Authors: Ian McEwan
—Enseguida le curamos —mintió de nuevo.
Empezó a envolverle de nuevo la cara con una gasa limpia, empapada en desinfectante. Cuando le aseguraba los alfileres, él emitió su triste sonido.
—¿Quiere que le traiga la botella?
Él negó con la cabeza y de nuevo emitió el sonido.
—¿Está incómodo?
—No.
—¿Agua?
Él asintió. Sólo subsistía una pequeña comisura de los labios. Ella insertó la pequeña espita de la tetera y le sirvió. A cada trago, él hacía un gesto de dolor, lo que a su vez le producía un dolor atroz en los músculos que le faltaban de la cara. No aguantaba más, pero cuando ella retiraba la tetera, él levantó una mano hacia la muñeca de Briony. Quería beber más. Prefería el dolor que la sed. Y esta pauta continuó durante unos minutos: no soportaba el dolor, pero tenía que beber.
Ella se había quedado a su lado, pero siempre había otra cosa que hacer, siempre una monja que pedía ayuda o un soldado que llamaba desde el lecho. Disfrutó de un descanso cuando un hombre que despertaba de la anestesia le vomitó en el regazo y tuvo que ir a ponerse un delantal limpio. Le sorprendió ver, desde la ventana de un pasillo, que fuera había oscurecido. Habían transcurrido cinco horas desde que habían vuelto del parque. Estaba junto al almacén de ropa blanca, atándose el delantal, cuando apareció sor Drummond. Era difícil decir lo que había cambiado: la actitud seguía siendo calladamente distante, sus órdenes no admitían discusión. Tal vez por debajo del dominio de sí misma había un poso comunicativo en la adversidad.
—Enfermera, vaya a ayudar a poner las bolsas Bunyan en los brazos y las piernas del cabo Maclntyre. Al resto del cuerpo aplíquele ácido tánico. Si hay algún problema, venga a verme en el acto.
Se dio media vuelta para impartir instrucciones a otra enfermera. Briony había visto cómo traían al cabo. Era uno de los hombres abrasados por aceite ardiendo en un transbordador que naufragó en la costa de Dunkerque. Un destructor lo recogió del agua. El aceite viscoso se adhería a la piel y achicharraba el tejido. Lo que alzaron hasta la cama eran los restos calcinados de un ser humano. Ella pensó que no sobreviviría. No era fácil encontrarle una vena para inyectarle morfina. En algún momento de las dos últimas horas había ayudado a otras dos enfermeras a levantarle sobre una cuña y él había gritado al primer contacto de sus manos. Las bolsas Bunyan eran grandes recipientes de celofán. El miembro dañado flotaba dentro, amortiguado por una solución salina que tenía que estar exactamente a la temperatura correcta. Una variación de un grado no era tolerada. Cuando Briony llegó, una alumna en prácticas, con un hornillo de queroseno en un carrito, ya estaba preparando la solución nueva. Había que cambiar las bolsas con frecuencia. El cabo Maclntyre yacía de espaldas debajo de un bastidor, porque no soportaba el contacto de una sábana con su piel. Gemía lastimeramente pidiendo agua. Los casos de quemaduras siempre estaban gravemente deshidratados. Tenía los labios tan deteriorados, tan hinchados, y tantas ampollas en la lengua que no podían administrarle líquido por la boca. Se le había soltado el goteo salino. La aguja no se sostenía en la vena dañada. Una enfermera cualificada a la que Briony nunca había visto estaba atando una bolsa nueva al colgador. Briony preparó el ácido tánico en un cuenco y cogió el rollo de algodón. Pensó en empezar por las piernas del cabo, para no estorbar a la enfermera, que comenzaba a buscarle una vena en el brazo ennegrecido. Pero la enfermera dijo:
—¿Quién la ha mandado venir?
—Sor Drummond.
La enfermera habló concisamente, sin levantar la vista del sondeo que estaba realizando.
—Está sufriendo demasiado. No quiero que le trate hasta que le haya hidratado. Vaya a buscar otra cosa que hacer.
Briony obedeció. No sabía si era mucho más tarde; quizás fuese ya de madrugada cuando la mandaron a buscar toallas limpias. Vio a la enfermera parada cerca de la entrada de la sala de guardia, llorando discretamente. El cabo Maclntyre había muerto. Su cama ya había sido ocupada por otro paciente.
Las enfermeras en prácticas y las de segundo año trabajaban doce horas sin descanso. Las demás estudiantes y las enfermeras cualificadas seguían trabajando, y nadie sabía el tiempo que pasaban en los pabellones. Briony pensó más adelante que toda la formación que había recibido había sido útil, sobre todo en el capítulo de la obediencia, pero que todo lo que sabía sobre el oficio de enfermera lo aprendió aquella noche. Hasta entonces nunca había visto a hombres llorando. Al principio fue una conmoción, pero al cabo de una hora estaba acostumbrada. Por otra parte, le había asombrado, y hasta horrorizado, el estoicismo de algunos soldados. Hombres que acababan de sufrir una amputación parecían obligados a hacer bromas horribles. ¿Y ahora con qué le voy a dar una patada a la parienta? Todos los secretos del cuerpo quedaban al descubierto: huesos que asomaban entre la carne, vislumbres sacrilegos de un intestino o un nervio óptico. De esta nueva perspectiva íntima extrajo una enseñanza simple, una cosa obvia que siempre había sabido y que todos sabían: que una persona es, entre todo lo demás, una cosa material, que se rompe fácilmente pero que no es fácil recomponer. Llegó lo más cerca que estaría nunca de un campo de batalla, pues cada caso que ayudaba a atender poseía algunos de sus elementos esenciales: sangre, aceite, arena, barro, agua de mar, balas, metralla, grasa de motores, o el olor de la cordita, o el húmedo y sudoroso traje de campaña cuyos bolsillos contenían comida junto con las migajas empapadas de chocolatinas Amo. A menudo, cuando volvía una vez más al fregadero de los grifos altos y el taco de sosa, era arena de playa lo que se desprendía al restregarse los dedos. Ella y las demás estudiantes de su promoción se veían sólo como enfermeras, no como amigas: apenas tuvo conciencia de que una de las chicas que la había ayudado a desplazar al cabo Maclntyre encima de la cuña era Fiona. A veces, cuando un soldado al que Briony cuidaba estaba sufriendo mucho, sentía una ternura impersonal que la despegaba del padecimiento y le permitía hacer su trabajo con eficiencia y sin horror. Entonces entrevio lo que representaba ser enfermera, y ansió diplomarse y tener aquella placa. Concebía la posibilidad de abandonar sus ambiciones de escribir y dedicar su vida a aquellos momentos de amor eufórico y generalizado.
Hacia las tres y media de la mañana le dijeron que fuese a ver a sor Drummond. La monja estaba sola, haciendo una cama. Un rato antes, Briony la había visto en el cuarto de enjuagues. Parecía estar en todas partes, ocupada en toda clase de trabajos. Briony, sin pensarlo, se puso a ayudarla. La monja dijo:
—Creo recordar que usted hablaba un poco de francés.
—Francés de escuela sólo, hermana.
La religiosa hizo un gesto hacia el fondo del pabellón.
—¿Ve a aquel soldado sentado en la cama, al final de la fila? Cirugía aguda, pero no hace falta ponerse una mascarilla. Coja una silla y vaya a sentarse a su lado. Cójale de la mano y hable con él.
Briony no pudo por menos de sentirse ofendida.
—Si no estoy cansada, hermana. De verdad, no lo estoy.
—Haga lo que le digo.
—Sí, hermana.
El aparentaba ser un chico de quince años, pero ella vio en el gráfico que tenía su edad: dieciocho. Estaba sentado, recostado en varias almohadas, observando el alboroto que le rodeaba con una especie de extrañeza abstracta y algo infantil. Costaba pensar que era un soldado. Tenía una cara hermosa y delicada, de cejas oscuras y ojos de un color verde oscuro, y una boca blanda y carnosa. Su tez era pálida y tenía un brillo insólito, y los ojos irradiaban un fulgor enfermizo. Gruesas vendas le envolvían la cabeza. Cuando ella acercó la silla y se sentó, él sonrió como si la hubiese estado esperando, y cuando ella le cogió de la mano él no pareció sorprenderse.
—
Te voilà enfin
.
Las vocales francesas tenían un deje musical, pero ella apenas conseguía entenderle. Tenía la mano fría y grasienta al tacto. Ella dijo:
—La hermana me ha dicho que venga a charlar con usted un rato.
Como no conocía la palabra en francés, tradujo «hermana» literalmente.
—Su hermana es muy amable. —Ladeó la cabeza y añadió—: Pero siempre lo ha sido. ¿Le va todo bien? ¿Qué hace últimamente?
Había tanta cordialidad y encanto en sus ojos, un ansia tan juvenil de agradarla, que ella sólo pudo seguirle la corriente.
—También es enfermera.
—Por supuesto. Ya me lo ha dicho usted. ¿Sigue siendo feliz? ¿Se casó con el hombre al que quería tanto? Verá, no me acuerdo de su nombre. Espero que me perdone. Tengo mala memoria desde que sufrí la herida. Pero me han dicho que la recobraré pronto. ¿Cómo se llamaba él?
—Robbie. Pero…
—¿Y ahora están casados y son felices?
—Pues… Espero que se casen pronto.
—Me alegro mucho por ella.
—No me ha dicho cómo se llama.
—Luc. Luc Cornet. ¿Y usted?
Ella vaciló.
—Tallis.
—Tallis. Es muy bonito.
Lo era, tal como él lo pronunciaba.
Apartó la mirada de la cara de Briony y miró al pabellón, girando la cabeza lentamente, con un silencioso asombro. Luego cerró los ojos y empezó a divagar, hablando en voz baja, entre dientes. El vocabulario de Briony no le permitía seguirle fácilmente. Captó:
—Las cuentas despacio, en la mano, en los dedos…, el pañuelo de mi madre…, eliges el color y tienes que aceptarlo.
Guardó silencio durante unos minutos. Su mano aumentó la presión sobre la de ella. Cuando volvió a hablar, lo hizo con los ojos todavía cerrados.
—¿Quiere saber algo raro? Es la primera vez que estoy en París.
—Luc, está en Londres. Pronto le enviarán a casa.
—Me dijeron que la gente sería fría y antipática, pero es todo lo contrario. Es muy amable. Y usted también lo es, por venir a verme.
Por un momento ella creyó que se había quedado dormido. Como llevaba horas sin sentarse, sintió que la fatiga se le agolpaba detrás de los ojos.
Acto seguido él miró a su alrededor, con el mismo giro lento de la cabeza, y luego la miró y dijo:
—Claro, usted es la chica con acento inglés.
—Dígame qué hacía antes de la guerra —dijo ella—. ¿Dónde vivía? ¿Se acuerda?
—¿Se acuerda de aquella Pascua en que vino a Millau?
Mientras hablaba, columpiaba débilmente la mano de Briony de un lado para otro, como para espabilarle la memoria, y sus ojos verde oscuro escudriñaban su cara, a la espera de que ella se acordase.
Ella pensó que no estaba bien seguirle la corriente.
—No he estado nunca en Millau…
—¿Se acuerda de la primera vez que entró en nuestra tienda?
Ella acercó más la silla a la cama. La cara de Luc, pálida y grasienta, brillaba y se inclinaba delante de sus ojos.
—Luc, quiero que me escuche.
—Creo que fue mi madre la que la atendió. O quizás fue una de mis hermanas. Yo estaba en la trastienda con mi padre, trabajando en los hornos. Oí su acento y salí para verla…
—Quiero decirle dónde está. Esto no es París…
—Luego volvió al día siguiente, y esta vez yo estaba allí y usted dijo…
—Se dormirá enseguida. Vendré a verle mañana, se lo prometo.
Luc se llevó la mano a la cabeza y frunció el ceño. Dijo, con voz más baja:
—Quiero pedirle un pequeño favor, Tallis.
—Por supuesto.
—Estos vendajes están muy prietos. ¿Me los afloja un poco?
Ella se levantó y le examinó la cabeza. Las tiras de gasa estaban atadas para que fuera más fácil soltarlas. Mientras ella deshacía con suavidad los lazos, él dijo:
—¿Se acuerda de mi hermana menor, Anne? Es la chica más guapa de Millau. Aprobó el examen con una pequeña pieza de Debussy, muy ligera y divertida. Bueno, eso es lo que dice Anne. La oigo continuamente en mi cabeza. Quizás la conozca usted.
Tarareó al azar unas cuantas notas. Ella estaba desenrollando la capa de gasa.
—Nadie sabe de dónde sacó ese don. El resto de la familia no tiene el menor oído. Cuando ella toca pone la espalda muy recta. No sonríe nunca hasta que llega al final. Ya empiezo a sentirme mejor. Creo que fue Anne la que le atendió Ja primera vez que usted vino a la tienda.
Ella no tenía intención de retirar la gasa, pero, al aflojarla, la gruesa toalla estéril que había debajo se deslizó y se llevó consigo una parte de la venda ensangrentada. A la cabeza de Luc le faltaba un costado. Tenía el pelo bien rapado a partir de la porción de cráneo que faltaba. Debajo de la línea irregular de hueso había una esponjosa masa carmesí de cerebro, de varios centímetros de largo, que llegaba desde la coronilla hasta la punta de la oreja. Briony atrapó la toalla antes de que cayera al suelo, y la sujetó mientras aguardaba a que la náusea remitiera. Solo entonces comprendió la insensatez, impropia de una profesional, que había cometido. Luc permaneció callado, esperando a Briony. Ella recorrió el pabellón con la mirada. Nadie prestaba atención. Volvió a colocar la toalla en su sitio, afianzó la gasa y ató de nuevo las tiras. Cuando volvió a sentarse, buscó la mano del chico y trató de reponerse con ayuda de su frío y húmedo contacto.
Luc divagaba otra vez.
—Yo no fumo. Le prometí mi ración a Jeannot… Mira, está toda encima de la mesa…, ahora debajo de las flores…, el conejo te oye, estúpido…
Las palabras brotaban ahora en un torrente, y ella se perdió. Más adelante captó una referencia a un maestro de escuela que era demasiado estricto, o quizás fuese un oficial del ejército. Por fin, Luc se calló. Ella le limpió la cara sudorosa con una toalla y aguardó.
Cuando Luc abrió los ojos, reanudó la conversación como si no hubiese habido un interludio.
—¿Qué le parecen nuestras
baguettes y ficelles
?
—Deliciosas.
—Por eso venía usted todos los días.
—Sí.
Él hizo una pausa para reflexionar. Luego dijo con cautela, abordando una cuestión delicada:
—¿Y nuestros cruasanes?
—Los mejores de Millau.
Él sonrió. Cuando hablaba, el fondo de su garganta producía un sonido carrasposo que los dos pasaban por alto.
—Es la receta especial de mi padre. Todo depende de la calidad de la mantequilla.
Ahora él la miraba arrobado. Extendió su mano libre para tomar la de ella.
—Ya sabe que mi madre le tiene mucho cariño —dijo.