Lamenté no haber conocido a Sylvie Simonis. Podríamos haber hablado de muchas cosas. Ese perfil de cristiana apasionada podía constituir un móvil: el asesino, apóstol de Satán, había escogido a una católica estricta.
—¿Qué piensa de su muerte?
—Muchacho, no me llevará a ese terreno. No quiero recordar esa tragedia.
—¿Tuvo un entierro religioso?
—Evidentemente.
—¿Le dio su bendición?
—¿Y por qué no?
—Se habló de suicidio…
Lanzó una risa forzada.
—No sé nada sobre esa catástrofe, pero hay una cosa de la que estoy seguro y es que no se trató de un suicidio. —Bebió otro vaso con el codo levantado—. ¡Eso, no!
Como quien no quiere la cosa, cambié de conversación.
—¿Ya estaba aquí cuando la pequeña Manon fue asesinada?
Sus ojos se abrieron, se dilataron, luego sus cejas se fruncieron: todos esos movimientos anticipaban una reacción colérica.
—Oiga, muchacho, le ofrezco mi hospitalidad. Estoy compartiendo mi mesa con usted. ¡No intente tirarme de la lengua!
—Discúlpeme. Tengo intención de realizar un reportaje importante sobre Sartuis y este doble suceso. No puedo evitar hacer preguntas. —Cogí la bandeja de las frutas, que estaba cerca de mí—. ¿Postre?
Cogió una clementina. Tras un breve silencio, refunfuñó:
—No podrá averiguar nada sobre el asesinato de Manon. Es un completo misterio.
—¿Qué opina acerca de la hipótesis de infanticidio?
—Una tontería entre tantas otras. Quizá la más grotesca.
—¿Recuerda la reacción de Sylvie? ¿Usted le dio apoyo? ¿La sostuvo?
—Prefirió retirarse a un monasterio.
—¿Qué monasterio?
—Notre-Dame-de-Bienfaisance.
Debí suponerlo. La fundación ofrecía refugio espiritual para las personas en duelo. Marilyne me había tomado el pelo completamente. En realidad, conocía muy bien a Sylvie, pues en 1988 había pasado una temporada en Bienfaisance.
Dos puntos se relacionaban. Para su sacrificio satánico, el asesino había escogido a Sylvie Simonis porque era una cristiana ferviente. Había colocado su cuerpo cerca de Notre-Dame-de-Bienfaisance, un lugar cristiano. El móvil podía ser una forma de profanación. Pero ¿qué vínculo existía con el asesinato de la niña? ¿Era el asesino de la madre también el de la hija?
—Sylvie Simonis —proseguí—, ¿está enterrada en Sartuis?
—Sí.
—¿Y Manon?
—No. En aquella época, la madre quiso evitar el escándalo, los medios de comunicación y todo eso.
—¿Dónde está la tumba?
—Al otro lado de la frontera, en Locle. ¿Quiere comer algo más?
—No, gracias —contesté—. Me retiraré. Estoy agotado.
Mariotte cortó la fruta, separando los gajos con sus gruesos dedos rojos.
—Ya conoce el camino.
—¿Estás bien instalado?
Foucault no ocultaba su hilaridad. Miré mis pies que sobresalían de la cama, las cortinas enfrente formando compartimientos, las fotos de alpinistas pegadas en las paredes.
—Confortable —respondí—. ¿Qué ha pasado hoy?
—Hemos atrapado al cíngaro. El caso de Perreux. La joyera asesinada.
—¿Ha confesado?
—Casi nos ha agradecido que lo enchironáramos. El tío estaba aterrorizado con el fantasma de la víctima.
—¿Y Larfaoui?
—Nada. Estamos en pleno territorio de los estupas y…
—Olvídalo. Tengo otras cosas para ti.
Le hice un resumen de la situación. La investigación de Luc en el Jura, el asesinato de Sylvie Simonis, la sospecha de satanismo que rondaba la historia.
—¿Qué quieres que haga?
—Busca si ha habido asesinatos del mismo tipo en la región del Jura pero también en toda Francia.
Precisé las características principales del ritual y agregué:
—He podido recuperar el informe de la autopsia. Se lo mandaré a Svendsen mañana por la mañana. Podrás echarle una ojeada. Tu cultura criminal se enriquecerá.
—¿Meto esos datos en el SALVAC?
El Sistema de Análisis de Links de la Violencia Asociados con los Crímenes era un nuevo programa informático que censaba los asesinatos cometidos en suelo francés. Una imitación del famoso VICAP estadounidense. Pero todavía estaba en una etapa embrionaria.
—Sí —dije—. Pero, sobre todo, envía una nota interna a todos los servicios de policía y de gendarmería de Francia, excepto a las comisarías de Franche-Comté. Para esa región, llama al SRPJ (Servicio Regional de la Policía Judicial) de Besançon. No quiero que los gendarmes se enteren de que estamos metidos en el baile.
—De acuerdo. ¿Eso es todo?
—No. Infórmate también sobre los criaderos de insectos de la zona.
—¿Qué zona?
Estirado en mi cama de adolescente, cogí mi guía.
—Toda Franche-Comté: Haute-Saône, Jura, Doubs, Territorio de Belfort. Ya que estás, llama también a los suizos. Buscamos a un entomólogo. Quizá especializado en África. Amplía tu investigación a los aficionados iluminados, a los maníacos de domingo…
Silencio. Foucault tomaba notas.
—¿Y luego?
—Haz la lista de los laboratorios de química de la región. Trata de encontrar también a los botánicos. Especialistas en setas, musgos, líquenes. Los profesionales y los aficionados, una vez más.
Buscaba un sospechoso que fuera todo eso a la vez. Tenía la esperanza de que esas características se agruparan bajo un único nombre.
—Infórmate también acerca de un monasterio convertido actualmente en una fundación —continué.
Deletreé el nombre de Notre-Dame-de-Bienfaisance y le di la dirección exacta.
—Sobre el asesinato en sí —prosiguió Foucault—, ¿no hay nada más preciso? ¿Actas de los interrogatorios? ¿Declaraciones del vecindario?
—Los gendarmes lo tienen todo pero me temo que no soy bien recibido.
—¿Estás seguro de que Luc se interesaba en esta historia?
Ni una sola persona había reconocido su fotografía. En ningún momento había encontrado algún rastro suyo. No obstante, contesté:
—Completamente. Empléate a fondo. Y ni una palabra de esto en el despacho. Nos llamamos mañana.
Marqué el número de Éric Svendsen. Con pocas palabras repetí los hechos. El sueco parecía escéptico acerca de que Valleret hubiera logrado practicar una autopsia profesional.
—Tengo el informe —contesté—. Y muestras que hay que analizar. Te lo enviaré todo mañana por la mañana.
—¿Por correo?
—No, en tren.
Miré los horarios del TGV que me había procurado por teléfono.
—Le daré el expediente al conductor del TGV 2014, que sale de Besançon a las siete cincuenta y tres. Estará en París a las doce y diez. Para recogerlo ve al andén, en la estación del Este. Quiero saber qué opinas. Saber cómo consiguió el asesino semejante resultado.
Para estimularlo, añadí:
—Y no dudes en pedir consejo.
—¿Bromeas?
—Espera a ver el informe. Necesitarás un entomólogo. Y un botánico. Te mando un escarabajo, un insecto depredador de origen africano y una muestra de liquen luminiscente con el que el asesino forró la caja torácica de la víctima.
—Caliente, el asunto.
—Caliente que quema. Ese cabronazo domina todos estos conocimientos. Tú empieza desde cero. Piensa hasta en la menor manipulación. Cada etapa del ritual. Quiero el discurso de su método, ¿lo coges?
—De acuerdo, yo…
—Ve mañana por la mañana a la estación.
Después de colgar, tomé conciencia del bramido del viento que penetraba violentamente por el marco de la ventana. El bastidor silbaba como un hervidor. Había escogido una de las camas de la hilera de la derecha y había corrido las cortinas de la cama contigua, para colocar mi bolsa y su peligrosa carga.
A pesar del cansancio, opté por rezar. Me arrodillé al pie de la cama, al lado de los velos corridos. Un padrenuestro. La más sencilla y luminosa de las oraciones. El bastón con el que había surcado mi propio camino. Ese padrenuestro era mis rodillas agotadas de las primeras misas, cuando la impaciencia por ir a jugar aceleraba mis palabras. La gran inmersión en Saint-Michel-de-Sèze, cuando había descubierto la profundidad de mi fe. La letanía celosa, enérgica del futuro sacerdote, galvanizada por las campanas de Roma. Luego el grito de socorro, en África, sitiado por el olor de los cadáveres y el rechinar de los machetes. Era, por fin, la oración del madero, pronunciada en iglesias encontradas al azar para lavar mis crímenes.
Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea Tu nombre…
Un ruido estridente resonó en el pasillo.
Me sobresalté y agucé el oído. Nada. Bajé los ojos; ya tenía en la mano mi 9 mm. El reflejo había sido más rápido que mi conciencia. Volví a prestar atención. Nada. Pensé en una sirena de alarma. Una alerta de incendio.
En el momento en el que mi cuerpo empezaba a distenderse, la disonancia volvió, larga, chirriante, obstinada. Salté hacia la puerta. Acababa de abrirla cuando, una vez más, todo quedó en silencio. Me aposté en el umbral y eché una mirada al pasillo. Nadie a la vista. A la izquierda: la puerta cortafuego de la rectoría. A la derecha: la puerta acristalada exterior. Todo estaba inmóvil.
Mi atención se fijó en la celda de madera a unos metros de la salida de emergencia. Comprendí lo que acababa de escuchar: el timbre del confesionario. La cortina de uno de los dos compartimientos oscilaba.
El padre Mariotte debía de roncar como un bendito. Escondí la HK en la espalda y caminé lentamente hacia la celda. Me detuve a cinco metros. Una luz verdosa atravesaba la cortina. Pensé en coger otra vez la pipa pero entré en razón. Volví a caminar en silencio.
Cogí la cortina y la corrí bruscamente. La celda estaba vacía.
Pero había algo escrito en el panel del fondo.
Por instinto, reconocí la materia estigmatizada sobre la madera negra.
El liquen luminiscente que cubría las carnes podridas de Sylvie Simonis.
La inscripción decía:
TE ESPERABA
El anzuelo se agitaba en la superficie del agua.
Seguí el hilo con los ojos y pude ver, entre el follaje, el extremo de la caña de pescar. Recordé que a aquel hilo se le llamaba «sedal», lo que acentuaba aún más la ligereza de la escena. El nailon brillaba bajo la luz matinal. Eran apenas las diez.
Después del siniestro hallazgo de la inscripción, di una vuelta completa a la rectoría y a sus dependencias. Desperté a Mariotte, que apenas reaccionó; solo dijo: «Vandalismo. Simple vandalismo». No me costó convencerlo de que no llamara a los gendarmes. Según él, no era el primer acto de hostilidad contra su parroquia.
Le propuse limpiar el grafiti. Mariotte volvió a acostarse sin hacerse de rogar y con absoluta tranquilidad; saqué muestras del liquen fresco, una vez fotografiada la escena. A medida que el flash de mi cámara salpicaba ese «te esperaba», mayor era mi certeza: esa frase era para mí.
Imposible dormir. Encendí mi Mac portátil para tomar nota de los hechos sucedidos desde mi llegada. Una buena manera de no seguir especulando sobre la identidad del que había escrito esa frase en el confesionario. Cargué las imágenes fotografiadas y escanée los documentos que poseía: el informe de Valleret; el plano de la región, sobre el que señalé cada lugar y cada personaje visitado; las notas de Plinkh…
A las seis de la mañana, en el despacho de la rectoría, descubrí una fotocopiadora. Hice dos copias del informe de la autopsia: una destinada a Foucault y otra a Svendsen. Luego preparé el paquete para el sueco: las muestras luminiscentes, el escarabajo, el liquen encontrado sobre el cuerpo de Sylvie.
Dudé si enviar también el crucifijo, un objeto litúrgico trivial, de mala factura. Decidí guardarlo. Yo mismo había buscado huellas dactilares: ninguna, evidentemente. En cuanto a la sangre coagulada, la adjunté en un sobre «para analizar».
A las seis y media de la mañana estaba nuevamente en la carretera, en dirección a Besançon. Seguía evitando cualquier pregunta que no tuviera una mínima respuesta. Eran poco más de las siete y ya estaba en la estación de Besançon esperando al conductor de «mi» tren. Esa técnica de transporte la había aprendido de los reporteros gráficos que conocí en Ruanda: daban sus películas a los pilotos o a las azafatas de los vuelos regulares.
A continuación, me tomé tranquilamente un café en la cervecería de la estación. Me sentía mejor: el aire, el frío, la luz. Después volví a conducir hacia las montañas, en busca de Jean-Claude Chopard, el corresponsal de
Le Courrier du Jura
. Tenía prisa por adentrarme en la otra vertiente de mi investigación: el asesinato de Manon Simonis, acaecido once años atrás.
—¿Señor Chopard?
Las hierbas se movieron. Un hombre, en traje de camuflaje y con el agua hasta las rodillas, apareció. Llevaba botas altas verde oliva y un mono con tirantes del mismo color. Su rostro estaba oculto detrás de una gorra de béisbol color caqui. Sus vecinos me lo habían advertido: el sábado por la mañana «Chopard tanteaba la trucha».
Me acerqué caminando encorvado entre el follaje.
—¿Señor Chopard? —repetí en voz baja.
El pescador me lanzó una mirada furiosa. Sacó una de sus manos de la caña, que apoyaba en la ingle, y movió los dedos. Primero el índice y el del medio, en tijera, luego cerró la mano delante de la boca. No comprendía nada.
—Usted es el señor Chopard, ¿no es así?
Con su mano libre, barrió el aire con un gesto que significaba: «Olvídalo». Levantó la caña, hizo una serie de molinetes rápidos y luego caminó hacia la orilla apartando ramas y hojas. Cuando hice ademán de ayudarlo, rechazó mi brazo y se plantó en tierra firme agarrándose al cañaveral. En la cintura llevaba dos cestos metálicos, vacíos. Chorreando, preguntó con voz gutural:
—¿Usted no conoce el lenguaje de los signos?
—No.
—Lo aprendí en un centro de sordomudos. Un reportaje, cerca de Belfort. —Se aclaró la garganta y luego suspiró—. Si le digo «pesca», ¿usted qué contesta?
—Matinal. Solitario.
—Eso es. Y también silencioso. —Soltó los cestos—. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Lo lamento, discúlpeme.
El hombre farfulló una frase ininteligible y tiró de sus botas. Se las quitó con un solo movimiento, hizo saltar los clips de los tirantes y surgió del mono, como una enorme mariposa de su crisálida. Debajo llevaba una camisa hawaiana y un pantalón de lona. En los pies, unas Nike flamantes.