—Seré muy claro —dijo—. Por la matrícula de su coche, tengo su nombre y el de su comisaria de división. Si se marcha ahora, no usaré el teléfono. Si mañana me entero de que todavía sigue dando vueltas por aquí… ¡Prepárese!
Me tomé el tiempo de beber el café. No sabía a nada ni parecía real. A imagen de esa reunión: una superchería. Me puse de pie y me dirigí hacia la puerta. El gendarme repitió a mis espaldas:
—Tiene todo el día de hoy. Le dará tiempo para visitar el fuerte Vauban.
Volví rápidamente al centro de la ciudad, donde se encontraba el despacho de la AFP. Cerca de la plaza Pasteur dejé el coche para entrar en una zona peatonal. Di con la agencia: una buhardilla situada en lo alto de un edificio de arquitectura tradicional. Joël Shapiro saboreó mi relato.
—¡Tendrían que haberlo atendido correctamente!
Era un muchacho joven, con unos pocos rizos en torno a una incipiente calva, que parecían una corona de laurel. A modo de reminiscencia, llevaba una perilla en el mentón. Opté por tutearlo.
—En tu opinión, ¿por qué esa actitud?
—Censura informativa. No quieren decir nada.
—Y tú, ¿no has descubierto nada estos últimos meses?
Metió las dos manos en una caja de copos de maíz; el desayuno de los campeones.
—Nada de nada. No sueltan prenda. Y no estoy en la mejor posición para hacer averiguaciones.
—¿Por qué?
—No soy de aquí. En el Jura, la ropa sucia se lava en casa.
—¿Hace mucho que estás aquí?
—Seis meses. Había pedido Irak. ¡Me dieron Bezak!
—¿Bezak?
—Es como llaman aquí a Besançon.
—Magnan ha mencionado que la víctima, Sylvie Simonis, era muy introvertida.
—Aquí es la comidilla del lugar.
—¿La historia del infanticidio?
—¡Un momento, no se precipite! Nunca se encontraron pruebas definitivas. Es más, hubo otros tres sospechosos. Pero no se obtuvo nada.
—¿Nunca identificaron al asesino?
—Nunca. Y mire por dónde, Sylvie Simonis muere en circunstancias misteriosas. ¿Se imagina que pasara lo mismo con Christine Villemin? ¿Que apareciera asesinada?
—Corine Magnan me ha dicho que ni siquiera se había confirmado que fuera un asesinato.
—¡Y una mierda! Lo taparon todo y santas pascuas.
Observé, bajo el techo abuhardillado, las estanterías repletas de expedientes grises y de cajas con fotos.
—¿Tienes artículos o fotos de aquella época? Me refiero a 1988.
—Nada. Todo lo que tiene más de diez años se envía a los archivos de la sede central en París.
—¿Y no los hiciste traer en junio?
—Sí, pero lo devolví todo. En realidad, no había gran cosa.
—Volvamos a Sylvie Simonis. ¿Tienes fotos del cuerpo?
—Ni una.
—¿Y qué sabes sobre las anomalías del cadáver?
—Rumores. Dicen que en algunas partes estaba podrido hasta el hueso. Pero en cambio, la cara estaba intacta.
—¿Es todo lo que has averiguado?
—Interrogué a Valleret, el forense de Besançon. Según él, ese fenómeno no es raro. Me citó ejemplos de cuerpos incorruptos después de años, particularmente los de los santos canonizados.
—Puede suceder que un cadáver no se descomponga. Pero no que se descomponga a medias.
—Tendría que hablar con Valleret. Un fuera de serie. Es parisino, pero creo que allí tuvo algunas dificultades.
—¿Qué tipo de dificultades?
—Ni idea.
Cambié de conversación.
—He oído decir que se trata de un crimen satánico. ¿Sabes algo al respecto?
—No. Nunca he oído nada parecido.
—¿Y el monasterio?
—¿Notre-Dame-de-Bienfaisance? Está cerrado. Es decir, ya no hay monjes ni monjas allí. Es una especie de albergue, de refugio. Los misioneros van a descansar. Las personas en duelo también.
Me puse de pie.
—Daré una vuelta por Sartuis.
—¡Lo acompaño!
—Si quieres ayudar —dije—, ve al juzgado de primera instancia. Averigua si mi visita ha armado mucho revuelo.
Pareció decepcionado. Tuve un detalle con él.
—Te llamaré más tarde.
A modo de conclusión, le mostré la foto de Luc.
—¿Has visto alguna vez a este hombre?
—No. ¿Quién es?
Parecía que Luc hubiera evitado pasar por Besançon. Sin contestar, me dirigí hacia la puerta.
—Otra cosa —dije, ya en el umbral—. ¿Conoces a los periodistas locales de Sartuis?
—Por supuesto. Jean-Claude Chopard, de
Le Courrier du Jura
. Un especialista en el primer caso. Incluso quería escribir un libro.
—¿Crees que hablará?
—¡Comparado con él, yo he hecho voto de silencio!
—¿Un forense llamado Valleret? Ni idea.
Aceleré en dirección al sudoeste, hacia el barrio de Planoise, donde se sitúa el hospital Jean-Minjoz. Acababa de llamar a Svendsen. Él conocía a los mejores forenses de Francia e incluso de Europa. Era imposible que no hubiera oído hablar de un especialista, de un «fuera de serie» parisino. Shapiro también había mencionado ciertas «dificultades». ¿Quizá Valleret se dedicaba a otra especialidad en la capital? A veces, la medicina forense era un buen escondrijo para los que huían de los vivos.
—Trabaja en el Jean-Minjoz de Besançon. ¿Podrías informarte? Creo que ha tenido problemas en París.
—¿Un cadáver en el armario, quizá?
—Muy divertido. ¿Lo investigarás o no? Es urgente.
Svendsen se rió sarcásticamente.
—Mantén el teléfono libre y espérame, guapetón.
Cerré el móvil y entré en el aparcamiento del edificio. El hospital era una lúgubre construcción de hormigón, seguramente de los años cincuenta, con hileras de estrechas ventanas. Del primer piso pendían carteles: «¡NO A LA ASFIXIA!», «¡MÁS SUBVENCIONES, MENOS PRESIONES!».
Encendí un cigarrillo mientras tamborileaba en el volante. Conté los minutos. Tenía que darme prisa; el capitán Sarrazin no iba a perderme de vista. No solo contaba con que me siguiera el rastro sino también con que previera mis actos y mis gestos. Tal vez ya había llamado a Valleret. El timbre del móvil me sobresaltó.
—Oye, ese tío más vale que se limite a los cadáveres.
Miré el reloj. Svendsen había tardado menos de seis minutos en encontrarlo.
—De entrada, es un cirujano ortopédico. Un as, según parece. Pero tuvo una depresión. Perdió los papeles. Una operación terminó mal.
—¿Es decir?
—Un chaval. Una infección. Valleret se quedó dormido con el bisturí en la mano y le cortó un músculo. Desde entonces, el chaval cojea.
—¿Cómo es posible que se durmiera?
—Le daba a la botella y abusaba de los ansiolíticos. No es muy recomendable si tienes que operar.
—¿Y qué pasó luego?
—Los padres lo denunciaron. La clínica le cubrió las espaldas pero tuvo que desaparecer. Hizo la especialidad de forense y ahí está de nuevo en Besançon. Divorciado, sin un céntimo, siempre empastillado. Uno más que ha escogido la medicina forense como purgatorio. Y sin embargo, la medicina forense es el arte más noble, porque cura el alma de los vivos y…
Corté su impulso lírico.
—¿Cómo se llama la clínica? ¿Qué fecha?
—Clínica d’Albert. 1999. Les Ulis.
Di las gracias a Svendsen.
—Sobre todo, quiero un informe detallado del caso —replicó—. Estoy seguro de que vas detrás de algo diabólicamente genial. Valleret no debe de haber comprendido ni la mitad de lo que tiene ese cadáver. Para el lenguaje de los muertos se nace. Yo…
—Te llamaré.
Atravesé la explanada a paso rápido. Sobre el portal, un cartel advertía: «
¡
VUESTRA SALUD NO ES UN REHÉN
!
». El depósito de cadáveres estaba en el nivel -3. Me dirigí hacia los ascensores, sin echar ni una mirada al grupo de enfermeras en huelga que hacían una sentada.
En el subterráneo, la temperatura bajó como mínimo una decena de grados. El pasillo estaba desierto y no había ninguna señalización. Por instinto me dirigí hacia la derecha. Por el cielo raso pasaba una tubería negra; unos paños de hormigón, desnudos y glaucos, se sucedían sobre los muros. El sistema de ventilación zumbaba.
Todavía algunos pasos; luego, a la izquierda, una pequeña sala anodina. Asientos, una mesa baja. Enfrente, dos puertas batientes con ojos de buey. Sobre una de las paredes, intentando animar el lugar, en vano, se veía una gran fotografía de una pradera. Flotaba allí una mezcla de olores a antisépticos, café y lejía. Pensé en los vestuarios de una piscina, en la que los cadáveres serían los bañistas.
Una camilla surgió por las puertas. Un enfermero corpulento estaba inclinado sobre ella; tenía el pelo como un vikingo, con cola de caballo, y llevaba puesto un delantal de plástico.
—¿Qué se le ofrece, señor?
La voz era amable, en contraste con su aspecto de bárbaro. Un ayudante que estaba acostumbrado a hablar con familias en duelo.
—Querría ver al doctor Valleret.
—El doctor no recibe visitas. Yo…
Para poner los puntos sobre las íes, blandí mi identificación tricolor. Las puertas se batieron en sentido inverso, dejando la camilla abandonada. Unos segundos más tarde apareció un tipo grandote y encorvado, con un cigarrillo colgando de la boca. Su mirada estaba cargada de desconfianza.
—¿Usted quién es? No lo conozco.
—Inspector jefe Durey, Brigada Criminal, París. Me interesa el caso Simonis.
Se apoyó en el canto de la puerta y paró el vaivén.
—¿Los gendarmes están al corriente?
Me acerqué sin responder. Era casi tan alto como yo. Su bata abierta estaba manchada y tenía una extraña manera de coger el cigarrillo con la mano cerca de los labios, cubriéndose la mitad del rostro. Hasta entonces, las mentiras no me habían dado resultado. Opté por jugar limpio.
—Doctor, no tengo ninguna autoridad en este territorio. La juez Magnan me ha echado y del capitán Sarrazin solo he recibido amenazas. Sin embargo, no me iré de esta ciudad hasta que no conozca más detalles sobre el estado del cuerpo de Sylvie Simonis.
—¿Por qué?
—Este caso apasionaba a uno de mis amigos. Un colega.
—¿Cómo se llama?
—Luc Soubeyras.
—Nunca he oído ese nombre.
Valleret bajó la mano. Incluso con la cara descubierta, sus facciones eran huidizas, enmascaradas. Un rostro que se daba a la fuga, pensé.
—¿Puedo hacerle algunas preguntas? —proseguí.
—Evidentemente, no. Váyase.
—Me he informado sobre usted. Clínica d’Albert. 1999.
—¿Ah, sí? —dijo, sonriendo—. ¿Pretende atemorizar a mis pacientes?
—Besançon es una ciudad pequeña. Podría ser perjudicial para su imagen que…
Se echó a reír.
—¿Mi imagen? —Aplastó el cigarrillo en el suelo—. Hace mucho tiempo que no me preocupa.
Una corazonada. Ese tipo se hacía el cínico desesperadamente, pero aún tenía lo sucedido a flor de piel. Tal vez la franqueza lo ablandaría, quebraría su resistencia.
—Luc Soubeyras es mi mejor amigo —dije alzando la voz—. En este momento está en coma, después de un intento de suicidio. Era católico y su acto es doblemente incomprensible. Estos últimos meses, investigaba el caso Simonis. Tal vez eso es lo que lo llevó a la desesperación.
—Sobrarían motivos.
Me estremecí. Era la primera vez que alguien daba crédito a mi referencia a «el caso que mata». Valleret se incorporó. Iba a hablar pero todavía tenía que empujarlo un poco; bastaba un capirotazo.
—Según usted, ¿Sylvie Simonis se suicidó?
—¿Si se suicidó? —Me lanzó una mirada de reojo—. No. No creo que hubiera sido capaz de infligirse a sí misma tal sufrimiento.
—¿De modo que fue un asesinato?
—El más demencial, el más refinado que se haya cometido jamás en el mundo.
Había diez fotografías sobre la superficie de acero pulido. Perpendiculares a la mesa de disección.
—Quiero que sepa de qué hablamos. Con exactitud —había dicho Valleret.
Yo ya no estaba tan seguro de querer saber. Las imágenes ilustraban, una tras otra, el proceso de una descomposición humana. La primera fotografía mostraba un plano de conjunto. Un claro en pendiente, rodeado de pinos que daban a un acantilado. Una mujer estaba de espaldas, encogida y de lado, como si durmiera. El cuerpo parecía un títere desarticulado, construido con fragmentos disparatados. La cabeza, hundida entre los hombros, y el busto arqueado mostraban proporciones normales, pero las caderas y las piernas iban disminuyendo de tamaño hasta llegar a los huesos de los pies, como si se tratara de la cola de una sirena de pesadilla.
La segunda imagen era un gran plano de tarsos y metatarsos unidos solamente por filamentos de carne ennegrecida. La tercera era una toma de los muslos, verdosos, apergaminados. En la cuarta, las caderas y el sexo eran un hervidero de gusanos, que levantaban placas de crisálidas y de fibras. Luego el vientre, pútrido, violáceo, hinchado, al cual también los profanadores daban vida.
Así, se subía hasta el busto, menos roído aunque horadado por el trabajo de las larvas y, hasta los hombros, solamente veteados. La cabeza, por fin, estaba intacta pero transmitía un sufrimiento aterrador. El rostro era solo una boca, horriblemente abierta, paralizada en un grito eterno.
—Todo lo que observa es obra del asesino —dijo Valleret, al otro lado de la mesa—. Este cadáver presenta todas las etapas de descomposición. Simultáneamente. De los pies a la cabeza, se puede reconstruir el proceso de putrefacción.
—¿Cómo es posible?
—No es posible. El asesino llevó a cabo lo imposible.
«Como si la mujer hubiera muerto varias veces», había dicho Shapiro. Esa putrefacción por etapas era, por tanto, el fruto de un trabajo realizado con particular esmero.
—Al principio —prosiguió el matasanos—, cuando los bomberos y los tíos de urgencias descubrieron el cuerpo pensaron que las condiciones meteorológicas habían provocado estas diferencias. Es lo que yo también declaré, para calmar los ánimos. Pero como sin duda usted sabe, son gilipolleces. En condiciones normales, una descomposición se completa al cabo de tres años. ¿Cómo podía haberse degradado la mitad inferior hasta ese punto en menos de una semana? El asesino provocó ese fenómeno. Concibió y creó cada fase de la degeneración.
Bajé la vista para mirar una vez más las fotografías mientras que Valleret recitaba a media voz: