El cañón de un arma se clavó en mi nuca.
—No se mueva.
Me quedé quieto.
—Dese la vuelta lentamente y ponga las manos sobre la mesa.
Reconocí la voz. Stéphane Sarrazin.
—Creí que usted y yo habíamos llegado a un acuerdo.
Me giré treinta grados y apoyé las dos manos sobre la mesa de trabajo. El gendarme me registró rápidamente y encontró la automática al cachear mis bolsillos.
—Dese la vuelta. De cara a mí.
Sus cabellos negros se recortaban claramente sobre su frente. Sus ojos, muy juntos, formaban una cruz o un oscuro puñal con el tabique de la nariz. Parecía Diabolik, el héroe de una tira cómica italiana de los años sesenta. Ahora tenía una automática en cada mano.
—Allanamiento de morada. Destrucción de pruebas. Mal asunto, amigo.
—¿Qué pruebas? —Yo tenía el casete escondido en la mano—. Usted ya lo limpió todo aquí.
—No importa. A la juez Magnan le encantará.
—¿Por qué desconfía de mí? ¿Por qué rechaza mi ayuda?
—¿Su ayuda?
—Está usted en un callejón sin salida. Hace catorce años, sus colegas no encontraron nada. Este año tampoco ha conseguido resultados. El caso Simonis es un enigma.
El gendarme meneó la cabeza con indulgencia. Llevaba el jersey azul reglamentario, con una raya blanca horizontal. Sus galones brillaban en la oscuridad.
—Le había dicho que desapareciera —dijo, enfundando su arma y colocando la mía en su cinturón.
—¿Por qué no trabajamos en equipo?
—Tiene usted la cabeza muy dura. ¿Qué coño le importa el caso Simonis?
—Ya se lo dije. Es una investigación que interesaba a un amigo.
—Patrañas. Si su colega hubiera venido por aquí a investigar, yo lo habría sabido.
—Era algo más discreto que yo. Nadie parece haberlo visto.
El gendarme se volvió hacia el ventanal con las manos en la espalda.
Se estaba tranquilizando. Delante de él, Sartuis se hundía en las tinieblas.
—Durey, ahí está la puerta. Mañana por la mañana venga a la gendarmería a buscar el arma. Y luego lárguese. Si al mediodía todavía está en Sartuis, pondré a la juez sobre aviso.
Me dirigí hacia el pasillo caminando de lado, fingiendo una mezcla de rabia contenida y de docilidad. Abrí la puerta principal y una ráfaga violenta me golpeó la cara. Seguí la carretera hasta la rotonda sin atajar a través de los campos.
La noche era clara y despejada. Las estrellas titilaban en el cielo. Llegué al callejón donde tenía aparcado el coche. Eché una mirada hacia atrás, hacia la casa. Desde el umbral, Stéphane Sarrazin me observaba en posición marcial.
Subí al coche y sonreí levemente.
Seguía teniendo el casete en la mano.
La niña está prisionera,
en la casa de los pasos perdidos.
Agujas de pino, agujas de hierro,
la niña ya no volverá a cantar…
Era una canción infantil.
Una melodía sencilla.
Una tonada que sonaba en falsete. La voz, sobre todo, era malsana. Un timbre atrofiado, ni grave ni agudo, ni masculino ni femenino. Solo disonante y al mismo tiempo extrañamente dulce.
Apagué el aparato. Había escuchado la cinta una veintena de veces. Estaba instalado en el dormitorio, encerrado a doble llave, y utilizaba el reproductor del padre Mariotte.
La grabación contenía tres mensajes, sin fecha ni comentario. Las llamadas del anónimo personaje, que Sylvie Simonis había conservado. Ya las había copiado en mi Mac: sonido y texto. Nadie me había mencionado un detalle significativo: las agresiones anónimas no eran habladas, sino cantadas. Sentado en la cama, rodeado por las cortinas beige, pulsé el botón Play.
La niñita está en peligro.
Peor para ella, todo está perdido.
Es demasiado tarde, la hora le ha llegado:
la niñita ya no volverá a cantar…
Imaginé la boca que emitía tales sonidos, el rostro del que surgía esa voz. Un ser desfigurado, una cara zoomórfica. O incluso una cara herida, vendada, enmascarada. Recordé el enigma del transformador de voz, la pista que los gendarmes habían seguido y que había culminado con la imputación de Richard Moraz. No entendía cómo Lamberton y sus hombres habían podido obstinarse en seguir esa dirección.
Ya había escuchado voces deformadas artificialmente por el helio, el Vocoder o cualquier otro filtro electrónico. No sonaban como esa. No poseían esa característica atimbrada, deforme, pero extrañamente… natural.
Tercer mensaje:
La niñita está en el pozo,
desdicha para los que no creyeron.
En el fondo del agua todo ha terminado,
la niñita ya no canta…
Paré el reproductor. Sin duda era ese último mensaje el que había orientado a los gendarmes hacia el pozo. Sylvie había tenido la presencia de ánimo de grabarlo, mientras estaba en el hospital. ¿En qué estado anímico debía de encontrarse? ¿Por qué había dejado a su hija sin protección, a pesar de las amenazas?
Buscando el aparato había cogido de la biblioteca de Mariotte una obra sobre las tradiciones de la región:
Cuentos y leyendas del Jura
. En el capítulo 12, un pasaje hablaba de la famosa Casa de los Relojes.
A principios del siglo XVIII, explicaban los autores, una familia de relojeros había construido esa casa sobre el flanco de una colina, para protegerse de las borrascas heladas del norte y albergar su paciente actividad. En realidad, deseaban protegerse de las miradas indiscretas. Esos artesanos eran alquimistas. Habían logrado fabricar relojes de péndulo con propiedades mágicas. Engranajes tan precisos, escapes tan ínfimos, que abrían brechas en la sucesión del tiempo. Fisuras que a su vez daban a un mundo atemporal.
Había otras versiones de la leyenda. En una de ellas, los relojeros pertenecían a una estirpe de brujos. Su morada se había construido sobre pantanos pestilentes y las fisuras de sus péndulos daban directamente al infierno. Esas «puertas» funcionaban en los dos sentidos. Entre dos cifras góticas, los demonios también podían acceder a nuestro mundo.
El cansancio contribuyó a que imaginara, a mi pesar, un demonio con cabeza de vampiro que se escapaba de un reloj y se ensañaba con Sylvie Simonis: la mordía, la envenenaba, dejaba su firma sobre su cuerpo. Satán y la lengua cortada. Belcebú y el zumbido de las moscas. Lucifer y la luz filtrándose bajo las costillas.
Deseché ese mal viaje y continué con la lectura. Una tercera variante explicaba que los artesanos malditos habían llevado la desgracia a Sartuis con sus indagaciones. Hechos comprobados históricamente: epidemias de peste en el siglo XVIII, cólera e incendios en el XIX, matanzas, ejecuciones y sed de sangre durante las dos guerras mundiales, sin contar con una gripe asoladora que diezmó la población en 1920. En los valles de las afueras de Sartuis, era habitual atribuir estas plagas a la Casa de los Relojes y a su red hidrográfica envenenada. Algunos, los más supersticiosos, también la hacían responsable de la quiebra industrial del condado.
Me froté los ojos. Las dos de la mañana. No veía por qué perdía horas de sueño con esas tonterías. Una pregunta seguía obsesionándome: ¿por qué Sylvie Simonis se había quedado en esa ciudad de mierda, en ese caserón funesto, con el fantasma de su hija?
Veía otra vez la mesa de trabajo inclinada, los instrumentos de precisión. ¿En qué pensaba durante esos años, cuando gendarmes y maderos se enredaban continuamente? Había guardado el casete y, sin duda, había escondido en otro lugar otros elementos relacionados con el trágico final de Manon. No había intentado pasar página. ¿Por qué?
De pronto, lo supe.
También Sylvie Simonis buscaba al asesino. Durante catorce años había llevado adelante su propia investigación. Con paciencia, rigor, obstinación. Había seguido las pistas de las que disponía, prestando atención a sus sospechas. Por eso se había quedado en esa ciudad hostil, donde solo había conocido la infelicidad. Quería vivir cerca del asesino. Quería respirar su estela… e identificarlo. Sí. Esta terquedad encajaba con su carácter tenaz y su paciencia de relojera. No había soltado la presa. Quería la cabeza del asesino.
¿Lo había logrado? Su muerte podía constituir una respuesta. El verano anterior, de una manera u otra, había desenmascarado al asesino de su hija. Pero en lugar de avisar a las autoridades, quiso tenderle una trampa, quizá para matarlo con sus propias manos. Las cosas le salieron mal. El asesino de Manon la sacrificó con su nuevo ritual. Un sacrificio madurado a lo largo de los años, como un cáncer, en el fondo de su mente.
Aplasté el cigarrillo y eché una ojeada al cenicero lleno de colillas. Estaba sumido en una verdadera bruma de tabaco. Corrí las cortinas de mi cama. Mi historia se sostenía pero era inútil pasarme la noche rumiándola sin poder hacer ninguna verificación.
Entreabrí la ventana y apagué la luz. Parpadeé y aparecieron algunos de los relojes de Sylvie Simonis: relojes de arena con forma elíptica, cofres calados, figuritas de bronce dorado que sostenían un arco, una maza, una trompeta. Me hundí en un duermevela mientras parte de mi lucidez seguía insistiendo. Los relojes de bolsillo… Los cuadrantes rodeados de conchas… Los ornamentos en forma de hojas, globos, liras…
De pronto, una sombra surgió de las agujas de un reloj. Una silueta negra, con levita y sombrero de copa. No podía ver su rostro pero sabía que sus intenciones eran malignas. Pensé en Mefistófeles. En el Dapertutto de los
Cuentos
de Hoffmann. La sombra se inclinó sobre mí, con la boca junto a mi oído, y murmuró: «He encontrado la garganta».
La voz no era la del casete, sino la de Luc. Me incorporé, justo a tiempo para ver sus ojos inyectados de sangre y de furor bajo el sombrero. Eran los ojos que me habían observado en el mirador de Notre-Dame-de-Bienfaisance.
—Supersticiones. Sencilla y llanamente supersticiones.
—Pero ¿existieron esas plagas en la región?
—No soy historiador. Creo que no es más que una sarta de barbaridades. Ya sabe lo que se dice de las leyendas: tienen un origen real. En Sartuis hay humo, pero falta el fuego.
A las siete de la mañana, el padre Mariotte mojaba una tostada en el café con leche con la expresión concentrada de un biólogo que está preparando una vacuna. Cinco horas de sueño habían proporcionado descanso a mi cuerpo, pero no a mi espíritu.
—La Casa de los Relojes, ¿se construyó en verdad sobre unos pantanos?
Mariotte hizo una mueca irritada. Le estaba echando a perder el desayuno.
—Habría que comprobar la red hidrográfica. Sé que el desvío, algo más al este, se edificó sobre tierras húmedas que hubo que sanear y drenar. Pero la casa a la que usted se refiere, por lo menos sus cimientos, se remonta a por lo menos dos siglos. ¿Cómo saberlo? ¿Necesita realmente todas estas informaciones? ¿Es para su reportaje?
Era el único hombre de la ciudad que todavía creía que yo era periodista. Genial. Un ejemplo perfecto del aislamiento de la Iglesia en el mundo contemporáneo.
—De hecho, escribo un libro. Me interesa recrear el escenario con precisión.
—¿Un libro? —Me echó una ojeada suspicaz—. ¿Un libro? ¡Señor! ¿Sobre qué?
—Sobre la historia de las Simonis.
—Me pregunto a quién puede interesarle.
—Volvamos a los habitantes de Sartuis. ¿Creen en la mala suerte de la ciudad? ¿En el poder de la casa?
El sacerdote bebió el café con leche y luego masculló:
—Las gentes de aquí están dispuestas a creer cualquier cosa. En cuanto a los demás valles, basta atravesarlos para escuchar el verdadero nombre de Sartuis: el valle del Diablo.
—El asesinato de Manon no habrá facilitado mucho las cosas, ¿no?
—Es lo menos que puede decirse.
—Ni el de Sylvie.
Dejó el cuenco y fijó sus ojos en los míos.
—Amigo mío, le daré un consejo: no se meta en eso.
—¿En qué?
—En las supersticiones de este lugar. Es el tonel de las Danaides.
—La primera noche, usted me dijo que había instalado un confesionario en las dependencias para el caso de que surgiera una urgencia. Esas urgencias tienen relación con las supersticiones, ¿verdad? ¿Los feligreses le tienen miedo al diablo?
Mariotte se incorporó y miró su reloj.
—¡Las siete! Ya llego tarde. Es domingo —dijo, con una risa forzada—. ¡Un día de locos para el cura! ¡Misa por la mañana y partido por la tarde!
Como para darle la razón, las campanas de la iglesia sonaron. Cogió su cuenco y su plato.
—Permítame. Lo haré yo —me ofrecí.
Me dio las gracias con la mirada y desapareció dando un portazo. Decididamente, ese sacerdote no era franco. Decía la verdad pero una zona sombría alteraba permanentemente su discurso.
Limpié la mesa y coloqué los cubiertos y los platos en el lavavajillas. Era lo ideal para reflexionar. Sentía aún, por encima de los hechos, una estructura dominante. Esas leyendas maléficas representaban un papel en los dos asesinatos, estaba seguro. El asesino había encontrado una fuente de inspiración. Quizá él mismo actuaba bajo la influencia de esos cuentos de diablos y relojes.
Después de darme una ducha fría en los vestuarios del dormitorio común, cerré mi bolsa, guardando en ella los nuevos elementos: el casete y el libro sobre las leyendas del Jura. Lo metí todo en el maletero del coche. No excluía tener que marcharme precipitadamente. Dentro de muy poco tiempo Stéphane Sarrazin me echaría manu militari.
Ocho de la mañana
Era demasiado temprano para hacer llamadas, sobre todo un domingo, pero no tenía elección. Rodeé la rectoría y encendí un cigarrillo; luego, anduve arriba y abajo por la cancha de baloncesto.
Primera llamada: Foucault. Sin respuesta. Ni en el móvil ni en su número privado. Hice la prueba con Svendsen. Lo mismo. Mierda. Iba a quedarme estancado con mis preguntas y mis nuevas pistas. Consulté la agenda, aterido por el frío, y llamé a un viejo conocido. Tres tonos y, por fin, alguien respondió. Cuando reconoció mi voz, mi amigo soltó una carcajada.
—Hombre, Durey. ¿Qué mal viento te trae?
—Una investigación. Muy urgente.
—¿Un domingo? Tú, como siempre, a tu aire, por lo que veo.
—¿Puedes? ¿Sí o no?
Jacques Demy, homónimo del cineasta, era un compañero de promoción y un genio de la Brigada Financiera. En la policía de las cifras le llamaban «Facturator».