El sol brillaba sobre esa podredumbre
como si cocinarla bien quisiera,
devolviendo a la gran naturaleza
centuplicado aquello que antes uniera.
¡Un médico forense poeta! Hacía buena pareja con Svendsen. Conocía esos versos. «Una carroña», de Charles Baudelaire.
—En cuanto vi el cuerpo, pensé en esta estrofa —comentó—. Hay una dimensión artística en esa carnicería. Una toma de posición estética, un poco como esas telas cubistas que exponen, en un solo plano, todos los ángulos de un objeto.
—¿Por qué? ¿Cómo lo hizo?
El médico rodeó la mesa y se colocó a mi lado.
—Desde el mes de junio no hago más que pensar en este cadáver. Trato de imaginar las técnicas del asesino. Creo que utilizó ácidos en las partes en las que la descomposición está más avanzada. Más arriba, inyectó productos químicos bajo la piel, en los músculos, para obtener ese aspecto apergaminado. Los diferentes estados de putrefacción implican también un tratamiento particular de la temperatura y de la luz. El calor acelera los procesos orgánicos.
—¿De modo que el cuerpo fue trasladado posteriormente al claro?
—Por supuesto. Todo se llevó a cabo en un sitio cerrado. Quizá incluso en un laboratorio.
—¿Cree que el asesino tiene una formación en química?
—No me cabe duda. Y acceso a productos muy peligrosos.
El forense cogió una foto y luego otra que colocó encima de la serie.
—Veamos unos ejemplos. Aquí, las caderas y el sexo en plena secreción: cuando la muerte se remonta a entre seis y doce meses, los humores aparecen mientras que las carnes se transforman en fluidos. Allí, la parte superior del abdomen está en estado gaseoso: fermentación amoniacal, evaporación de líquidos saniosos. Todo esto fue provocado, retenido, controlado. Ese demente es un auténtico director de orquesta.
Traté de imaginar al asesino manos a la obra. No vi nada. Una sombra quizá, con una máscara sobre el rostro, inclinado sobre su víctima en una sala de cirugía utilizando jeringas, aplicaciones, instrumentos desconocidos. Valleret seguía:
—En ese sentido, hay algo curioso. En la caja torácica hallé un liquen que no hacía nada allí. Quiero decir: nada que ver con la descomposición. Un elemento extraño inyectado bajo las costillas.
—¿Qué tipo de liquen?
—No conozco su nombre, pero tiene una particularidad: es luminiscente. Cuando los de salvamento descubrieron el cuerpo, el interior del pecho aún brillaba. Según los tíos de urgencias, parecía una verdadera calabaza de Halloween, con una vela adentro.
Una pregunta me daba vueltas en la cabeza: ¿por qué? ¿Por qué semejante complejidad en la preparación del cuerpo?
—Otras partes son más «sencillas» —continuó el forense—. Los hombros y los brazos acababan de alcanzar el rigor mortis, que normalmente tarda en aparecer aproximadamente unas siete horas después del óbito y se disipa, según los casos, unos días más tarde. En cuanto a la cabeza…
—¿La cabeza?
—Todavía estaba tibia.
—¿Cómo pudo el asesino lograr ese prodigio?
—No es nada excepcional. Cuando se la descubrió, la mujer acababa de morir, eso es todo.
—Es decir que…
—Que Sylvie Simonis aún estaba viva cuando sufrió los demás tratamientos, sí. Murió de sufrimiento. No podría decir con certeza cuándo, pero seguramente al final del suplicio. El estado del rostro así lo atestigua. En los restos del hígado y del estómago descubrí rastros de lesiones de gastritis y de úlceras duodenales que demuestran un intenso estrés. Sylvie Simonis pasó varios días agonizando.
En mi cabeza sentía un zumbido y una opresión provocadas por la angustia. Valleret agregó:
—Me arriesgaría a decir que la asesinó… con los mismos instrumentos de la muerte. No olvidó nada. Ni siquiera los insectos.
—¿Fue él quien colocó los bichos?
—Los inyectó en las heridas, bajo la piel. Escogió los especímenes necrófagos que correspondían a cada etapa. Moscas sarcófago, gusanos, ácaros, coleópteros, mariposas. Todo el batallón de la muerte estaba allí, escalonado según una cronología perfecta.
—¿Eso significa que tiene un criadero de insectos?
—Sin la menor duda.
Bajo el rumor de mi cabeza, unos puntos precisos se dibujaban: un químico, un laboratorio, un criadero. Pistas reales para acorralar a ese cabronazo.
—En esta región vive uno de los mejores entomólogos de Europa, un especialista en esos insectos. Él me ayudó a hacer la autopsia.
Valleret escribió las señas en una de sus tarjetas. «Mathias Plinkh», seguido de todos los detalles de su dirección.
—¿Él también tiene un criadero?
—Es su principal actividad.
—¿Podría considerársele sospechoso?
—Usted nunca pierde el rumbo, ¿no? Vaya a visitarlo. Se hará una idea. A mi modo de ver, es extraño pero no peligroso. Su incubadora está cerca del monte de Uziers, en la carretera de Sartuis.
Bajé otra vez la vista sobre los primeros planos y me obligué a mirarlos en detalle. Carnes hinchadas por los gases. Heridas abiertas llenas de moscas. Gusanos blancos succionando los músculos rosados. A pesar del frío, sudaba a chorros.
—¿Ha observado otras huellas de violencia? —pregunté.
—¿No ha tenido ya suficiente?
—Me refiero a otro tipo de violencia. Por ejemplo, señales de golpes, de brutalidades cometidas durante el secuestro.
—Hay señales de ligaduras, lógicamente, pero sobre todo de mordeduras.
—¿Mordeduras?
El médico titubeó. Me sequé los párpados, que me picaban por el sudor.
—Ni humanas, ni animales. Según mis observaciones, la «cosa» que le ha hecho eso dispone de numerosos dientes. Parecen colmillos, desordenados, invertidos. Como si… Como si los dientes no estuvieran colocados en el mismo sentido. Una especie de mandíbula surgida del caos.
Una imagen se dibujó en mi mente. Pazuzu, el demonio asirio de la iconografía de Luc. La criatura con cola de escorpión agitándose en la sala de cirugía, su morro de murciélago inclinado sobre el cuerpo. Podía oír sus gruñidos roncos. Los ruidos de succión, de carne desgarrada. El diablo. El diablo encarnado, en flagrante delito de asesinato.
Valleret acudió en mi ayuda.
—Todo lo que puedo imaginar es una porra forrada con dientes de animal. De una hiena o una fiera. En todo caso, es un arma que tiene un mango. Debió de golpear con eso el cuerpo de Sylvie Simonis en diferentes lugares: brazos, garganta, costados. Pero subsiste el problema de las marcas de mandíbulas, muy precisas. Y, ¿por qué esa tortura en particular? No tiene relación con el resto. Yo… —Me observó de repente—. ¿Se encuentra bien, muchacho? Tiene mal aspecto.
—Estoy bien.
—¿Quiere que vayamos a tomar un café?
—No, no, muchas gracias.
Proseguí con las preguntas habituales de un madero: concretas, para recuperar la sangre fría.
—¿Se encontraron huellas alrededor del cuerpo?
—No. Seguramente se depositó el cuerpo durante la noche, pero la lluvia matinal lo borró todo.
—¿Conoce la ubicación de la escena del crimen con respecto al monasterio?
—Sí, he visto fotos. En lo alto de un acantilado, encima de la abadía. El cuerpo dominaba el claustro, como una afrenta. Una provocación.
—Me han hablado de un crimen satánico. ¿Había señales o símbolos sobre el cuerpo o cerca de él?
—No lo sé.
—En cuanto al asesino, ¿qué puede decirme?
—Técnicamente, su perfil es preciso. Un químico. Un botánico. Un entomólogo. Conoce bien el cuerpo humano. ¡Quizá hasta es forense! Es un embalsamador. Pero un embalsamador a la inversa. No preserva. Acelera la descomposición, la orquesta, juega con ella. Es un artista. Y un hombre que preparó el golpe durante años.
—¿Dijo todo esto a los gendarmes?
—Por supuesto.
—¿Están trabajando sobre pistas precisas?
—No tengo la impresión de que las cosas estén para tirar cohetes, pero la juez y el capitán de la gendarmería llevan el asunto con mucha discreción. Quizá tienen algo…
Volvía a ver a Corine Magnan con su bálsamo de tigre y al capitán Sarrazin comiéndose las palabras. ¿Qué podían hacer contra semejante crimen? Hice una pregunta en otra dirección:
—¿Ve alguna relación con el asesinato de la hija de Simonis, en 1988?
—No conozco bien el primer caso. Pero no hay ningún punto en común. La pequeña Manon fue ahogada en un pozo. Es horrible, pero no tiene nada que ver con el refinamiento de la ejecución de Sylvie.
—¿Por qué dice «ejecución»?
Se encogió de hombros sin responderme. Durante su exposición había subido el tono y adquirido cierta seguridad. Ahora, recuperaba su posición encorvada. Se metía nuevamente en su piel de fracasado.
—Según su opinión, ¿cuál era su objetivo? —insistí.
Hubo un largo silencio. Valleret buscaba las palabras.
—Es un príncipe de las tinieblas. Un orfebre del mal, que se mueve por amor al refinamiento. No estoy seguro de que experimente algún goce. Quiero decir, de tipo sexual. Se lo repito: un artista. Con pulsiones… abstractas.
No conseguiría nada más. Para terminar le pregunté:
—¿Tiene a mano una copia de su informe de la autopsia?
—Espéreme aquí.
—¿Ha conservado también muestras del liquen?
—Sí, tengo varias. Al vacío.
Desapareció por las puertas batientes. Unos segundos más tarde, dejaba en mis manos una carpeta de color beis.
—Aquí lo tiene —dijo—. Mi informe, las constataciones de los gendarmes, las fotos tomadas in situ, el informe meteorológico, todo. He adjuntado también dos sobres de liquen.
—Gracias.
—No me dé las gracias. Le paso la pelota, muchacho. Un regalo envenenado. Durante años he vivido obsesionado por el accidente que destrozó mi vida. Después de hacer esta autopsia, solo escucho los aullidos de la mujer roída por los gusanos. —Sonrió con amargura—. Un clavo saca otro clavo, sea cual sea la podredumbre de la madera.
Volví a la superficie del mundo con alivio. Cuando atravesaba la explanada del hospital, a la luz del mediodía, mi malestar disminuyó. Sin embargo, al accionar el mando a distancia del coche, me quedé paralizado.
La imagen del demonio acababa de surgir, destrozando a mordiscos las carnes de Sylvie Simonis, rodeada de una nube de moscas, con un fondo de perros aullando. Un recuerdo, heredado de los cursos de teología, surgió en mi mente.
Belcebú provenía del hebreo Beelzebul.
El mismo derivado del nombre filisteo Beel Zebub.
El Señor de las Moscas.
A la salida de la ciudad, entré en la atmósfera de efervescencia que creaban las hojas amarillas y ocres. Según las especies de los árboles, pasaba por charcos de té, hojas de oro, tostadas quemadas. Toda una paleta de tonalidades en sordina. Apagadas y sin embargo intensas.
Había comprado una guía y mapas de cada departamento de Franche-Comté. Entré en la nacional 57 y tomé dirección sur, la de Pontarlier-Lausanne, hacia la región de Haut-Doubs y la frontera suiza.
Ahora, con la altura, los tonos otoñales retrocedían y daban paso al profundo verde oscuro de los pinos. El paisaje parecía salido de un anuncio del chocolate Milka. Pendientes verdosas, aldeas con campanarios en forma de cebolla, graneros con fachadas con frontón y largos techos poligonales que recordaban pliegues de papel manila. El cuadro era perfecto. Hasta las vacas llevaban una campanilla de bronce.
Un panel de señalización: SAINT-GORGON-MAIN. Abandoné la nacional para tomar la D41. Las cumbres del Jura se aproximaban. La carretera rectilínea, bordeada de pinos y de tierra roja, evocaba las interminables landas del sudoeste de Francia. Seguí esas paredes hasta tomar la dirección del calvario de Uziers. Según el plano, Mathias Plinkh, el entomólogo, vivía en las inmediaciones.
Pronto, las curvas fueron más seguidas, aunque a veces se abrían sobre las llanuras al fondo del valle. Por fin apareció un cruce de caminos. Luego, un letrero de madera anunció: GRANJA PLINKH, MUSEO DE ENTOMOLOGÍA, PERITAJE DE TANATOLOGÍA, CULTIVO DE INSECTOS.
La nueva carretera serpenteaba entre las colinas. De pronto, una vivienda surgió, como si resbalara entre las laderas oscuras. Una construcción moderna, de una sola planta en forma de L. La alternancia de madera y piedra evocaba ciertas villas de las Bahamas, muy planas, con los muros horadados por largos ventanales que daban a una galería. Las dos partes de la L tenían estilos diferentes: de un lado, numerosos ventanales; del otro, una fachada ciega en la que estaban desperdigadas algunas lucernas. El ala de vivienda y el ecomuseo.
Un viejo poli a quien al principio de mi carrera supuestamente yo debía seguir, pero al que en realidad había arrastrado como un trasto, decía siempre: «Una investigación es tan sencilla como un timbrazo». Ojalá fuera cierto. Aparqué y llamé al interfono. Un minuto más urde, sonó una voz grave con acento del norte. Me presenté abiertamente. «Entre en la primera sala; ahora mismo estoy con usted. ¡No se pierda las láminas!»
Al penetrar en el gran cuadrado blanco del vestíbulo comprendí que Plinkh hablaba de una serie de apuntes científicos pintados a mano que colgaban en las paredes. Moscas, coleópteros, mariposas; la precisión del trazo recordaba las acuarelas chinas o japonesas.
—Las primeras planchas de Pierre Mégnin sobre los insectos necrófagos. 1888. El inventor de la entomología criminal.
Me volví hacia la voz y descubrí un gigante metido en una chaqueta negra de cuello Mao. Cabellos canos, mirada verde, brazos cruzados: un gurú New Age. Le tendí la mano. Juntó las palmas a la manera budista. Luego cerró los ojos con una untuosidad casi felina. Su actitud olía a cálculo, a artificio. Volvió a abrir los párpados y señaló hacia la derecha.
—Tenga la bondad de pasar.
Otra habitación, igualmente blanca. Más cuadros colgados; esta vez contenían insectos clavados con alfileres. Batallones de una misma familia, ordenados por tamaños y colores de sus respectivos pedigrís.
—He reunido aquí los grupos principales. Los famosos «escuadrones de la muerte». Esta sala tiene mucho éxito. ¡A los críos les encanta! Hábleles de insectos y de ecosistema y bostezarán. ¡Hábleles de cadáveres y lo escucharán religiosamente!
Se acercó a un cuadro que contenía hileras de moscas azuladas.
—Las célebres
Sarcophagidae
. Se presentan a los tres meses, aproximadamente. Son capaces de detectar un cadáver a treinta kilómetros. Cuando estaba en Kosovo, en calidad de experto, con solo seguirlas encontrábamos los osarios.