Authors: Ian McEwan
—Ésa es la cuestión —asintió ella—. Y me gustan sus zapatos.
Él ladeó el pie, para examinar la artesanía.
—Sí, Ducker's, en The Turl. Te hacen de tu pie un chisme de madera y lo guardan en una estantería para siempre. Hay miles en un cuarto del sótano, y casi todos los clientes han muerto hace mucho.
—Qué espanto.
—Tengo hambre —dijo Pierrot de nuevo.
—Ah, bueno —dijo Paul Marshall, dándose una palmada en el bolsillo—. Os enseño una cosa si adivináis a qué me dedico.
—Es cantante —dijo Lola—. Por lo menos, tiene una voz bonita.
—Amable pero incorrecto. ¿Sabes? Me recuerdas a mi hermana predilecta…
Jackson le interrumpió:
—Hace chocolates en una fábrica.
Antes de que su hermano recibiera una gloria excesiva, Pierrot añadió:
—Les hemos oído en la piscina.
—No lo habéis adivinado, entonces.
Sacó del bolsillo una barra rectangular envuelta en un papel encerado que medía unos diez centímetros de largo por tres de ancho. La depositó encima de las rodillas, quitó el papel con cuidado y la levantó en el aire para inspeccionarla. Educadamente, ellos se acercaron. Tenía una cascara tersa, de un color verde apagado, contra la cual Marshall chasqueó una uña.
—Una cubierta de azúcar, ¿la veis? Dentro hay chocolate con leche. Rico en cualquier estado, aunque se derrita.
Elevó más la mano y aumentó la presión, y vieron el temblor de sus dedos exagerado por la chocolatina.
—Habrá una como ésta dentro del petate de todos los soldados de infantería. Producto estándar.
Los gemelos se miraron. Sabían que a un adulto no le interesaban las golosinas. Pierrot dijo:
—Los soldados no comen chocolate.
Su hermano añadió:
—Les gustan los cigarrillos.
—Y, además, ¿por qué a ellos van a darles dulces gratis y a los niños no?
—Porque estarán combatiendo por su patria.
—Nuestro papá dice que no habrá guerra.
—Pues se equivoca.
Marshall parecía un poco malhumorado, y Lola dijo, conciliadora:
—Quizás sí haya guerra.
Él le sonrió.
—Vamos a llamarla Amo Ejército.
—Amo amas amat —dijo ella.
—Exactamente.
Jackson dijo:
—No veo por qué todo lo que uno compra tiene que acabar en «o».
—Es aburridísimo —dijo Pierrot—. Como Polo y Aero.
—Y Oxo y Brillo.
—Creo que lo que tratan de decirme —dijo Paul Marshall a Lola, mientras le regalaba la chocolatina— es que no quieren una.
Ella la cogió solemnemente y dirigió a los gemelos una mirada que decía: «Os lo tenéis merecido.» Ellos sabían que tenía razón. Ahora no podían pedir una Amo. Observaron cómo la lengua de su hermana se volvía verde a medida que se curvaba alrededor de los bordes de la cubierta de azúcar. Paul Marshall se recostó en la butaca, mirando con atención a Lola por encima del campanario que sus manos formaban delante de la cara.
Cruzó y descruzó las piernas. Luego respiró hondo.
—Muérdela —dijo, suavemente—. Tienes que morderla.
La tableta chasqueó ruidosamente al ceder ante los inmaculados incisivos, y entonces quedó al descubierto el borde blanco de la cubierta de azúcar y el chocolate oscuro que había debajo. En ese momento oyeron a una mujer que llamaba desde el pie de la escalera, en el piso de abajo, y que volvió a llamar, con mayor insistencia, ahora desde el pasillo, y esta vez los gemelos reconocieron la voz e intercambiaron una expresión de súbito desconcierto.
Lola se reía, con la boca llena de chocolate.
—Es Betty, que os está buscando. ¡La hora del baño! Id corriendo. Corriendo.
Poco después del almuerzo, en cuanto se hubo asegurado de que los hijos de su hermana y Briony habían comido como debían, y de que cumplirían su promesa de no acercarse a la piscina durante al menos dos horas, Emily Tallis se retiró del fulgor blanco del calor de la tarde a una habitación fresca y oscura. No le dolía, no todavía, pero se retiraba antes de notar la amenaza. Había en su visión puntos luminosos, pequeños alfileres, como si al tejido desgastado del mundo visible lo sostuvieran en alto contra una luz mucho más viva. Sentía una pesadez en la esquina superior derecha del cerebro, el peso del cuerpo inerte de algún animal ovillado y dormido; pero cuando se tocaba la cabeza y apretaba, la presencia desaparecía de las coordenadas del espacio real. Ahora estaba en la esquina superior derecha de su mente, y en su imaginación ella podía ponerse de puntillas y alcanzarla con la mano derecha. Era importante, sin embargo, no provocarla; una vez que aquella perezosa criatura se desplazase desde la periferia hasta el centro, los dolores, agudos como un cuchillo, borrarían todo pensamiento y no habría la menor posibilidad de cenar con Leon y con su familia aquella noche. Se movería como una pantera enjaulada: porque estaría despierta, o por aburrimiento, o por el mero hecho de moverse, o por ningún motivo en absoluto, y sin la menor conciencia. Se tumbó en la cama boca arriba, sin almohada, con un vaso de agua al alcance de la mano y, a su lado, un libro que sabía que no podría leer. Lo único que quebraba la oscuridad era una larga y borrosa franja de luz del día reflejada en el techo, encima del bastidor. Estaba rígida, llena de aprensión, paralizada por la amenaza de un cuchillo, consciente de que el miedo no la dejaría dormir y de que su única esperanza residía en permanecer inmóvil.
Pensó en el vasto calor que se cernía sobre la casa y el parque y se extendía como humo a lo largo de los Home Counties, asfixiando las granjas y los pueblos, y pensó en las abrasadoras vías de tren que traían a Leon y a su amigo, y en el carruaje achicharrado de techo negro en el que viajarían sentados junto a una ventanilla abierta. Había ordenado un asado para esa noche y con el sofoco no podrían comer. Oyó el crujido de la casa al expandirse. ¿O eran las vigas y los postes que se resecaban y contraían contra la manipostería? Encogiendo, todo estaba encogiendo. Las perspectivas de Leon, por ejemplo, se reducían cada año mientras rechazaba la oferta de ayuda que le hizo su padre, la oportunidad de un puesto decente de funcionario, y prefería ser el más humilde de los empleados de un banco privado, y vivir para los fines de semana y su barca de regatas. Estaría más enfadada con él si no tuviera un carácter tan dulce y ecuánime y si no estuviese rodeado de amigos triunfadores. Demasiado guapo, demasiado popular, ni una pizca de desdicha ni ambición. Un día quizás se presentase en casa con un amigo que se casaría con Cecilia, si tres años en Girton no la habían convertido en un partido imposible, con sus pretensiones de soledad, la costumbre de fumar en su cuarto y su inverosímil nostalgia de un tiempo recién caducado y de aquellas chicas de Nueva Zelanda, gordas y con gafas, con quienes había compartido un grupo, ¿o un sirviente de la residencia? La jerga exclusiva de Cambridge que empleaba Cecilia —los Halls, el Baile de las Doncellas, y todo aquel desaliño narcisista, las bragas secándose delante de la estufa eléctrica y el compartir dos un solo cepillo— disgustaba un poco a Emily, aunque no le inspiraba ni por asomo celos. Había sido educada en casa hasta los dieciséis años, y fue enviada a Suiza a pasar dos años que se vieron restringidos a uno solo por razones económicas, y sabía a ciencia cierta que todo aquel tinglado de las mujeres en la universidad era, en realidad, pueril, a lo sumo una juerga inocente, como el equipo femenino de regatas y el posar junto a sus hermanos, acicaladas con la solemnidad del progreso social. Ni siquiera otorgaban a las chicas diplomas adecuados. Cuando Cecilia volvió a casa en julio con sus notas finales —¡qué descaro por su parte estar descontenta de ellas!—, no tenía trabajo ni aptitudes y todavía le faltaba buscar un marido y afrontar la maternidad, y ¿qué iban a decirle a este respecto sus profesoras intelectualoides, con sus apodos idiotas y su reputación «temible»? Aquellas mujeres presuntuosas habían conquistado una inmortalidad local a causa de las excentricidades más insulsas y más tímidas: pasear a un gato atado con una correa de perro, montar en una bici de hombre, dejarse ver comiendo un bocadillo en la calle. Una generación más tarde, aquellas damas tontas e ignorantes estarían bien muertas y seguirían siendo veneradas en los refectorios universitarios, donde harían sobre ellas comentarios en voz baja.
Al notar que la criatura de pelaje negro comenzaba a removerse, Emily dejó que sus pensamientos se alejaran de su hija mayor y tendió los zarcillos de su inquietud hacia la más pequeña. La querida pobre Briony, la cosa más dulce del mundo, que se desvivía por distraer a sus primos amargados, correosos, con la obra que había escrito con su mejor voluntad. Amarla era serenarse. Pero cómo protegerla del fracaso, cómo protegerla de aquella Lola, encarnación de la hermana menor de Emily, que había sido igualmente precoz e intrigante a aquella edad, y que hacía poco había tramado una manera de escapar al matrimonio que hiciera creer a todo el mundo que era una crisis nerviosa. No podía permitir que Hermione entrase en sus pensamientos. Emily, por el contrario, respirando suavemente en la oscuridad, calibró el estado de la casa aguzando el oído. En su estado, era la única aportación que podía hacer. Descansó la palma de su mano en la frente y oyó otro tic cuando el edificio se contrajo aún más. Desde muy abajo llegó un sonido metálico, quizás la tapa de una cacerola que se había caído; el inútil asado de la cena estaba en sus primeras fases de preparación. De arriba le llegó un ruido sordo de pies sobre el suelo de tablas y voces de niños, dos o tres como mínimo, hablando a la vez, subiendo de volumen, bajando y subiendo, quizás a causa de una discrepancia, quizás de un acuerdo excitado. El cuarto de juegos estaba en el piso de arriba, y sólo una habitación más allá.
Las tribulaciones de Arabella
. Si no estuviese enferma, subiría a supervisar o ayudar, porque sabía que era algo excesivo para ellos. La enfermedad le había impedido dar a sus hijos todo lo que una madre debiera darles. Ellos, intuyéndolo, siempre la llamaban por su nombre de pila. Cecilia debería echar una mano, pero ella también estaba ensimismada y era demasiado intelectual para ocuparse de unos niños… Emily logró eludir esta secuencia de pensamiento, y tuvo la impresión de que conciliaba, si no el sueño, al menos la sensación de inutilidad desamparada, y transcurrieron muchos minutos hasta que oyó en el pasillo, fuera de su dormitorio, pisadas en las escaleras, y por su sonido amortiguado pensó que debían de ser de pies descalzos y, por ende, de Briony. Cuando hacía calor no se calzaba. Minutos después, nuevamente desde el cuarto de juegos, un revuelo enérgico y algo duro que raspaba el suelo. Los ensayos se habían desmoronado, Briony se había retirado enrabietada, los gemelos jugaban y Lola, si se parecía tanto a su madre como Emily pensaba, estaría tranquila y se sentiría victoriosa.
Sus cuitas de costumbre por sus hijos, su marido, su hermana, el servicio, le habían despellejado los sentidos; la migraña, el amor maternal y, a lo largo de los años, muchas horas inmóvil en la cama, habían destilado de su sensibilidad un sexto sentido, una conciencia tentacular que traspasaba la penumbra y se movía por la casa, invisible y omnisciente. Sólo le llegaba la verdad, porque no era fácil engañarla. El murmullo de voces indistinto, percibido a través de un suelo alfombrado, superaba en nitidez a una transcripción tecleada a máquina; una conversación que cruzaba una pared o, aún mejor, dos paredes, le llegaba despojada de todo lo que no fueran sus giros y matices esenciales. Lo que para otros era una sordina, era una amplificación casi intolerable para sus sentidos alerta, tan afinados como la antena de una vieja radio. Tendida a oscuras, lo sabía todo. Cuantas menos cosas podía hacer, más percibía. Pero aunque en ocasiones ansiaba levantarse para intervenir, sobre todo cuando Briony la necesitaba, el miedo al dolor la contenía. En el peor de los casos, un conjunto de afilados cuchillos de cocina, incontrolables, le atravesaban una y otra vez el nervio óptico, con una presión más fuerte hacia abajo, y la dejaban totalmente aislada y sola. Incluso gemir agravaba el calvario.
De modo que permaneció en la cama mientras discurría el atardecer. La puerta principal se había abierto y cerrado. Briony habría salido, de mal humor, y probablemente se habría ido a la orilla del agua, de la piscina o del lago, o quizás se hubiera ido hasta el río. Emily oyó pisadas cautelosas en las escaleras: Cecilia, por fin, llevando las flores al cuarto de invitados, un encargo sencillo que aquel día le había pedido muchas veces que cumpliera. Más tarde, Betty llamando a Danny y el sonido del carruaje sobre la grava, y Cecilia que bajaba a recibir a los visitantes y, enseguida, esparciéndose por la penumbra, un ligerísimo olor a cigarrillo; le habían dicho mil veces que no fumara en la escalera, pero habría querido impresionar al amigo de Leon, lo cual, en definitiva, podría no ser malo. Voces resonando en el vestíbulo, Danny que acarreaba el equipaje y volvía a bajar, y silencio: Cecilia habría llevado a Leon y a Marshall a la piscina, para tomar el ponche que la propia Emily había preparado aquella mañana. Oyó el correteo de una criatura de cuatro patas que bajaba la escalera: los gemelos, ansiosos de piscina y a punto de llevarse el chasco de encontrarla ocupada.
Se sumió en un sopor del que la despertó el zumbido de una voz de hombre en el cuarto de juegos, y las respuestas de voces infantiles. Sin duda no de Leon, que sería inseparable de su hermana ahora que se habían reunido. Sería la de Marshall, cuya habitación estaba en el mismo pasillo que aquel cuarto, y les estaba hablando más bien a los gemelos, decidió, que a Lola. Emily se preguntó si estarían siendo impertinentes, pues cada gemelo parecía comportarse como si sus obligaciones sociales estuviesen divididas en dos. Ahora Betty subía las escaleras y los llamaba a medida que subía, quizás con una aspereza algo excesiva, teniendo en cuenta las penalidades de Jackson aquella mañana. La hora del baño, la hora del té, la de acostarse; la bisagra del día: aquellos sacramentos infantiles del agua, la comida y el sueño casi habían desaparecido de la rutina cotidiana. La tardía e inesperada aparición de Briony había mantenido a la familia viva hasta que Emily hubo rebasado con creces los cuarenta, y qué apacibles, qué reparadores habían sido aquellos años; el jabón de lanolina y la gruesa toalla blanca de baño, el parloteo de la niña resonando en la acústica vaporosa del cuarto de baño; envolverla en la toalla, retenerle los brazos y sentarla en el regazo durante un momento de desamparo en el que Briony, bebé, se había deleitado no hacía tanto tiempo; pero ahora bebé y baño se habían esfumado detrás de una puerta cerrada con llave, por extraño que pareciese, ya que la niña siempre parecía necesitar un lavado y un cambio de ropa. Briony se había desvanecido dentro de un intacto universo interior del cual la escritura era sólo la superficie visible, la corteza protectora que ni siquiera, o en especial, una madre amorosa podía penetrar. Su hija estaba siempre mentalmente ausente, absorta en algún problema no expresado e impuesto por ella misma, como si una niña pudiese reinventar el mundo tedioso y manifiesto. Era inútil preguntarle a Briony qué estaba pensando. Hubo un tiempo en que habría obtenido una respuesta inteligente y complicada que a su vez habría propiciado preguntas tontas y graves a las que Emily daba las mejores respuestas que podía; y aunque las sinuosas hipótesis que contenían eran difíciles de recordar ahora con detalle, sabía que nunca había hablado tan bien con alguien como con su hija más pequeña de once años. Ninguna mesa ni ningún margen sombreado de una pista de tenis la habían oído hablar con tanta fluidez y tanta riqueza asociativa. Ahora los demonios de la cohibición y del talento habían enmudecido a Briony, y si bien no era menos cariñosa —en el desayuno se le había acercado sigilosamente y había enlazado sus dedos con los de su madre—, Emily lamentaba que hubiese concluido una edad de elocuencia. Ya nunca volvería a hablar así con nadie, y en eso se cifraba el deseo de tener otro hijo. Pronto cumpliría los cuarenta y siete años.