Solo un sábado como cualquier otro.
Tiritando, recorrí la nave principal. En el ala derecha, un joven bombero con el pelo cortado a cepillo tiraba un chorro de agua sobre el suelo de cemento. Lo llamé. Paró la Kärcher, aunque tuvo que intentarlo varias veces antes de detener el diluvio; luego preguntó con una voz de falsete y los ojos clavados en mi identificación de madero:
—¿Qué busca?
—Una vieja historia. Manon Simonis. Una pequeña que se ahogó en noviembre de 1988. Busco al equipo que rescató el cuerpo.
—Para eso tendría que hablar con el jefe, él…
—¿Qué pasa aquí?
Un hombre corpulento apareció detrás del bombero. Cincuenta años, visibles en su rostro, cabellos peinados con rastrillo y una nariz de patata. Los galones plateados brillaban sobre las hombreras de su jersey.
—Inspector jefe Mathieu Durey —dije yo con voz marcial—. Investigo el asesinato de Manon Simonis.
—¿A santo de qué? El delito prescribió hace mucho tiempo.
—Hay nuevos hechos.
—Fascinante. ¿Cuáles?
—No puedo proporcionarle datos.
Estaba a punto de quemarme, pero necesitaba la información a cualquier precio. El resto era accesorio. El oficial frunció las cejas a la luz de la claridad matinal. Mil arrugas convergieron alrededor de sus ojos. En un tono intrigado, preguntó:
—¿Y para qué viene a vernos?
—Quería interrogar a los bomberos que sacaron del agua a la niña.
—Yo era del equipo. ¿Qué quiere saber?
—¿Recuerda en qué estado se encontraba el cuerpo?
—No soy médico.
—¿La pequeña estaba completamente muerta?
Sorprendido, el jefe miró de reojo al joven bombero.
—¿Hay alguna posibilidad de que reanimaran a Manon? —insistí.
Parecía completamente decepcionado; estaba prestando su atención a un demente.
—La niña había pasado por lo menos una hora en el agua —respondió—. La temperatura corporal había descendido a menos de veinte grados.
—¿El corazón ya no latía?
—Cuando la rescatamos, no presentaba el menor signo de actividad fisiológica. Cianosis de la piel, pupilas dilatadas. ¿Algo más?
No paraba de tiritar dentro de mi trenca. Hice otra pregunta:
—¿Adónde fue trasladado el cuerpo?
—No lo sé.
—¿No habló con el personal del servicio de urgencias?
Su mirada fue alternativamente de su acólito a mí. Luego admitió:
—Todo ocurrió muy rápidamente. El servicio de urgencias tenía un helicóptero.
Mentalmente, recordé la historia. Las imágenes y los hilos conductores desfilaron con extrema rapidez. 12 de noviembre de 1988. Siete de la tarde. Aguacero. Los gendarmes descubren el cuerpo en la planta de depuración. Los bomberos se sumergen de inmediato en el pozo. La camilla remonta bajo la luz de los proyectores y los faros giratorios. Entonces, el personal de urgencias decide utilizar un helicóptero. ¿Por qué? ¿Adónde llevaron a Manon?
—Tal vez la transportaron a Besançon. Para la autopsia —aventuró el bombero.
—El helicóptero de urgencias —pregunté—, ¿dónde tiene su base? ¿En Besançon?
El hombre me miró con insistencia, como si intentara develar el sentido oculto de mis preguntas. Sacudiendo la cabeza, declaró:
—Para este tipo de transporte solemos llamar a una empresa privada de Morteau.
—¿El nombre?
—Codelia. Pero no estoy seguro de que fueran ellos los que…
Di las gracias a los bomberos con un gesto de la cabeza y corrí hacia el coche.
Un cuarto de hora más tarde, encontraba la capital de la salchicha, apretujada en el fondo de su pequeño valle. El helipuerto estaba situado a la salida de la ciudad, sobre la carretera de Pontarlier. Un almacén de chapa ondulada, que daba a una pista de aterrizaje con forma circular. Un solo helicóptero esperaba sobre la zona de estacionamiento.
Me paré cien metros antes de llegar y pensé. Era todo o nada. O bien los hombres de guardia eran de buena pasta y me permitían acceder a sus archivos o bien mi placa de madero no bastaba y mi pista se cerraba sobre sí misma: no podía correr ese riesgo.
Volví a arrancar, dejé atrás el helipuerto y aparqué bajo los árboles, pasada la primera curva. Regresé a pie y entré en el hangar por la parte trasera. Eché un vistazo. Tres hombres charlaban en la pista, cerca del helicóptero. Con un poco de suerte no habría nadie en las oficinas.
Caminé pegado al muro y penetré en el almacén. Un espacio diáfano de mil metros cuadrados. Dos helicópteros a medio desmontar, que parecían insectos con las alas cortadas. Nadie. Dominando la nave, a la izquierda, había un altillo con una sala acristalada. Tampoco allí se veía movimiento alguno.
Subí los peldaños y empujé la puerta de cristal. Un ordenador estaba encendido en el despacho principal. Pulsé la barra espaciadora. La pantalla se iluminó y mostró una serie de iconos. Estaba de suerte. Todo estaba allí, cuidadosamente ordenado: los desplazamientos, los clientes, los promedios de consumo de queroseno, los libros de mantenimiento, las facturas.
Ni contraseña, ni listados laberínticos, ni programas desconocidos. Menuda suerte. Hice clic sobre el archivo «Urgencias» y encontré los expedientes año por año.
Breve mirada por el ventanal; todo seguía igual, nadie a la vista. Abrí «1988» y avancé la lista hasta noviembre. Las misiones en la región no eran numerosas. Localicé la hoja de ruta que me interesaba:
F-BNFP
Jet-Ranger 04
18 de noviembre de 1988. 19.22 h. llamada XM 2454:SAMU/Hospital de Sartuis.
DESTINO: Planta de depuración. Sartuis.
COMBUSTIBLE: 70 %.
18 de noviembre de 1988. 19.44 h. traslado XM 2454:SAMU/Hospital Sartuis.
DESTINO: CHAMPS-PIERRES, ANEJO DEI. CHU VAUDAOIS (CHUV), LAUSANA, Servicio de Cirugía Cardiovascular.
CONTACTO: Moritz Beltreïn, jefe de servicio.
COMBUSTIBLE: 40 %.
Acusé el golpe. Manon no había sido trasladada a un hospital de Besançon. El helicóptero había cruzado la frontera suiza y se había dirigido directamente a Lausana. ¿Por qué allí? ¿Por qué un servicio de cirugía cardiovascular para acoger a una niña ahogada?
Las conexiones de mi cerebro funcionaban a la velocidad del sonido. Tenía que encontrar a la persona que había realizado el traslado de Manon Simonis. Solo de ella podía provenir la idea de llevarla a ese sitio.
—¿Qué coño hace aquí?
Una sombra entró en mi campo de visión, por la izquierda.
—Permítame que se lo explique —dije, con una amplia sonrisa.
—Será difícil.
El hombre apretó los puños. Un metro noventa; al menos cien kilos. Piloto o técnico. Un coloso capaz de mover un helicóptero solo con las manos.
—Soy policía.
—Más vale que te inventes algo mejor, tío.
—Permítame que le enseñe mi identificación.
—Un movimiento y te destrozo. ¿Qué coño haces en nuestro despacho?
A pesar de la tensión solo pensaba en mi hallazgo. El CHUV de Lausana, cirugía cardiovascular. ¿Por qué ese destino? ¿Había en ese servicio un mago que pudiera reanimar a Manon?
El tipo se acercó al escritorio y cogió el teléfono.
—Si es cierto que eres madero, llamaremos a tus colegas de la gendarmería.
—No tengo inconveniente.
Pensé en la pérdida de tiempo: las explicaciones al cuartel general de Morteau, las llamadas a París, la noticia de la muerte de Sarrazin, que contribuiría aún más a la confusión. Por lo menos tres horas perdidas. Me tragué la rabia y sonreí.
Antes de que el tipo lo descolgara, sonó el teléfono. Se puso el auricular en la oreja. Su expresión cambió. Cogió un bloc, apuntó unas señas y luego masculló:
—Ahora vamos.
Colgó y posó sus ojos en mí.
—Me parece que tienes mucha potra. —Me señaló la puerta—. Piérdete.
Salvado por la campana. Una emergencia que me venía como anillo al dedo. Salí retrocediendo hacia el umbral y me metí en la escalera. A mitad de camino, el tipo se me adelantó. Dio un salto, luego se abalanzó hacia la pista con una hoja en la mano y moviendo el otro brazo sobre la cabeza. Inmediatamente, los otros tipos salieron corriendo hacia el helicóptero. Cuando las aspas empezaron a girar, yo ya estaba fuera del helipuerto.
El armatoste despegó mientras yo seguía caminando. Rozó las copas de los árboles, arrancándoles las últimas hojas coloradas. Alcé la vista; me pareció que el piloto, el coloso del despacho, me observaba a través del cristal de la cabina.
Arranqué, a mi vez, en medio del torbellino de hojas y pequeñas ramas propulsadas al aire.
Lausana.
Allí estaba la clave del caso.
El anejo de Champs-Pierres, una dependencia del Centro Hospitalario Universitario Vaudois, se situaba en los altos de Lausana, cerca de la rue Bugnon, no lejos del mismo CHUV. Era un pequeño inmueble de tres plantas, que se alzaba en medio de jardines japoneses. Piedras grises e hilera tupida de pinos.
Subí a pie la calle principal. Las coníferas estaban podadas como formando un seto y los globos de luz parecían suspendidos a ras de la grava. El conjunto era a la vez sereno, como un verdadero jardín zen, e inquietante, como el laberinto de
El resplandor
. El cielo estaba cubierto. La bruma que flotaba evocaba el polen de las flores de cerezo.
El servicio de cirugía cardiovascular se encontraba en el segundo piso. El nombre del médico que había recibido el cuerpo de Manon estaba grabado en mi memoria: Moritz Beltreïn. ¿Operaba todavía allí, catorce años más tarde? En la entrada del departamento encontré una minúscula zona de recepción. Detrás del mostrador, una joven, sin bata ni teléfono, se destacaba sobre el fondo de un póster de los valles suizos.
En tono amable, pedí ver al médico.
Me sonrió. Era bonita y su belleza hizo mella en mí, a pesar de todo. Ella me observaba bajo sus cabellos negros recogidos en una trenza, mientras mordisqueaba un Tic-Tac. Insistí:
—¿Ya no trabaja aquí?
—Es el gran jefe —dijo, por fin—. Todavía no ha llegado pero pasará por aquí. Viene cada día, fines de semana incluidos. Durante el día.
—¿Puedo esperarlo?
—Sólo si me da conversación.
Fingí seguirle el juego y adopté una expresión divertida. No sabía qué cara debía de poner, pero mis esfuerzos la hicieron estallar en carcajadas.
—Me llamo Julie. —Me dio un fuerte apretón de manos—. Julie Deleuze. Estoy aquí solo los fines de semana. Un trabajo de estudiante. En cuanto a la conversación, no está obligado…
Me senté y sonreí abiertamente. Le hice algunas preguntas personales: estudios, vida cotidiana, diversiones en Lausana. Tenía puesto el piloto automático. Cada pregunta me exigía tanto esfuerzo que no escuchaba las respuestas.
Un teléfono invisible sonó. Julie metió la mano bajo el mostrador y respondió. Me guiñó el ojo mientras cogía otro Tic-Tac. Llevaba su tez mate muy maquillada, como los pieles rojas de los
westerns
alemanes de los años sesenta.
—Era él —anunció al colgar—. Está en su despacho. Ya puede pasar.
—¿No le ha dicho que estoy aquí?
—No merece la pena. Llame a la puerta. Entre. Es muy simpático. Buena suerte.
Retrocedí.
—¿Volverá? —me preguntó.
Sus ojos se entrecerraron bajo las mechas sedosas y negras. Eran verdes, de un verde anisado y suave.
—Lo dudo mucho —dije—. Pero llevaré conmigo su sonrisa.
Era la única respuesta correcta. Lúcida y optimista. Ella rió, y luego precisó:
—Detrás de usted. El pasillo. La puerta del fondo.
Di media vuelta. Después de dar unos pasos ya había olvidado a la muchacha, sus ojos, todo. No era más que un puente hacia una nueva etapa.
Llamé a la puerta y enseguida obtuve respuesta. Al girar el pomo, recé una breve oración por Manon.
Una Manon viva.
El hombre estaba de pie en la habitación blanca, clasificando los expedientes de un armario metálico. Fornido, medía apenas un metro sesenta y cinco. Gafas gruesas, flequillo largo. El parecido con Elton John era impresionante, salvo que sus cabellos eran grises. Debía de tener unos cincuenta años, pero por su vestimenta —vaqueros desteñidos y jersey de lana— recordaba más bien a un estudiante de Berkeley. Calzaba unas Adidas Stan Smith.
—¿Es usted Moritz Beltreïn? —pregunté.
Asintió y luego me indicó un asiento delante de su escritorio.
—Siéntese —ordenó sin dejar de mirar el expediente que tenía en la mano.
No me moví. Pasaron unos segundos. Seguí observándolo. Su silueta daba la sensación de una masa de una pesadez poco habitual. Como si su estructura ósea fuera particularmente densa, compacta. Por fin alzó la vista.
—¿En qué puedo ayudarlo?
Me presenté. Nombre. Origen. Actividad. La expresión del cirujano, partida por la mitad por el flequillo y las gafas, era indescifrable.
—Le repito mi pregunta. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Quiero información sobre Manon Simonis.
Apareció una sonrisa. Sus anchos pómulos tocaron la enorme montura. Sus gafas brillaban pero los cristales eran opacos.
—¿He dicho algo gracioso?
—Hace catorce años que espero a alguien como usted.
—¿Como yo?
—Alguien ajeno al caso, que por fin hubiera comprendido la verdad. No sé qué camino ha tomado, pero ha llegado a su destino.
—Está viva, ¿verdad?
Hubo un silencio. Fue como un cambio de rumbo cósmico. Un eje sobre el que, lo presentía, iba a orientarse toda mi vida a partir de entonces. Según la respuesta que obtuviera, mi existencia y en cierto modo todo el universo tomarían una dirección decisiva.
—Está viva, ¿sí o no?
—Cuando conocí a Manon, estaba muerta. Pero no tanto como para que yo no pudiera reanimarla.
Me desplomé en el asiento. Conseguí decir:
—Cuénteme toda la historia. Es muy importante.
Mi tono suplicante me había traicionado. Preguntó, intrigado:
—¿Para su investigación o personalmente?
—¿Cuál es la diferencia?
—¿Por dónde anda con su investigación?
—Se lo diré cuando me haya informado. Lo que me diga, determinará todo el resto.
Meneó suavemente la cabeza. Había tomado nota. Guardó la carpeta que tenía aún en la mano y luego lanzó un profundo suspiro, como si debiera cumplir un deber, escrito sobre las tablas de la ley. Se sentó frente a mí.