Expiación (47 page)

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Authors: Ian McEwan

BOOK: Expiación
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Briony oyó que su hermana decía su nombre y se volvió hacia ella.

—No tenemos mucho tiempo. Robbie tiene que presentarse a las seis esta tarde y tiene que coger un tren. Así que siéntate. Hay algunas cosas que vas a hacer por nosotros.

Era de nuevo la voz de jefa de pabellón. Ni siquiera era autoritaria. Simplemente describía lo inevitable. Briony cogió la silla que tenía más cerca, Robbie se sentó en un taburete y Cecilia tomó asiento entre los dos. Se olvidaron del desayuno que ella había preparado. Las tres tazas vacías ocupaban el centro de la mesa. El depositó en el suelo la pila de libros. Mientras Cecilia desplazaba el tarro de mermelada con campánulas hacia un lado donde no pudiesen derribarlo, cruzó una mirada con Robbie.

Él miraba fijamente las flores al tiempo que se aclaraba la garganta. Su voz estaba desprovista de emoción cuando empezó a hablar. Parecía que estaba leyendo las cláusulas de un reglamento. Ahora miraba a Briony. Tenía los ojos serenos, y era perfectamente dueño de sí mismo. Pero tenía gotas de sudor en la frente, encima de las cejas.

—En lo más importante ya has estado de acuerdo. Tienes que ir a ver a tus padres lo más pronto posible y decirles todo lo que necesitan saber para convencerse de que tu testimonio era falso. ¿Cuándo es tu día libre?

—El domingo que viene.

—Entonces vas el domingo. Te llevas nuestras direcciones y les dices a Jack y a Emily que Cecilia está esperando noticias suyas. La segunda cosa la haces mañana. Vas a ver a un abogado que te tome una declaración bajo juramento, firmada en presencia de testigos. En ella dirás lo que hiciste mal y que te retractas de tu testimonio. Nos mandas una copia a cada uno. ¿Está claro?

—Sí.

—Después me escribirás con mucho mayor detalle. En esa carta pondrás absolutamente todo lo que te parezca pertinente. Todo lo que te indujo a declarar que me viste a la orilla del lago. Y por qué, a pesar de que no estabas segura, ratificaste tu versión de los hechos en los meses anteriores a mi juicio. Quiero saber si hubo presiones sobre ti por parte de tus padres o de la policía. ¿Lo has entendido? Tiene que ser una carta larga.

—Sí.

Robbie cruzó la mirada con Cecilia y asintió.

—Y también queremos saber si te acuerdas de algo relacionado con Danny Hardman, dónde estaba, qué hacía, a qué hora, quién más le vio…, cualquier cosa que pudiese poner en entredicho su coartada.

Cecilia estaba escribiendo sus direcciones respectivas. Briony meneaba la cabeza y empezaba a hablar, pero Robbie no le hizo caso y siguió hablando. Se había levantado y consultaba su reloj.

—Hay muy poco tiempo. Vamos a acompañarte al metro. Cecilia y yo queremos pasar juntos la última hora antes de que yo me vaya. Y tú tienes que dedicar lo que queda de hoy a escribir tu declaración y a informar a tus padres de que vas a verles. Y podrías empezar a pensar esa carta que vas a enviarme.

Hecho este resumen crispado de las obligaciones de Briony, Robbie abandonó la mesa y se encaminó hacia el dormitorio.

Briony también se levantó y dijo:

—El viejo Hardman probablemente dijo la verdad. Danny estuvo con él toda la noche.

Cecilia estaba a punto de entregarle la hoja de papel doblada en que había estado escribiendo. Robbie se había parado ante la puerta del dormitorio. Cecilia dijo:

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué estás diciendo?

—Fue Paul Marshall.

Durante el silencio que siguió, Briony intentó imaginar los reajustes mentales que los dos estarían haciendo. Llevaban años viéndolo de un cierto modo. Y sin embargo, por muy asombroso que fuera, no era más que un detalle. No modificaba nada esencial. No cambiaba nada de la conducta de Briony.

Robbie volvió hasta la mesa.

—¿Marshall?

—Sí.

—¿Lo viste?

—Vi a un hombre de su estatura.

—De la mía.

—Sí.

Cecilia se había levantado y miraba a su alrededor; iba a empezar una búsqueda de cigarrillos. Robbie los encontró y le lanzó el paquete por el aire. Cecilia encendió uno y dijo, exhalando una bocanada:

—Me cuesta creerlo. Es un cretino, ya sé…

—Es un cretino glotón —dijo Robbie—. Pero no consigo imaginarle con Lola Quincey, ni siquiera durante los cinco minutos que duró…

A la vista de todo lo que había ocurrido, y de sus terribles consecuencias, Briony sabía que era una actitud frivola, pero experimentó un placer sosegado en comunicar su contundente noticia.

—Vengo de su boda.

De nuevo, la matización, la repetición incrédula. ¿Su boda? ¿Esta mañana? ¿En Clapham? Siguió un silencio pensativo, interrumpido por observaciones individuales.

—Tengo que encontrarle.

—No harás semejante cosa.

—Quiero matarle.

Y a continuación:

—Es hora de irse.

Había muchas más cosas que habrían podido decirse. Pero parecían exhaustos, o por la presencia de Briony o por el asunto mismo. O quizás sencillamente deseaban estar solos. En cualquier caso, pensaban que la reunión había terminado. La curiosidad había cesado. Todo podía esperar hasta que Briony escribiese la carta. Robbie cogió del dormitorio su guerrera y su gorra. Briony se fijó en su galón de cabo. Cecilia le estaba diciendo a Robbie:

—Es inmune. Ella le encubrirá siempre.

Perdieron unos minutos buscando la cartilla de racionamiento de Cecilia. Ella desistió, por último, y le dijo a Robbie:

—Estoy segura de que está en la casa de Wiltshire.

Cuando se disponían a marcharse, y él mantenía abierta la puerta para que pasaran las hermanas, Robbie dijo:

—Supongo que le debemos disculpas al marinero de primera Hardman.

Abajo, la señora Jarvis no salió de su cuarto cuando ellos pasaron por delante. Oyeron música de clarinetes en su radio. Ya franqueada la puerta de la calle, Briony tuvo la impresión de que entraba en otro día distinto. Soplaba una brisa fuerte y arenosa, y en la calle había un áspero relieve, con más luz de sol y menos sombras que antes. En la acera no había sitio suficiente para que los tres caminaran a la par. Robbie y Cecilia, con las manos enlazadas, caminaban detrás. Briony notó que el talón ampollado le rozaba contra el zapato, pero estaba resuelta a que ellos no la vieran cojear. Tuvo la sensación de que la estaban expulsando del lugar. En un momento dado se volvió para decirles que prefería ir al metro sola. Ellos insistieron en acompañarla. Tenían compras que hacer para el viaje de Robbie. Caminaron en silencio. Toda charla trivial resultaba improcedente. Sabía que no tenía derecho a preguntarle a su hermana su nueva dirección, ni adonde le llevaría el tren a Robbie, ni a preguntar nada sobre la casa de campo en Wiltshire. ¿De allí procederían las campánulas? Era indudable que allí había habido un idilio. Tampoco podía preguntar cuándo volverían a verse Robbie y Cecilia. Los tres, ella, su hermana y Robbie, tenían un solo tema de que hablar, y era referente al pasado inmutable.

Se pararon fuera de la estación de metro de Balham, que tres meses más tarde cobraría triste fama con motivo del
Blitz
.
[8]
Una fina corriente de compradores de sábado pasaba a su alrededor y les forzaba a juntarse. La despedida fue fría. Robbie le recordó que llevara dinero cuando fuese a ver al notario. Cecilia le dijo que no se olvidase de llevarse a Surrey las direcciones que le había dado. Y eso fue todo. La miraron, a la espera de que se marchase. Pero quedaba una cosa que Briony no había dicho. Habló lentamente.

—Lo lamento muchísimo. Os he causado una angustia horrible. —Ellos seguían mirándola, y ella prosiguió—: Lo siento mucho.

Sonaba tan insensato y extemporáneo como si hubiera volcado una planta de interior favorita, u olvidado un cumpleaños.

Robbie dijo, en voz baja:

—Simplemente haz todas las cosas que te hemos pedido.

Era casi conciliador, aquel «simplemente», pero no del todo, no todavía. Ella dijo:

—Por supuesto.

Se volvió y se fue, consciente de que ellos la observaban mientras entraba en el vestíbulo de las taquillas y lo atravesaba. Compró un billete a Waterloo. Al llegar a la barrera, miró atrás y ya se habían ido.

Enseñó el billete y, bajo la sucia luz amarilla, se dirigió a la cima de la estrepitosa y crujiente escalera mecánica, que empezó a descenderla hacia la brisa de calor humano que subía de la oscuridad, el aliento de un millón de londinenses que le refrescaban la cara y le tiraban de la capa. Se dejó transportar, inmóvil, agradecida por moverse sin que le rozase el talón. Le sorprendió lo serena que estaba, y sólo un poquito triste. ¿Era decepción? Apenas había concebido la esperanza de que la perdonaran. Sentía más bien añoranza de un hogar, aunque era un sentimiento sin origen, pues ya no existía un hogar. Pero le entristecía dejar a su hermana. Era a ella a quien echaba de menos o, para ser más precisa, a su hermana con Robbie. A su amor mutuo. Ni Briony ni la guerra lo habían destruido. Eso la sosegó a medida que se hundía más profundamente en las entrañas de la ciudad. El modo en que Cecilia había atraído a Robbie con los ojos. La ternura de su voz cuando le rescató de sus recuerdos, de Dunkerque o de las carreteras que conducían allí. Cecilia solía hablar así con Briony algunas veces, cuando Cecilia tenía dieciséis años y su hermana era una niña de seis y las cosas iban increíblemente mal. O de noche, cuando Cecilia acudía a rescatarla de una pesadilla y se la llevaba a su propia cama. Eran las mismas palabras que empleaba.
Vuelve. No es más que un sueño. Vuelve, Briony
. Qué fácilmente se olvidaba aquel irreflexivo amor familiar. Ahora se deslizaba a través de la luz marrón como una sopa, casi hasta el pie de la escalera. No había otros viajeros a la vista, y de repente el aire se tornó silencioso. Se encontraba en calma cuando repasó lo que tenía que hacer. La nota a sus padres y la declaración formal, las dos cosas juntas, las haría en un santiamén. Luego estaría libre durante el resto del día. Sabía lo que exigían de ella. No una simple carta, sino una nueva crónica, una expiación, y estaba preparada para redactarla.

BT

Londres
, 1999

Londres, 1999

Qué extraña ha sido esta época. Hoy, la mañana de mi setenta y siete cumpleaños, he decidido hacer una última visita al Museo Imperial de la Guerra, en Lambeth. Casaba con mi singular estado de ánimo. La sala de lectura, situada arriba, en la cúpula del edificio, fue antiguamente la capilla del Royal Bethlehem Hospital, el antiguo Bedlam. Donde los trastornados acudían antaño a rezar sus oraciones, hoy se congregan los eruditos para investigar la insania colectiva de la guerra. El coche que iba a enviarme la familia no iba a llegar hasta después del almuerzo, por lo que pensé en distraerme comprobando los últimos detalles y despidiéndome del conservador de documentos, y de los bedeles que me habían acompañado en mis subidas y bajadas en ascensor durante aquellas semanas de invierno. También tenía el propósito de donar a los archivos la docena de cartas largas que había recibido del señor Nettle. Supongo que era un regalo de cumpleaños para mí pasar una o dos horas medio simulando que estaba atareada, trajinando en esas pequeñas tareas de ordenación de ficheros que llegan a su fin y forman parte del renuente proceso de abandono. Con el mismo talante trabajé en mi estudio ayer por la tarde; ahora los borradores están en orden y fechados, las fuentes documentales fotocopiadas y clasificadas, los libros prestados listos para ser devueltos y todo está en el archivador correspondiente. Siempre me ha gustado dejarlo todo arreglado.

El tiempo era tan frío y húmedo que no me apetecía tomar un transporte público. Cogí un taxi en Regent's Parle, y durante el largo atasco en el centro de Londres pensé en aquellos tristes internados en Bedlam que fueron en su día objeto de general pasatiempo, y me compadecí de mí misma al pensar que pronto me sumaría a sus filas. Fui a ver al médico ayer por la mañana para saber el resultado de mi ecografía. No me dieron buenas noticias. Así me lo dijo él en cuanto me hube sentado. Mis dolores de cabeza, la sensación de presión alrededor de las sienes, tienen una causa especial y siniestra. Me señaló unas manchas granulares a través de una sección del escáner. Vi cómo le temblaba en la mano la punta del lápiz, y me pregunté si no padecería él también algún desorden neurológico. Con ese ánimo de matar al mensajero, deseé que así fuera. Dijo que yo estaba sufriendo una serie de minúsculos, imperceptibles ataques. El proceso será lento, pero mi cerebro, mi mente, se está cerrando. Los pequeños fallos de memoria que nos acosan a todos a partir de cierta edad se vuelven más visibles, más enervantes, hasta que llegue el momento en que no los note porque habré perdido la capacidad de discernir cualquier cosa. Me serán inaccesibles los días de la semana, los sucesos de la mañana o hasta los ocurridos diez minutos atrás. Olvidaré mi número de teléfono, mi dirección, mi nombre y todo lo que he hecho en mi vida. Al cabo de dos, tres o cuatro años, no reconoceré a los amigos más antiguos que me quedan, y cuando despierte por la mañana no me percataré de que estoy en mi cuarto. Y pronto no lo estaré, porque necesitaré atención continua.

Tengo demencia vascular, me dijo el médico, y son pocos los consuelos. Uno es la lentitud del proceso, que él debió de mencionar una docena de veces. Además, no es tan malo como el Alzheimer, con sus cambios de humor y sus agresiones. Si tengo suerte, puede que resulte algo benigno. Podría no ser infeliz: tan sólo una viejecita alelada en una silla que no se entera de nada y no espera nada. No me puedo quejar, porque le pedí que fuese sincero. Después empezó a meterme prisa. Había doce personas aguardando su turno en la sala de espera. En resumidas cuentas, mientras me ayudaba a ponerme el abrigo, me marcó el itinerario: pérdida de memoria, a corto y largo plazo, desaparición de palabras aisladas —los sustantivos simples podrían ser los primeros—, luego del lenguaje en sí, junto con el equilibrio, y poco después, todo control motor, y por último la autonomía del sistema nervioso.
Bon voyage!

Al principio no me sentí angustiada. Al contrario, estaba eufórica, y quise decírselo con urgencia a mis amigos más íntimos. Pasé una hora al teléfono dando la noticia. Quizás ya estaba perdiendo el rumbo. Pero la cosa era trascendental. Pasé toda la tarde entretenida en mi estudio ordenando los ficheros, y cuando terminé había seis archivadores nuevos en las estanterías. Stella y John vinieron por la noche y encargamos comida china. Entre los dos se bebieron dos botellas de Morgón. Yo bebí té verde. La encantadora pareja se mostró desolada por la descripción de mi futuro. Los dos son sesentones, lo bastante mayores para andar engañándose con la idea de que a los setenta y siete todavía eres joven. Hoy, en el taxi, cuando atravesaba Londres a paso de peatón bajo la lluvia glacial, apenas pensé en otra cosa. Me estoy volviendo loca, me decía. Que no me vuelva loca. Pero en realidad no conseguía creerlo. Quizás yo no fuese más que una víctima de los diagnósticos modernos; en otro siglo habrían dicho de mí que era una vieja y que en consecuencia estaba perdiendo el juicio. ¿Qué otra cosa podía esperar? O sea que me estoy muriendo, simplemente, me estoy sumiendo en la inconsciencia.

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