Authors: Ian McEwan
—Habla un abogado —dije—. Agenciándose casos.
Su risa fue cortés, aunque debió de considerarme profundamente estúpida. Es del todo imposible en estos tiempos deducir algo sobre el nivel educativo de la gente por la manera en que hablan o se visten o por sus gustos musicales. Resulta más prudente tratar a cualquiera que conozcas como a un intelectual destacado.
Al cabo de veinte minutos ya habíamos hablado suficiente, y cuando el coche entró en una autopista y el motor adquirió un zumbido invariable, volví a quedarme dormida, y cuando desperté estábamos en una carretera rural y una tirantez dolorosa me presionaba la frente. Saqué de mi bolso tres aspirinas que mastiqué y tragué con desagrado. ¿Qué porción de mi mente, de mi memoria, había perdido durante ese pequeño ataque mientras estaba dormida? Nunca lo sabría. Fue entonces, en el asiento trasero de aquel cochecillo de hojalata, cuando experimenté por primera vez algo semejante a la desesperación. Decir pánico sería exagerar. La claustrofobia formaba parte de aquel sentimiento, una reclusión impotente en el interior de un proceso de decadencia, y una sensación de que encogía. Di unos palmaditas en el hombro de Michael y le pedí que pusiera su música. Él se negó, porque supuso que era indulgente con él porque estábamos cerca de nuestro destino. Pero yo insistí, y volvió a sonar la voz gangosa de bajo y, sobre ella, una de barítono ligero entonando en dialecto caribe los compases de una canción infantil o un tintineo de salto a la comba en un patio de recreo. Me ayudó. Me divirtió. Sonaba tan infantil, aunque tenía la sospecha de que se estaban expresando sentimientos terribles. No le pedí que me lo tradujese.
La música seguía sonando cuando entramos en el camino del hotel Tilney. Más de veinticinco años habían trascurrido desde la última vez en que hice este trayecto, para el entierro de Emily. Lo primero que advertí fue la ausencia de árboles en el jardín, los olmos gigantes habrían muerto por enfermedad, supuse, y los robles viejos que quedaban habrían sido talados para hacer sitio a un campo de golf. Circulábamos más despacio ahora, para dejar que cruzaran unos golfistas y sus caddies. No pude por menos de considerarles intrusos. Los bosques que rodeaban el antiguo bungalow de Grace Turner seguían todavía allí, y cuando el camino rebasó un último hayedo, apareció la casa principal. No había necesidad de ser nostálgica: la mansión siempre había sido fea. Pero desde cierta distancia poseía una apariencia desnuda y desvalida. La hiedra que antaño suavizaba el efecto de aquella fachada de un color rojo intenso había sido arrancada, tal vez para preservar el enladrillado. No tardamos en acercarnos al primer puente, y vi que el lago ya no existía. Encima del puente estábamos suspendidos sobre un área de césped perfecto, como el que a veces se ve en un foso antiguo. No era desagradable en sí mismo, si no sabías lo que había habido allí en otro tiempo: la juncia, los patos y la carpa gigantesca que dos vagabundos habían asado y se habían comido junto al templo de la isla. El cual también había desaparecido. Donde antes se alzaba había ahora un banco de madera y un cesto de basura. La isla, que por supuesto ya no lo era, formaba un largo montículo de hierba lisa, como un inmenso túmulo arcaico, donde crecían rododendros y otras especies de arbustos. Un sendero de grava lo circunvalaba, con más bancos dispersos aquí y allá, y luces de jardín esféricas. No tuve tiempo de intentar localizar el paraje donde en su día me senté a consolar a la joven Lady Lola Marshall, porque ya estábamos cruzando el segundo puente y reduciendo la marcha para entrar en el aparcamiento asfaltado que flanqueaba toda la longitud de la casa.
Michael transportó mi maletín hasta la zona de recepción en el antiguo vestíbulo. Qué raro que se hubiesen tomado la molestia de cubrir con una alfombra de pana acanalada las baldosas blancas y negras. Supuse que la acústica siempre fue un incordio, aunque a mí no me molestó nunca. Una Estación de Vivaldi fluía a borbotones de altavoces ocultos. Había un discreto escritorio de palisandro, con una pantalla de ordenador y un jarrón de flores, y montando guardia a cada lado había dos armaduras; colgados en los lienzos de pared, alabardas cruzadas y un escudo de armas; sobre ellos, el retrato que solía estar en el comedor y que mi abuelo había importado para dar a la familia alguna alcurnia. Di una propina a Michael y sinceramente le deseé suerte con los derechos de propiedad y la pobreza. Trataba de desdecirme de mi comentario idiota sobre los abogados. Me deseó un feliz cumpleaños, me estrechó la mano —qué liviano y desmayado fue su apretón— y se marchó. Desde el otro lado de la mesa, una muchacha de cara grave, vestida con un traje de calle, me dio mi llave y me dijo que la vieja biblioteca había sido reservada para uso exclusivo de nuestro grupo. Los pocos que ya habían llegado habían salido a dar un paseo. Estaba previsto que todos los invitados se reunieran a las seis para tomar una copa. Un conserje me subiría el maletín. Había un ascensor a mi disposición.
Así que no había nadie para recibirme, lo cual me tranquilizó. Prefería inspeccionar por mi cuenta tantos cambios interesantes, antes de verme obligada a actuar como invitada de honor. Tomé el ascensor al segundo piso, crucé una serie de puertas de cristal contra incendios y recorrí el pasillo cuyas tablas barnizadas crujían de una forma familiar. Se me hizo raro ver los dormitorios numerados y cerrados. El número de mi habitación, por supuesto —el siete—, no me dijo nada, pero creo que ya había adivinado dónde iba a dormir. No estaba sorprendida, al menos, cuando me detuve delante de la puerta. No era mi antigua habitación, sino la de tía Venus, que siempre se había considerado que tenía la mejor vista de la casa, sobre el lago, el sendero de entrada, los bosques y, más allá, las colinas. Charles, el nieto de Pierrot y el organizador de todo, la habría reservado para mí.
Al entrar tuve una grata sorpresa. Las dos habitaciones contiguas habían sido unidas para formar una gran suite. Sobre la mesa baja de cristal había un ramillete gigante de flores de invernadero. La enorme cama alta que la tía Venus había ocupado sin quejarse durante tanto tiempo había desaparecido, al igual que el arcón tallado del ajuar y el sofá de seda verde. Habían pasado a ser propiedad del hijo mayor que Leon había tenido en su segundo matrimonio, y ahora estaban instalados en un castillo, en alguna parte de las Highlands escocesas. Pero el nuevo mobiliario era bonito, y me gustó la habitación. Llegó mi maletín, pedí una tetera y colgué mi vestido. Inspeccioné la salita de estar, provista de un escritorio y una buena lámpara, y me impresionaron las dimensiones del cuarto de baño, con su popurrí y sus montones de toallas sobre un toallero caldeado. Fue un alivio que no fuese todo una decadencia de mal gusto: es fácil que se convierta en una costumbre de la edad. Me acerqué a la ventana para admirar la luz sesgada del sol sobre el campo de golf, que bruñía los árboles pelados de las colinas lejanas. No aceptaba del todo la ausencia del lago, pero quizás pudiesen reponerlo algún día, y el propio edificio albergaba sin duda más felicidad humana ahora, que era un hotel, que cuando yo lo habitaba.
Charles telefoneó una hora más tarde, cuando yo ya empezaba a pensar en vestirme. Propuso pasar a recogerme a las seis y cuarto, después de que todo el mundo estuviese ya reunido, y acompañarme abajo para que yo hiciese mi entrada. Y de este modo entré en la enorme habitación en forma de L, del brazo de Charles y con mis mejores galas de cachemira, para recibir el aplauso, seguido de las copas en alto, de cincuenta parientes. Mi impresión inmediata al entrar fue que no reconocía a nadie. ¡Ni una cara conocida! Me pregunté si sería un anticipo de la desmemoria que me habían vaticinado. Después, poco a poco identifiqué a la gente. Hay que tener en cuenta el paso de los años y la rapidez con que bebés con pañales se transforman en bulliciosos niños de diez años. Mi hermano era inconfundible, torcido y derrumbado hacia un costado de su silla de ruedas, con una servilleta en la garganta para recoger las gotas derramadas del champán que alguien le acercaba a los labios. Cuando me incliné para besar a Leon, logró esbozar una sonrisa con la mitad de la cara que todavía controlaba. Y tampoco confundí al larguirucho Pierrot, muy apergaminado y con una calva reluciente que quise tocar con la mano, pero tan centelleante como siempre y muy en su papel de paterfamilias. Existe un acuerdo tácito de no mencionar nunca a su hermana.
Hice el recorrido de la habitación con Charles a mi lado, que me indicaba los nombres. Era una delicia hallarse en el centro de una reunión tan conciliadora. Volví a familiarizarme con los hijos, los nietos y los bisnietos de Jackson, que había muerto quince años antes. De hecho, a decir verdad, los gemelos habían poblado entre los dos la habitación. Y Leon tampoco se quedaba atrás, con sus cuatro matrimonios y su dedicación a la paternidad. Nuestra escala de edad iba desde los tres meses hasta los ochenta y nueve años. Y qué algarabía de voces, desde la bronca hasta la estridente, cuando los camareros pasaron distribuyendo más champán y limonada. Los hijos ya mayores de primos lejanos me saludaron como si fueran amigos perdidos largo tiempo atrás. Una de cada dos personas quería decirme algo amable sobre mis libros. Un grupo de adolescentes adorables me dijeron que los estudiaban en el colegio. Prometí leer el manuscrito de una novela escrita por el hijo ausente de un invitado. Me ponían en las manos notas y tarjetas. Amontonados sobre una mesa, en un rincón del cuarto, estaban los regalos que yo debía abrir —me dijeron varios niños— antes, y no después, de que fueran a acostarse. Lo prometí, estreché manos, besé mejillas y labios, admiré y cosquilleé a bebés, y justo cuando empezaba a pensar en las ganas que tenía de sentarme en algún sitio, advertí que estaban colocando filas de sillas mirando en el mismo sentido. Entonces Charles dio unas palmadas y, gritando para hacerse oír por encima del ruido que apenas amainaba, anunció que antes de la cena habría un espectáculo en mi honor. Nos pidió que nos sentáramos.
Me condujeron hasta una butaca en la primera fila. A mi lado estaba el anciano Pierrot, que conversaba con un primo situado a su izquierda. Un cuasi silencio nervioso se instauró en la habitación. De una esquina llegaban los suspiros agitados de unos niños, que juzgué conveniente, por cuestión de tacto, hacer como que no oía. Mientras aguardábamos, mientras disponía, por así decirlo, de algunos segundos para mí misma, miré alrededor y sólo entonces reparé propiamente en el hecho de que habían retirado todos los libros de la biblioteca, así como todos los anaqueles. Por eso la habitación parecía mucho más grande de lo que yo la recordaba. El único material de lectura eran las revistas sobre la vida en el campo de los revisteros junto a la chimenea. Alguien chistó, se oyó el chirrido de una silla y entonces se levantó y se puso delante de nosotros un niño que llevaba una capa negra sobre los hombros. Era pálido, pecoso y pelirrojo: sin lugar a dudas, un niño Quincey. Calculé que tendría unos nueve o diez años. Su cuerpo endeble producía la impresión de que tenía la cabeza grande, y le prestaba una apariencia etérea. Pero parecía seguro de sí mismo cuando paseó la mirada por la habitación, a la espera de que el auditorio se callase. Entonces, por fin, elevó su barbilla menuda y delicada, llenó sus pulmones y habló con una clara y pura voz de tiple. Yo me esperaba un truco de magia, pero lo que oí poseía un acento sobrenatural.
He aquí la historia de la espontánea Arabella,
que se fugó con un tipo extrínseco.
Afligió a los padres que su primogénita
desapareciera del hogar para irse rumbo a Eastbourne
sin su consentimiento, y que cayó enferma y sufrió
indigencia hasta que agotó el último níquel.
De pronto tuve allí mismo, delante de mis ojos, a aquella niña industriosa, mojigata, engreída, que no había muerto, porque cuando el público se rió entre dientes, apreciando la palabra «extrínseco», mi débil corazón —¡ridicula vanidad!— me dio un pequeño brinco. El chico recitaba con una claridad emocionante y un toque disonante de ese acento que mi generación habría llamado
cockney
, aunque en estos tiempos desconozco lo que significa una «t» glótica. Sabía que las palabras eran mías, pero a duras penas las recordaba, y era difícil concentrarse entre tantas preguntas y tantos sentimientos que se agolpaban. ¿Dónde habían encontrado la copia, y era aquel aplomo celestial del chico un síntoma de una época distinta? Miré de soslayo a mi vecino, Pierrot. Había sacado un pañuelo y se estaba enjugando los ojos, y no creo que fuese únicamente por orgullo de bisabuelo. Sospeché, además, que aquello era idea suya. El prólogo alcanzó su razonable apogeo:
Despuntó el dulce día en que la chica fortuita
habría de casarse con su príncipe magnífico.
Mas Arabella, ay, aprendió tarde su gran cuita:
¡que antes de amar hace falta cavilar!
Hubo un aplauso clamoroso. Hubo incluso silbidos chabacanos. ¿Dónde estaría ahora aquel diccionario, el Oxford Concise? ¿En el noroeste de Escocia? Quería recuperarlo. El chico hizo una reverencia, retrocedió unos pasos y se reunió con otros cuatro niños que habían surgido sin que yo lo advirtiese, y que estaban esperando en lo que podríamos llamar los bastidores.
Y así empezó
Las tribulaciones de Arabella
, con la despedida de los padres inquietos y entristecidos. Descubrí enseguida que la que interpretaba a la heroína era la bisnieta de Leon, Chloe. Qué chica más solemne y encantadora es, con su voz bien timbrada de bajo y la sangre española de su madre. Recuerdo que estuve en su primera fiesta de cumpleaños, y parece que fue sólo hace meses. Observé su convincente caída en la pobreza y su desespero cuando fue abandonada por el conde malvado, que era el chico con la capa negra que había recitado el prólogo. En menos de diez minutos terminó la obra. En mi memoria, distorsionada por la noción del tiempo que tiene un niño, siempre me había parecido que tenía la extensión de una obra de Shakespeare. Había olvidado por completo que, después de la ceremonia de la boda, Arabella y el príncipe médico se enlazan del brazo y, hablando al unísono, dan un paso al frente para declamar delante del público un pareado final.
Aquí empieza el amor, concluido lo doliente,
conque adiós, amigos, ¡ponemos vela al poniente!
No era mi mejor dístico, pensé. Pero todo el auditorio, excepto Leon, Pierrot y yo misma, se levantaron para aplaudir. Aquellos niños eran actores consumados, hasta en su salida final al escenario. Cogidos de la mano, formaron una cadena y, obedeciendo a una señal de Chloe, dieron dos pasos atrás y luego avanzaron para hacer una nueva reverencia. En el alboroto, nadie reparó en que el pobre Pierrot estaba totalmente abrumado y había hundido la cara entre las manos. ¿Estaba reviviendo aquel episodio aterrador y solitario que aconteció aquí, después del divorcio de sus padres? Por fin se representaba, sesenta y cuatro años más tarde, y cuando su hermano llevaba ya muchos difunto, la obra en que tanto deseaban actuar los gemelos aquella noche en la biblioteca.