El contraste entre el rostro ajado, erosionado, del sacerdote y sus palabras palpitantes, impacientes, me emocionó hasta las lágrimas. Con las últimas palabras bajé la cabeza. El sacerdote hizo la señal de la cruz sobre mi frente.
—Ve en paz, hijo mío.
De pronto, comprendí lo que había ido a buscar. Una anticipación. Una absolución, no por mis faltas recientes, sino por las que vendrían.
Stéphane también lo había comprendido. Dijo, en tono campechano:
—Es todo lo que puedo hacer por ti. Buena suerte.
26
Me desperté en un área de descanso de la autopista.
Fuera del tiempo, fuera del espacio.
Medio dormido aún, consulté el reloj: cuatro y diez de la mañana. Debía de estar en algún sitio entre Avallon y Dijon. Cerca de la medianoche, había decidido parar un momento en un área de descanso. Resultado: cuatro horas en coma sin recuerdos.
Anquilosado, salí del coche. Los camiones dormían en el aparcamiento. Los árboles se arqueaban con violencia bajo el viento polar. Oriné rápidamente y luego volví al Audi, tiritando.
Encendí un cigarrillo. La primera calada me destrozó la garganta. La segunda me quemó la laringe. La tercera fue la buena. Unas luces a lo lejos. Una gasolinera. Giré la llave de contacto. Primero, llenar el depósito. Luego, un café, urgente.
Unos minutos más tarde estaba de nuevo en camino, revisando mentalmente todas las informaciones que había cosechado acerca del lugar al cual que me dirigía: el departamento de Doubs serpenteaba hasta mil quinientos metros de altura, a caballo entre Francia y Suiza. Sartuis se encontraba río arriba, en la cumbre de una zona formada por placas geológicas y hondonadas de pequeños valles. Mientras conducía, traté de imaginarme esos territorios, apenas franceses pero sin llegar a ser suizos. Una tierra de nadie.
Besançon, bajo las primeras luces del día.
La ciudad estaba construida en un meandro, sobre los restos de una fortaleza. A medida que me dirigía hacia el centro, solo veía murallas, fosos y almenas, alternándose con jardines. El conjunto evocaba un ejercicio de instrucción militar en el que hay que correr, trepar, ponerse a cubierto.
Me senté en un café, esperando que se hiciera completamente de día. Desplegué el plano de la ciudad para buscar el Juzgado de Primera Instancia. Por lo visto, era el edificio fortificado situado precisamente enfrente de donde yo estaba. Esa casualidad me pareció un buen augurio.
Me equivocaba: estaban remodelando el edificio. La fiscalía se había instalado provisionalmente en el otro extremo de la ciudad, sobre la colina de Brégille. Volví al coche y encontré el lugar después de errar media hora. El juzgado estaba emplazado en una vieja fábrica de relojes. Una nave industrial, hundida en los bosques de la colina.
Sobre las puertas de entrada, todavía podía verse el emblema de la antigua fábrica de relojes. En el interior, todo hacía pensar en su actividad industrial: las paredes de hormigón pintado, los pasillos lo bastante amplios como para que pasaran las carretillas elevadoras, el montacargas que hacía las veces de ascensor. Unos adhesivos indicaban el nuevo destino de cada estancia: juzgado de guardia, secretario judicial, juzgado de primera instancia. Subí por la escalera hasta la planta de los jueces de instrucción. Al pasar por el despacho del ayudante del fiscal, decidí dar una vuelta, para conocer el ambiente.
La puerta estaba abierta. Un hombre joven estaba sentado detrás de un escritorio, flanqueado por dos mujeres. Una tecleaba el ordenador. La otra hablaba por teléfono con el altavoz activado y tomaba notas.
—Un suicidio. ¿Estás seguro?
Hice una seña al hombre, que se puso de pie sonriendo. Me presenté con un nombre y una profesión falsos: periodista. El ayudante del fiscal me escuchó. Llevaba un pantalón ajustado de terciopelo verde y una camisa verde hoja que le daban un aire a Peter Pan. Cuando pronuncié el nombre de Sylvie Simonis, se quedó boquiabierto.
—No existe un caso Simonis.
Detrás de él, la secretaria del juzgado estaba inclinada sobre el teléfono.
—No lo entiendo. ¿Él mismo se asfixió?
Opté por recurrir a un farol.
—En junio recibimos varias noticias acerca del cuerpo de esa mujer, descubierto en el parque de un monasterio. Pero luego no hemos sabido nada más. ¿La investigación está cerrada?
Peter Pan parecía nervioso.
—No veo qué interés tiene esta historia para usted.
—Las informaciones que nos llegaron eran contradictorias.
—¿Contradictorias?
—Por ejemplo: el cuerpo fue identificado por los bomberos. Por tanto, el rostro estaba intacto. Pero otra noticia hablaba de una descomposición avanzada. Nos parece contradictorio.
El ayudante del fiscal se rascó la nuca. A sus espaldas, la secretaria subía el tono.
—¿Con una bolsa de plástico? ¿Se ha asfixiado usando una bolsa de plástico?
El hombre contestó, sin convicción:
—No me acuerdo de esos detalles.
—Pero al menos sabe quién es el juez del caso, ¿no?
—Por supuesto. Es la juez Corine Magnan.
La funcionaria empezó a gritar al teléfono:
—¿Las otras? ¿Había otras bolsas de plástico?
A mi pesar, agucé el oído para escuchar por el altavoz la respuesta del gendarme.
—Hemos encontrado una docena —dijo con voz grave—. Todas cerradas con el mismo tipo de nudo.
Dirigiéndome a la secretaria por encima del hombro del ayudante del fiscal, le aconsejé:
—Pregúntele si la víctima tenía un pañuelo metido en la boca.
Me miró desconcertada. Antes de que reaccionara, el gendarme respondió:
—Tenía la boca llena de algodón. ¿Quién está ahí?
—No es un suicidio —dije—. Es un accidente.
—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó la mujer mirándome fijamente.
—El hombre debía de estar masturbándose —proseguí—. La falta de oxígeno aumenta el placer sexual. Al menos, eso dicen. Es una técnica que ya aparece en Sade. Ese tipo debió de atarse la bolsa a la cabeza después de morder el algodón, para no ahogarse con el plástico. Por desgracia, no consiguió deshacer el nudo.
Un silencio acogió mis explicaciones. La voz del altavoz repitió:
—¿Quién está a su lado? ¿Quién habla?
—Cuando hagan la autopsia —añadí—, estoy seguro de que comprobarán que los vasos capilares de su miembro estaban hinchados. El hombre tenía una erección. Un accidente. No es un suicidio. Es un accidente «erótico».
El ayudante del fiscal estaba boquiabierto.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Especialista en sucesos; en París ocurre continuamente. ¿Dónde está el despacho de Corine Magnan?
Me señaló la puerta del fondo del pasillo. Caminé hasta allí y llamé. Me dijeron que entrara. Me encontré con una mujer de unos cincuenta años, rodeada de cajas de pañuelos de papel y flanqueada por dos escritorios vacíos. Era pelirroja. Inmediatamente me sorprendió su parecido con Luc. Salvo por el color de su pelo, un rojo apagado en lugar de brillante, tenía la misma piel blanca y seca, la misma cantidad de pecas.
Insinuó una señal con la cabeza y luego se sonó.
—Discúlpeme —dijo sorbiéndose los mocos—. Hay una epidemia de gripe en mi servicio. Por eso hoy estoy sola. ¿Qué se le ofrece?
Avancé unos pasos y me presenté con la falsa identidad.
—¿Periodista? —repitió ella—. ¿De París? ¿Y se presenta así, sin previo aviso?
—He corrido ese riesgo, sí.
—Qué atrevido. ¿Qué caso le interesa?
—El asesinato de Sylvie Simonis.
Su rostro se endureció. No era una expresión de sorpresa, como la del sustituto. Era más bien una actitud defensiva.
—¿De qué asesinato me habla?
—Usted debe de saberlo. En París hemos recibido noticias de que…
—Ha hecho setecientos kilómetros para nada. Lo lamento. No conocemos las razones de la muerte de Sylvie Simonis.
—¿Y la autopsia?
—No se encontró nada. Nada que pueda considerarse definitivo.
Ignoraba la valía de Corine Magnan en tanto que juez, pero como mentirosa era lamentable. Y lo peor era que ni siquiera se preocupaba por dar una imagen de credibilidad. Observé un mandala bordado colgado en la pared a sus espaldas. La representación simbólica del universo para los budistas tibetanos. También había un pequeño buda de bronce sobre un estante.
—Aparentemente —insistí—, el cuerpo presentaba diversos estados de descomposición.
—Ah, eso… Según nuestro forense no tiene nada de particular. La descomposición orgánica no responde a ninguna norma estricta. Todo es posible en ese campo.
Lamenté haberme hecho pasar por periodista. La magistrada nunca se habría atrevido a decir semejante gilipollez delante de un madero de la Criminal. Se sonó nuevamente y luego cogió una minúscula caja cilíndrica de metal. Hundió los dedos en ella y después se masajeó las sienes.
—Bálsamo de tigre —comentó—. Es lo único que me alivia.
—¿De qué murió la mujer?
—Le repito que no se sabe nada. Accidente, suicidio. El cuerpo no permite establecerlo. Sylvie Simonis era una persona muy solitaria. Las declaraciones de los vecinos tampoco aportaron nada —dijo, haciendo una pausa seguida de una mirada escéptica—. No he comprendido. ¿En qué periódico trabaja usted, exactamente?
Con un ademán, me despedí. En el pasillo, las copas de los árboles fustigaban las ventanas. Me había preparado para una investigación difícil. Pero se presentaba mucho más dura de lo previsto.
Barrio de Trépillot, al oeste de la ciudad.
Detrás de la piscina municipal se encontraba la división central de la gendarmería. Penetré en la zona de aparcamiento sin dificultades; no había ni siquiera un guardia en la entrada. Estacioné entre dos Peugeot. Debería haber ido directamente a Sartuis, pero primero quería ver la cara de los que habían investigado ese cadáver tan bien protegido.
Escogí el edificio más imponente del cuartel, encontré una escalera y subí. Ni un solo uniforme a la vista. Me atreví a echar una ojeada al pasillo del primer piso y encontré un letrero: SERVICIO DE INVESTIGACIÓN. Nadie. En el segundo piso, otro letrero: COG: CENTRO OPERATIVO DE GENDARMERÍA.
La puerta estaba entreabierta. Dos gendarmes dormitaban delante de una centralita telefónica; detrás había un mapa de la región.
Me presenté utilizando mi falsa identidad y pedí ver al gendarme encargado del caso Simonis. Los dos hombres se miraron. Uno de los dos se eclipsó sin pronunciar palabra.
Cinco minutos más tarde, volvió para guiarme hasta una pequeña habitación más bien espartana en el tercer piso. Paredes blancas, sillas de madera, mesa de formica.
Apenas había tenido tiempo de echar una mirada por la ventana cuando un tipo filiforme apareció en el marco de la puerta, llevando un vaso de plástico en cada mano. El olor a café se extendió por la habitación. No llevaba ni quepis ni uniforme. Solo una camisa de cuello abierto azul cielo, con galones en los hombros. Sin decir una palabra, dejó un vaso de mi lado, en la punta de la mesa, y luego fue a sentarse en el otro extremo. Esta actitud era una orden: me senté sin rechistar.
El oficial me estudió. Yo lo observé a mi vez. Apenas treinta años; sin embargo, tenía la certeza de que era el responsable de la investigación Simonis. Toda su persona emanaba una voluntad de hierro. Sus cabellos, muy cortos, le envolvían la cabeza como un pasamontañas negro. Sus ojos oscuros, demasiado juntos, brillaban intensamente bajo las gruesas cejas.
—Capitán Stéphane Sarrazin —dijo, por fin—. Corine Magnan me ha llamado por teléfono.
Hablaba demasiado rápido, como rozando apenas las sílabas. Repetí mi identidad ficticia:
—Soy un periodista de París y…
—¿A quién quiere hacerle creer eso?
Sentí cierta rigidez en la nuca.
—Pertenece usted a la Criminal, ¿verdad?
—No estoy en misión oficial —admití.
—Ya lo hemos comprobado. ¿Qué sabe sobre el caso Simonis?
Mi garganta se secaba de segundo en segundo.
—Nada. Solo he leído dos artículos. Uno en
L’Est républicain
y otro en
Le Courrier du Jura
.
—¿Por qué le interesa ese caso?
—Interesaba a uno de mis colegas: Luc Soubeyras.
—No lo conozco.
—Ha intentado suicidarse. Actualmente está en coma. Era un amigo. Intento averiguar qué buscaba en el momento de su… decisión.
Saqué de mi bolsillo el retrato de Luc y lo deslicé sobre la mesa.
—No lo he visto nunca —dijo después de una breve mirada—. Se equivoca de sitio. Si su amigo hubiera venido a husmear el caso, se habría cruzado en mi camino. Dirijo el equipo de investigación.
Las pupilas negras eran duras, obstinadas, dispuestas a taladrar mi mente.
—¿Por qué se habría interesado por esta historia? —prosiguió.
No me atreví a responder: «Porque tiene pasión por el diablo».
—Por el misterio.
—¿Qué misterio?
—El origen de la muerte. La descomposición anormal.
—Miente. Usted no ha hecho este viaje por cuatro gusanos.
—Le juro que no sé nada más.
—¿No sabe quién es Sylvie Simonis?
—Ni idea. Por eso estoy aquí.
El oficial cogió su vaso de plástico y sopló. Durante un breve instante creí que iba a darme la información, pero me equivocaba.