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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (14 page)

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—Por supuesto.

—¿Qué hay de la financiación?

—Los peregrinos hacen donaciones. Parece que con eso les alcanza.

—¿Y los e-mails?

—Hablé con el secretario. Jura que no ha recibido nada.

—Miente. Luc les ha enviado por lo menos tres correos. El 18 y el 20 de octubre.

—Ese tío no sabe nada.

—Sigue escarbando.

Felicité a Foucault por su trabajo. Él prosiguió:

—Matt, tengo problemas con los Bueyes.

—Ya lo sé. ¿Se han puesto en contacto contigo?

—Digamos que me han citado. Condenceau y otro tipo.

—¿Qué les has dicho?

—Me los he quitado de encima. Les he dicho que Luc trabajaba con nosotros en un caso y que no había tenido tiempo de pasarnos la información.

—¿Qué han dicho?

—Se han partido de risa. Ten por seguro que no nos dejarán en paz.

—Dumayet nos cubre durante cuarenta y ocho horas a partir de ayer.

—No es mucho.

—Razón de más para que espabiles.

Me metí de lleno en el expediente de Larfaoui. Las primeras líneas me refrescaron la memoria. Ya conocía a ese hombre.

Larfaoui, Massine Mohammed. Nació el 24 de febrero de 1944 en Orán. Demasiado joven para haber hecho el servicio militar durante las «operaciones francesas de mantenimiento del orden» en Argelia, pero lo bastante mayor para formar parte en secreto de las fuerzas del FLN, el Frente de Liberación Nacional. Sospechoso de haber puesto bombas en Argel. Diez años más tarde, con el dinero de la herencia de sus padres, tenderos, abrió un bar en Tamanrasset, a las puertas del Sáhara. En 1977, atravesó el desierto y construyó un hotel restaurante en Agadez, Nigeria. Años florecientes. El cabileño llegó a ser propietario de ocho cafeterías u hoteles en África negra. Su zona de influencia llegó hasta Brazzaville y Kinshasa…

Conocía esos detalles pero ahora volvían con precisión a mi memoria. En París, incluso cuando se convirtió en uno de los cerveceros más importantes le llamaban el Africano y era conocido por su afición a las mujeres africanas. Massine Larfaoui se empalmaba con los culos morenos.

Eso era lo que me había soplado Saïd.

Una puta, sí, pero una puta negra.

«Usted tiene los medios necesarios para encontrarla», había dicho el muy zorro. Alusión directa a mi conocimiento del colectivo africano y su red de prostitución. Seis de la tarde. Inútil usar el teléfono para introducirse en semejante jungla. Y tampoco era cuestión de acercarse en pleno día. Había que esperar hasta la noche.

Incluso, la noche cerrada.

Llamé a Malaspey.

—¿Cómo va el caso de Perreux?

—Tienes olfato. Los calós empiezan a soltar la lengua. Suena un nombre en los campamentos de Grigny y de Champigny. Un rumano, un gitano de la etnia kalderash. Según parece, un enfermo mental. Violento, paranoico, místico. Los colegas de Créteil comprueban su coartada.

—Estupendo. Llama a Meyer y cuéntale todo eso. Que nos redacte un buen informe. Lo quiero mañana por la mañana en el despacho de Dumayet.

—Tiene familia; lo digo por si no lo recuerdas.

—Es una urgencia. ¿Y la medalla?

—Una reproducción estándar. Se diría una baratija para críos. Una fábrica de Vercors las fabrica en serie y…

—Quiero un informe completo para mañana.

—Mat…

—¿Qué? ¿Tú también tienes familia?

—No, pero…

—Entonces, al tajo.

Apagué el móvil, desconecté la línea fija, cerré con llave la puerta de mi mesa de despacho. Incliné al máximo mi asiento, usé mi gabardina como manta y apagué la luz.

Ajusté la alarma de mi reloj para que sonara a medianoche.

La hora en la que ya era factible hacer una visita al continente negro.

17

La noche africana.

Era como cualquier noche, del otro lado de las tinieblas parisienses. Una tierra confusa donde podían captarse, a lo lejos, los braseros asfixiantes, el rumor sordo. Una ribera secreta, con ritmos musicales y un aroma de ron que escapaba por las puertas entreabiertas de las discotecas, las tiendas de comestibles que escondían burdeles clandestinos, las escaleras que daban a sótanos reformados.

Conocía esas luces. Desde las más brillantes hasta las sencillas lámparas de petróleo, en las puertas de París o en el extrarradio del norte. En mi época en la BRP, había adquirido una larga experiencia de estos lugares que siempre ofrecían, junto con música y alcohol, amor remunerado.

Empecé mi recorrido por la orilla izquierda. En Saint-Germain-des-Prés se hallaba la flor y nata de la prostitución africana. El Ruby’s, en la rue Dauphine. Mi discoteca preferida por su ambiente íntimo, su indolencia, su sorprendente emplazamiento: una puerta color rojo oscuro, estilo chino, al fondo de un patio adoquinado del siglo XVII, en pleno barrio de los escritores.

Allí volví a encontrarme con viejos conocidos: porteros, clientes habituales y otros adictos a la «barra fija». Me quedé unos minutos en el vestíbulo. El bar era el territorio de los machos negros; la pista y los sofás estaban reservados a las mujeres y a los puteros: los blancos. Abandoné esa fauna y me dirigí hacia los servicios, buscando a Cocotte.

Cocotte era una morena del Zaire que siempre había visto detrás de su mostrador. Un personaje ineludible del
África by night
.

—¡Me alegro de verte. Cerilla! ¿Cómo van tus amores?

«Cerilla» era mi apodo entre los negros.

—En punto muerto. ¿Y tu Musculitos?

—Ni me hables. ¡Esta vez se acabó! ¡lo largo! ¡A él y a su pulido nabo!

Carcajadas. Cocotte estaba loca perdida por un culturista que abusaba de los productos dopantes, de los andrógenos que destruían su espermatogénesis y lo volvían estéril. Cocotte se ponía furiosa viendo ese montón de músculos atiborrados de testosterona administrada en pequeñas dosis. Ella, que soñaba con tener críos…

—¿Qué te trae por aquí, mi amor?

—Busco a Claude.

—Aquí no lo encontrarás. Ha tenido una discusión con el dueño. Ve a Keur Samba.

Claude era uno de mis antiguos chivatos. Un marfileño que sin ser un verdadero chulo se había convertido en un consejero, en un intermediario entre las etnias, las redes, los clientes con pasta. Un hombre «indispensable» para la comunidad.

Cuatro besos y me dirigí hacia la puerta. De pronto, cambié de opinión. «Solo un vistazo», pensé. Volví sobre mis pasos y caminé hacia la sala. En la penumbra, me di de bruces con el estruendo de la música (zouk africano) y me quedé alucinado.

Ellas estaban sobre la pista, esbeltas, morenas, casi inmóviles, arqueándose siguiendo la música. Concentradas y al mismo tiempo distantes, desenvueltas. Parecían percibir lo que nadie captaba en ese momento: una fluidez, una languidez única en el ritmo. Cada una de ellas tenía una manera personal de expresarla. Círculos mágicos con las caderas, manos alzadas, como en un adiós a tierra firme, cinturas ondulantes, como si treparan a una pared invisible, cimbreando sincopadamente los riñones, todo con una discreción salvaje.

La emoción me contraía el bajo vientre. ¿Cómo había podido olvidar «ESO»? ¿Cómo, desde que estaba en la Criminal, había resistido a la tentación, había renunciado a mis aventuras? Me marché disimuladamente, sin volverme, huyendo de la sombra de mis deseos.

Cogí nuevamente el coche y aceleré por la vía paralela al Sena, negro y lento, con sus luces dislocadas por los charcos. Tenía la impresión de remontar otro cauce que solo yo conocía, a lo largo del cual se levantaban los pontones de los ríos africanos. Al llegar al Grand Palais crucé el río en dirección al Distrito 8.°.

El Keur Samba. Más elegante que el Ruby’s pero menos familiar para mí. Lo que más me gustaba era la decoración. Muros de cristal retro con luces y motivos de jungla estilizados: leones, hojas de palmera, gacelas… Una verdadera pecera en tonos coñac con cierto aire a saloncito íntimo de la Belle Époque. Pasé por el bar rozando a criaturas de seda negra, tan altas como yo; luego entré en los servicios, donde me esperaba otra conocida.

Merline estaba detrás de un pupitre cubierto de cajetillas de cigarrillos y cajas de condones. Rostro afilado, coronado por una enorme melena negra brillante, que caía en mechones sobre las sienes. En cuanto me vio, lanzó una risa de cotorra, mientras me honraba haciendo la ola en solitario.

—¡Hola, mi bello
tubab
!

—Hola, Merline.

«
Tubab
» era el término que se utilizaba en los países de África occidental para designar al hombre blanco. Cinco años atrás, había rescatado a Merline de la calle, cuando llegó de Bamako. En aquel momento, ya la hambreaban para que no vomitara durante sus primeras felaciones.

—No tengas miedo de tus viejas amigas, ven aquí.

Saludé a las mujeres que la rodeaban: cinco o seis flores de carbón lascivas, apoyadas en los muros de terciopelo violeta. Sus grandes ojos negros eran como una reminiscencia de la encantadora de serpientes del Aduanero Rousseau.

—¿Te habías cansado de mí?

—No sé cómo he podido esperar tanto tiempo.

De su garganta salió un rugido. Con cada carcajada, sus dientes parecían tomar aire. Yo observaba a las «viejas amigas». Todas vestidas con telas tornasoladas y llenas de piercings: en los labios, las fosas nasales, el ombligo. Me fijé en particular en sus pelucas: rastas, mechas rosáceas, pelo cardado años sesenta, al estilo Diana Ross…

—Olvídalas. Están por cardado de tus posibilidades.

—No he venido para eso.

—Pues deberías. Te relajaría. ¿Qué quieres?

—Claude. Tengo que verlo.

—Búscalo en el Atlantis. Ahora mismo trabaja para las Antillas.

Me despedí de Merline y de su corte. Al salir del Keur Samba me di cuenta de que no había encontrado a ninguna de las personalidades famosas de la comunidad: ni músicos, ni hijos de embajadores, ni futbolistas. ¿Por dónde andaban esa noche?

El Atlantis estaba en el interior de una nave justo al lado del almacén de moquetas Saint-Maclou, en el quai d’Austerlitz. En el inmenso portal, unas vallas de hierro delimitaban la entrada de la discoteca. Había que pasar por un arco detector de metal y luego por un cacheo.

En cuanto me vio, uno de los seguratas, un coloso congolés a quien llamaban «el osito de peluche», gritó: «¡Agua va! ¡Llega la pasma!». Gran carcajada. A modo de disculpa me estampó en la mano una marca azul, que garantizaba una bebida gratis. Le di las gracias y entré en la nave. Salía de la alta costura para entrar en los grandes almacenes.

El Atlantis, el país donde el zouk es un océano. Noté la vibración de la música. Varios miles de metros cuadrados hundidos en la oscuridad, donde se habían instalado banquetas y mesas sin orden ni concierto. Me orienté con la vista pero también con las tripas. Era como un nadador que se deja llevar por la corriente.

Pasando entre los sofás, llegué a la barra, llena de botellas. Uno de los barman había sobrevivido a mis años de ausencia.

—¿Está Claude? —grité.

—¿Quién?

—¡CLAUDE!

—Seguro que está en lo de Pat. Hay una fiesta esta noche.

Por eso no había encontrado a ningún conocido. Todo el mundo estaba allí.

—¿Pat? ¿Qué Pat?

—El tendero.

—¿El de Saint-Denis?

El hombre asintió con la cabeza y se agachó para coger un puñado de cubitos de hielo. Su movimiento me permitió ver, en el espejo que tenía delante, una silueta que no encajaba allí. Un blanco con el rostro pálido, vestido de negro. Me volví; nadie. ¿Una alucinación? Di un billete al barman y salí a todo gas, intentando vencer mi cansancio.

18

Entré en el bulevar periférico por la porte de Bercy y tomé la autopista después de la porte de La Chapelle. Había hecho un kilómetro cuando vi aparecer, más abajo, las grandes extensiones centelleantes del extrarradio.

Tres de la mañana

Sobre los cuatro carriles elevados no había ni un solo coche. Pasé la señalización SAINT-DENIS CENTRE-STADE y entré en el enlace de salida SAINT-DENIS UNIVERSITÉ-PEYREFITTE. Justo en ese momento, vi, o creí ver en el retrovisor el mismo rostro pálido que había divisado bajo las luces del Atlantis. Di un volantazo y luego volví a controlar el coche. Disminuí la velocidad y miré por el retrovisor: nadie. Ningún coche en mi camino.

Me metí bajo el puente de la autopista y tomé a la izquierda, siguiendo el eje de asfalto que corría por encima de mí. Muy rápido, los chalets y las urbanizaciones darían paso a los grandes muros de fábricas y almacenes desiertos. Leroy-Merlin, Gaz de France…

Giré a la derecha; luego otra vez a la derecha. Una callejuela con las luces opacas aterciopeladas, gente reunida delante de los portales. Apagué los faros y avancé, bamboleándome sobre la calzada llena de baches. Muros leprosos, vanos tapados con tablones, coches abandonados, sin ruedas y ni un solo parquímetro; los bajos fondos, los verdaderos.

Dejé atrás los primeros grupos de hombres; todos ellos negros. En la parte superior de los edificios la sombra de la autopista se dibujaba como un brazo amenazador. Amenazaba lluvia. Aparqué discretamente y caminé, más discretamente aún, sintiendo que de ahí en adelante entraba en el corazón del país negro; cien por cien africano, cien por cien inmunizado contra las leyes francesas.

Me colé entre los noctámbulos, dejé atrás la cortina metálica de la tienda de Pat y luego penetré en el edificio siguiente. Conocía el lugar; caminaba con seguridad. Llegué a un patio donde resonaban los murmullos y las carcajadas. En la escalera de entrada de la derecha, el portero me reconoció y me dejó pasar. Le di veinte euros por haberme ahorrado tiempo y saliva.

Tomé el pasillo y llegué a la trastienda, cerrada con una cortina de pequeñas conchas. El tenderete africano mejor provisto de París: mandioca, sorgo, mono, antílope… Hasta vendían plantas mágicas de las que se garantizaba su eficacia. En una sala aneja, Pat había abierto un chiringuito: un restaurante clandestino, donde tenías que lavarte las manos con detergente y cuyo sistema de ventilación dejaba mucho que desear.

Atravesé la trastienda. Los negros confabulaban sentados sobre racimos de plátanos macho y cajas de Flag, la cerveza africana. Por las miradas que me lanzaban comprendí que no era bienvenido. Hacía rato que había dejado atrás la zona turística.

Llegué a una escalera. El ritmo, que provenía del sótano, hacía temblar el suelo. Empecé a bajar sintiendo cómo subían el calor y la música en una bocanada aturdidora. Unas lámparas enrejadas iluminaban los peldaños. Abajo, un cerbero en chándal me cerró el paso, delante de una puerta de hierro montada sobre correderas. Le mostré mi placa. El hombre hizo deslizar el panel a regañadientes y me encontré ante un espectáculo alucinante. Una discoteca de reducidas dimensiones, oscura, vibrante, como moteada de luz —carne de gallina fosforescente sobre una piel negra.

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