenes finales. Ya no le servían aquellas notas, pero era muchísimo el trabajo y el éxito asociados con ellas, y no se decidía a tirarlas todavía. Posados parcialmente encima, había algunos de sus mapas de ruta, del norte de Gales, de Hampshire y de Surrey, y del abandonado viaje a pie a Estambul, y una brújula con un espejo de observación rajado que en una ocasión había utilizado para caminar sin mapas hasta Lulworth Cove.
Más allá de la brújula estaban sus ejemplares de los
Poemas
de Auden y
El chico de Shropshire
, de Housman. En el otro extremo de la mesa se apilaban diversos libros de historia, tratados teóricos y manuales prácticos de jardinería paisajística. Había diez poemas escritos a máquina debajo de una nota impresa de rechazo de la revista
Criterion
, con las iniciales del propio Eliot. Más cerca de Robbie estaban los libros que le interesaban aquel momento. La Anatomía de Gray estaba abierto con una lámina de dibujos hechos por el propio Robbie. Se había fijado la tarea de dibujar y memorizar los huesos de la mano. Intentó distraerse recitando ahora algunos de ellos, murmurando sus nombres: capitato, unciforme, trapezoide, semilunar… Su mejor dibujo hasta entonces, hecho con tinta y lápices de colores, y que mostraba una sección transversal del tracto esofágico y las vías respiratorias, estaba clavado con una chincheta en una viga encima de la mesa. Todos los lápices y plumas estaban metidos en una jarra de peltre sin asa. La máquina de escribir era una Olympia bastante reciente que Jack Tallis le había regalado al cumplir veintiún años, en un ágape celebrado en la biblioteca. Leon había pronunciado unas palabras, así como su padre, y Cecilia sin duda había asistido. Pero Robbie no se acordaba de que se hubieran dicho ni la cosa más nimia. ¿Por eso estaba furiosa ahora, porque él no le había hecho caso durante años? Otra esperanza patética.
En el espacio más lejano del escritorio, diversas fotografías: el elenco de
Noche de Reyes
en el césped de la facultad, él en el papel de Malvolio, atado con ligas. Qué idóneo. Había otra foto de grupo en la que estaba rodeado por los treinta niños franceses a los que había dado clase en un internado cerca de Lille. En un marco de metal
belle époque
, tiznado de cardenillo, había una foto de sus padres, Grace y Ernest, tres días después de su boda. Detrás de ellos, asomando apenas, la aleta delantera de un automóvil que desde luego no era suyo, y más allá un secadero de lúpulo perfilándose sobre un muro de ladrillo. Grace siempre decía que había sido una buena luna de miel, dos semanas recogiendo lúpulo con la familia de su marido, y durmiendo en un carromato de gitanos estacionado en una granja. Su padre llevaba una camisa sin cuello. El pañuelo que lo ceñía y el cinto de cuerda alrededor de sus pantalones de franela podrían haber sido jocosos toques zíngaros. Tenía la cabeza y la cara redondas, pero el efecto no era precisamente jovial, pues su sonrisa ante la cámara no era lo bastante entusiasta como para entornarle los labios, y en vez de tomar la mano de su joven esposa se había cruzado de brazos. Ella, en cambio, apoyada en el costado del marido, descansaba en su hombro la cabeza y con las dos manos le agarraba torpemente la camisa a la altura del codo. Siempre en forma y de buen humor, Grace sonreía por los dos. Pero manos serviciales y un buen ánimo no habrían de ser suficientes. Daba la impresión de que Ernest tenía ya la mente en otra parte, de que ya se anticipaba a la noche, siete veranos más tarde, en que dejó su trabajo de jardinero en la casaTallis y abandonó el bungalow sin equipaje, sin dejar siquiera una nota de despedida en la mesa de la cocina, para que su mujer y su hijo de seis años hicieran conjeturas sobre su paradero durante el resto de su vida.
En otro sitio, desperdigadas entre las notas de repaso, los libros de jardinería y los de anatomía, habías cartas y postales: cartas de tutores y de amigos que le felicitaban por su primer puesto académico y que todavía le agradaba releer, y otras que le interrogaban con cautela sobre su siguiente paso. La más reciente, garabateada con tinta pardusca en papel de cartas oficial de Whitehall, era un mensaje de Jack Tallis en el que accedía a ayudarle a costear la facultad de medicina. Había impresos de solicitud de veinte páginas de largo, y gruesos manuales de admisión, impresos en letra pequeña, de Edimburgo y de Londres, cuya prosa metódica y exigente parecía ser un anticipo de una nueva clase de rigor académico. Pero hoy no le inspiraban ideas de aventura y de recomienzo, sino de exilio. Veía la perspectiva: lejos de allí, una mustia calle de casas adosadas, un cuartucho con un empapelado de flores, un ropero sombrío y una colcha de chenilla, los amigos nuevos, serios y casi todos más jóvenes que él, las cubas de formaldehído, el aula resonante; elementos todos en los que faltaba la presencia de Cecilia.
De entre los libros de paisajes, cogió el volumen de Versalles que había tomado prestado de la biblioteca de los Tallis. Fue el día en que notó por primera vez lo embarazosa que le resultaba la presencia de ella. Al arrodillarse en la puerta principal para quitarse el calzado de trabajo, había advertido el estado de sus calcetines —con agujeros en los pies y los talones y, se imaginaba, malolientes—, y en un arranque se los había quitado. Qué idiota se había sentido al atravesar en pos de ella el vestíbulo y entrar descalzo en la biblioteca. Su único pensamiento era el de marcharse lo antes posible. Había huido a través de la cocina y había ido a buscar a Danny Hardman para que diera la vuelta a la casa y le recogiese los zapatos y los calcetines.
Ella, probablemente, no habría leído aquel tratado sobre el sistema hidráulico de Versalles, escrito por un danés que ensalzaba en latín el genio de Le Nótre. Con la ayuda de un diccionario, Robbie había leído cinco páginas en una mañana y luego, cansado, se había contentado con mirar las ilustraciones. No era el tipo de libros que leía Cecilia, ni nadie, en realidad, pero ella se lo había entregado desde la escalerilla de la biblioteca, y en alguna parte de la encuademación de cuero estaban sus huellas. Aunque no quería hacerlo, acercó el libro a sus fosas nasales y aspiró. Polvo, papel viejo, el olor a jabón de sus propias manos, pero nada de Cecilia. ¿Cómo se había apoderado de él aquella fase aguda de fetichismo con el objeto amado? Sin duda Freud tendría algo que decir al respecto en sus
Tres ensayos sobre teoría sexual
. Y asimismo Keats, y Shakespeare, Petrarca y todos los demás, y estaba en el
Romance de la rosa
. Había pasado tres años estudiando áridamente los síntomas, que le habían parecido meras convenciones literarias, y ahora, en soledad, como un cortesano con gorguera y penacho que se acerca al lindero del bosque para contemplar una prenda desechada, estaba adorando un rastro —¡no un pañuelo, sino huellas dactilares!—, mientras languidecía por el desdén de su dama.