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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (17 page)

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—Soy Durey.

—¿Qué tal?

—Me han birlado el móvil.

—¡Menudo policía estás hecho!

—¿Podrás localizarlo?

—Si el tío está usándolo, no hay problema.

Desde hacía poco tiempo era posible rastrear un móvil siempre y cuando estuviera comunicándose. El principio era sencillo: se identificaba la celda del satélite solicitada por el teléfono. En las ciudades, esas celdas eran cada vez más numerosas y su radio de acción se limitaba a doscientos o trescientos metros.

Esa técnica la habían iniciado empresas privadas especializadas en fletes y en transportes por carretera, que la utilizaban para localizar sus vehículos. La policía francesa no poseía un sistema propio y recurría a esas compañías, las cuales, mediando una fianza, daban acceso a su servidor.

—Estás de suerte —dijo Estreda—. El tío comunica.

Me coloqué el móvil bajo el mentón y puse primera.

—Dime.

—¿Tienes un ordenador?

—No, estoy en el coche. Tendrás que guiarme.

—Tu historia me huele a trapisonda.

—Empieza. Estoy conduciendo.

—No me estarás metiendo en una operación de seguimiento sin una orden, ¿verdad?

—¿Confías en mí o no?

—No. Pero el tío acaba de entrar en el periférico. Porte-de-Vincennes.

Arranqué a toda pastilla.

—¿Qué dirección?

—Periférico sur.

Atravesé la explanada a toda velocidad, obligando a los demás coches a frenar en seco. Los conductores se quejaron a gritos, pero ni hablar de utilizar la sirena. Entré en la rampa de acceso a más de ochenta kilómetros por hora.

—Va a toda mecha. ¿Está huyendo o qué?

No contesté, aunque acababa de descubrir una innovación: un nuevo programa permitía calcular, en tiempo real, la velocidad de kilómetro en kilómetro. Un auténtico videojuego.

—Ya ha pasado por la porte de Charenton.

Superé los cien kilómetros por hora y me cambié al carril rápido. La circulación era fluida. Estaba seguro de que Doudou no regresaba al 36. Estreda me confirmó que el motociclista había dejado atrás la porte de Bercy.

Porte de Bercy. Quai d’Ivry. Porte d’ltalie…

—Parece que disminuye de velocidad…

Hice un giro en diagonal para colocarme en el carril derecho.

—¿Sale? ¿Dónde está?

—Espera, espera…

Estreda entraba en el juego. Suponía que le seguía los pasos al «ladrón» de mi móvil. Me lo imaginaba encorvado sobre la pantalla donde parpadeaba la señal correspondiente a mi teléfono.

—Ha cogido la A6. Dirección Orly.

¿El aeropuerto? ¿Doudou iba a tomar un avión arriesgando el todo por el todo? Esa dirección era también la del mercado de Rungis. Inmediatamente lo relacioné con el mundo de los cerveceros.

—¿Dónde está?

Estreda no respondió; seguramente la señal aún no había cambiado de zona.

—¡Joder! ¿Dónde está? ¿Ha salido en Orly o qué?

Delante de mí veía cómo se acercaba la bifurcación: a la izquierda, Orly; a la derecha, Rungis. Ya estaba a tan solo doscientos metros. A mi pesar, levanté el pie del acelerador tratando de retener los segundos. De pronto, el portugués gritó:

—¡Acelera! Dirección Rungis.

Había acertado. Los almacenes de bebidas. Aceleré a fondo. La fluidez de la circulación parecía un milagro, teniendo en cuenta que en los carriles en sentido contrario estaban atascados.

—Va más despacio… —susurró Estreda—. Sale. ZA Delta. Hacia el mercado.

Conocía el camino; ya había estado en ese «mercado de interés nacional». Pasé el peaje y me encontré frente a una batería de paneles: HORTICULTURA, PESCADOS, FRUTAS Y VERDURAS… Frené en seco y cogí el móvil.

—¿Dónde está? ¡Al menos dame la orientación!

—Estamos jodidos. Mi señal ya no se mueve.

—¿Se ha parado?

—No. Pero hay varias señales de satélite en Rungis. Suelen saturarse.

—¿Entonces?

—Entonces puede que el tío se mueva pero que su señal siga en el mismo sitio, porque las otras no pueden pillarla. Hay un sistema que envía las llamadas en caso de…

—¡Mierda!

Golpeé el volante. Ya me veía recorriendo la inmensa zona comercial y sus pasajes, buscando la moto de Doudou.

—Está bien —susurré—. Ya me apañaré.

—¿Estás seguro de…?

—Llámame si la señal se mueve.

—¿Llamarte? Pero si es tu móvil el que…

—Me han prestado uno. El número debe de estar en tu pantalla.

—De acuerdo… Espera, ¡buenas noticias!

—Dime.

—La de la rotonda de los mercados, cerca de la porte de Thiais.

Estaba claro que Estreda conocía el lugar.

—Rungis es como nuestra casa, colega —me confirmó—. Nuestros camiones van allí todos los días.

—¿Conoces un sector especializado en bebidas por aquí?

—Un sector no, pero ahí está la Compañía de la Cerveza. Un almacén de cerveceros, rue de la Tour.

Puse la primera y aceleré quemando los neumáticos, que rechinaron con estridencia.

22

La moto de Doudou estaba aparcada delante del almacén.

Paré a cincuenta metros, apagué el motor, esperé. A esa hora, las calles estaban desiertas. Cinco minutos más tarde, el madero apareció en el umbral, acompañado por un fulano gordo, vestido con un chándal Adidas. Reconocí al tipo: un cervecero cuyo nombre no recordaba, que distribuía importantes pedidos de cerveza en varios distritos de París.

Echó un vistazo a su alrededor con la frente fruncida; parecía tener prisa por deshacerse de su visitante. Doudou daba la impresión de estar alterado, a punto de explotar. El cervecero metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre abultado. Doudou lo guardó en su cazadora, echando una mirada a su alrededor.

Me hundí en el asiento esperando que terminaran con su trapicheo. Desenfundé, cargué el arma y luego cogí un par de esposas de la guantera. El gordo desapareció en el interior de la nave mientras que Doudou caminaba hacia su moto. Antes de que me diera la espalda para ponerse el casco, salté y corrí hacia él, con la pipa en la mano. Cuando levantó los brazos sosteniendo el casco en el aire, sobre su cabeza, le hundí el cañón de mi HK en la nuca.

—No te muevas, cabrón —murmuré—. Así es como me gustas.

Al reconocer mi voz, Doudou se rió, socarrón.

—No te atreverás.

De una patada le doblé las piernas. Doudou se estrelló en el suelo y su casco fue a parar al asfalto. Se volvió gritando. Le planté la automática en la garganta.

—¿Qué te apuestas?

Le di un culatazo en la carótida. Dio un respingo y vomitó. Lo agarré por el cuello, sintiendo que su bilis me quemaba la mano y le estrellé la cara contra la acera. Su nariz se partió limpiamente. Una vez más, me metía en el papel que más odiaba: el del madero violento.

Registré la cazadora y encontré el sobre, empapado de vómito. Diez mil euros por lo bajo. Guardé la pasta en mi bolsillo y con un golpe de talón en los riñones puse al madero boca abajo. Ya tenía las esposas en la mano. Las cerré en su espalda. Masculló: «¡Maricón…!». Cogí su automática, la metí en mi cinturón y luego palpé las perneras de sus vaqueros. En el tobillo derecho, otra pistola. Una Glock 17, la más sencilla de la serie. Me la metí en el bolsillo.

—Es hora de ir al confesionario, amigo.

—¡Que te follen!

Lo agarré por los pelos y lo puse de pie. De una patada en el culo lo empujé al interior del edificio. Una nave enorme, llena de canastos de plástico y toneles de acero. Los hombres que pilotaban las carretillas elevadoras se quedaron petrificados. Busqué nerviosamente mi identificación en el bolsillo.

—¡Policía! Hora de descanso. ¡Largo de aquí! ¡Todos!

Los trabajadores no se hicieron de rogar. Todavía resonaban los últimos pasos en el umbral cuando murmuré a Doudou:

—Conoces las normas. O hablas y todo se acaba en dos minutos o haces el capullo y jugamos fuerte. Con lo que tengo en el bolsillo, no corro el riesgo de que vayas a llorar a los de la IGS.

Doudou me dijo en tono burlón, con el rostro ensangrentado:

—¡Joder! ¿Sigues ahí? ¿No te había mandado a que te follaran?

Fui a cerrar la gran puerta.

—¿Qué coño haces? —gimió Doudou.

Sin responder, bloqueé el panel y volví a su lado. Lo agarré por el cogote y le metí la cara entre dos toneles de acero. Di la vuelta a los toneles y me planté delante de él, al otro lado. Grité como si estuviera hablando con un sordo:

—¿Qué tal? ¿Me oyes?

Doudou escupió sangre y eructó algunas palabras ininteligibles. Disparé una bala a quemarropa en el tonel de la derecha. La cerveza empezó a derramarse a mis pies mientras el tonel reverberaba.

—¿Me oyes o no?

La cara del madero estaba deformada por el dolor. Apunté al barril de la izquierda y volví a disparar. Chorro dorado. Vibración superaguda. Los tímpanos de Doudou tal vez ya habían estallado. Me planté a unos centímetros de él.

—¿Sigues sin oírme?

El madero no podía ni siquiera gritar. Su cara era un rictus de terror. Cogí su pelambrera y le levanté el rostro.

—¡Vas a contestar a mis preguntas, de lo contrario, vaciaré el cargador en estos jodidos barriles!

Doudou sacudió la cabeza. Era imposible saber si se rendía o si seguía provocándome. Volví a la carga y saqué el sobre de mi bolsillo.

—¿Esto qué es?

El madero abrió la boca. La sangre cayó en el charco espumoso. Tartamudeó:

—Tío, eso… —tartamudeó—, eso me acojona… tengo que… tengo que largarme.

—¿Por qué?

Las lágrimas caían por sus mejillas. Me entraban ganas de vomitar pero los vapores de cerveza anestesiaban el asco.

—¿Qué te acojona?

—Los Bueyes… Investigarán sobre Larfaoui… Descubrirán nuestros trapicheos…

—¿Estás implicado en su muerte?

—¡No! Joder… sácame la cabeza de aquí…

Aparté los barriles. Su cabeza hizo
¡splash!
en el charco. Lo cogí por las esposas y tiré violentamente de él hacia atrás para sentarlo.

—Quiero toda la historia. Larfaoui. Su asesinato. El papel de Luc y el tuyo en este follón.

—Llegamos a un arreglo con Larfaoui…

—¿Cómo que «llegamos»? ¿Quiénes?

—Yo, Jonca, Chevillat. Conseguíamos permisos para el moro. Pasábamos por las cafeterías, nos hacíamos los duros para hacerles ver que Larfaoui tenía a la pasma de su lado. Cerrábamos los ojos con los clandestinos…

—¿Estáis implicados en el asesinato de Larfaoui?

—¡Te digo que no! ¡No tenemos nada que ver con eso!

—Entonces, ¿se puede saber por qué tanto miedo?

—Los Bueyes mirarán con lupa las últimas acciones de Luc. ¡Estudiarán el expediente de Larfaoui! Y verán que algo huele mal…

—¿Luc estaba al corriente de vuestros chanchullos?

—¿Y tú qué crees, listillo?

—Mientes. Él nunca habría aceptado que…

—¡Luc siempre ha cerrado los ojos!

Doudou se reía con socarronería a pesar de su sufrimiento. Lo empujé con todas mis fuerzas contra los barriles. Los efluvios de la cerveza empezaban a embriagarme.

—¿Estás diciendo que Luc estaba pringado?

—Tu colega era todavía más vicioso. La pasta le traía sin cuidado. Nos dejaba hacer los chanchullos y luego los usaba contra nosotros, ¿te enteras?

—No.

—Nos tenía cogidos por los huevos, joder. Decía que le importaban una mierda nuestros chanchullos siempre y cuando nos comiéramos todos los marrones que él quisiera.

—¿Qué marrones?

—Jornadas de veinticuatro horas. Registros sin orden judicial. Pruebas amañadas. Los métodos de Luc para poner a los sospechosos contra las cuerdas.

El deseo de condenar, más que nunca. Reconocía a Luc y su lógica retorcida. Encubrir un delito a condición de conseguir más fuerza para luchar contra otro. Hacer cantar a sus propios hombres para que se convirtieran en esclavos de su cruzada contra Satán.

—Háblame de la investigación sobre Larfaoui. ¿Cómo conseguisteis un caso que debía asignarse a la Criminal?

—Luc conocía al juez. Y también tenía un expediente sobre los tíos de la DPJ. Decía que era la única manera de tapar nuestros embrollos.

—¿Y qué descubrió sobre el asesinato?

—Nada. Un misterio. Trabajo fino, de profesional. Y ni rastro de un móvil.

Intuía que Doudou era sincero. No obstante, insistí:

—¿Por qué Luc estaba tan obsesionado con ese caso?

—No estaba obsesionado.

—¿No era el caso lo que le volvía loco?

—No.

Mi vista se nublaba a través de la bruma del alcohol.

—¿Luc trabajaba en otra cosa?

Doudou no contestó. Jadeaba con la cabeza colgando sobre el torso. Le levanté la cara con el cañón.

—¡Habla, jodido inútil!

—Estás meando fuera del tiesto, tío.

—¿Por qué?

—Besançon… —Doudou arrastraba las palabras como un borracho—.Trabajaba sobre un caso en Besançon…

Por fin un dato que tenía relación con otro. Los viajes de Luc. El billete de tren descubierto por Laure. Puse una rodilla en el suelo.

—¿Qué sabes de eso?

—Quítame las esposas.

Tuve ganas de vaciar mi cargador en los cilindros de acero pero lo cogí por los hombros y le di la vuelta. Era hora de tirar lastre. Mi voluntad se estaba debilitando; los vapores de la cerveza… Le quité las esposas. Doudou se masajeó las muñecas; luego se palpó los tímpanos, alelado.

—¿Y bien? ¿Esa investigación?

—Un asesinato en el Jura. El cuerpo de una mujer, en la frontera suiza.

—¿Dónde, exactamente?

—No lo sé. El nombre del pueblucho es Sarty o Sartoux. Luc me habló de él una vez.

—¿Cuándo ocurrió?

—El verano pasado. En junio, creo.

—¿Qué sabes sobre ese asesinato?

—Un asunto horrible, según parece. Un crimen satánico. A Luc se le iba la olla con eso…

Un crimen satánico. Segunda revelación. Los elementos empezaban a ponerse en su sitio.

—¿Qué más sabes?

—Nada, te lo juro. Luc trabajaba solo en ese asunto. Viajó allí en diversas ocasiones. A veces, ida y vuelta el mismo día. Pasaba horas estudiando sus notas y las fotos de la escena del crimen.

—¿Dónde está ese expediente?

—Luc lo tenía en un archivo informático.

—¿Tienes el documento?

—Si había algún problema tenía que entregárselo a un pavo.

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