Encendí un cigarrillo. Me miró con cara de pocos amigos.
—¿No te has enterado de que es malo para la salud?
—No tenía la menor idea.
Se caló un Gitanes Maïs en la comisura de los labios.
—Ni yo.
Le di fuego y estudié al personaje: en la sesentena, macizo, cabellos canos que le salían de la gorra como si fueran de paja. La barba de tres días recordaba las limaduras de hierro y hasta sus orejas eran peludas. Un auténtico puercoespín, emboscado en sus propios pelos. El rostro era cuadrado, dominado por unas gruesas gafas. Una barbilla prominente le daba un aire arisco a la manera de Popeye.
—¿Es usted Jean-Claude Chopard?
Se quitó la gorra y dibujó un ocho en el aire.
—Para servirte. ¿Y tú quién eres?
—Mathieu Durey, periodista.
Soltó una carcajada. Tiró de un baúl metálico escondido en el matorral y metió en él las botas, el mono y los cestos.
—Chaval, si quieres venderme la moto, búscate otro rollo.
—¿Perdón?
—Treinta años de columnista en sucesos. ¿Eso te dice algo? Huelo un madero a diez kilómetros. De modo que si quieres hablar, juega limpio. ¿Lo captas?
El acento del periodista no se parecía al de Mariotte. Eran las mismas sílabas guturales, entrecortadas, pero sin la lentitud del sacerdote. Me pregunté si no habría perdido mi habilidad para camuflarme.
—Está bien —admití—. Pertenezco a la Brigada Criminal de París.
—Ya era hora. ¿Vienes por lo de las Simonis?
Asentí con la cabeza.
—¿Misión oficial?
—Oficiosa.
—O sea, que aquí no pintas nada.
Rebuscó en el baúl y sacó por fin una botella amarillenta.
—¿Quieres degustar mi «vinito para el postre»?
—No veo dónde está el postre.
Se rió nuevamente. Con la otra mano cogió dos vasos que golpeó como si fueran castañuelas.
—Te escucho —dijo, llenando los vasos que había dejado sobre la hierba.
Resumí la situación: la investigación de Luc, su intento de suicidio, los indicios que me habían llevado hasta allí. Mi hipótesis según la cual la investigación del caso Simonis y su acto desesperado estaban relacionados. Para terminar, le mostré la foto de Luc y escuché el ya habitual «No lo he visto nunca». Los insectos zumbaban bajo el resplandor del sol. El día prometía ser magnífico.
—Sobre la muerte de Sylvie —dijo él después del primer vaso—, no puedo decirte mucho. No cubro el caso.
—¿Por qué?
—Jubilación anticipada. En
Le Courrier
consideraron que ya había hecho bastante. El caso Sylvie Simonis les cayó del cielo. La oportunidad para «aparcar a Chopard».
—¿Y por qué este caso en particular?
—Se acordaban de mi pasión por el primer asesinato. Según ellos, me había implicado demasiado. Prefirieron enviar a un joven. Un pipiolo. Un tío que no hiciera mucho alboroto.
—¿Querían evitar la repercusión mediática?
—Tú lo has dicho. No hay que dañar la imagen de la región. Es la política. Preferí renunciar.
Llevé el vaso a mis labios: un vino amarillo del Jura. Excelente, pero no estaba de humor para degustaciones.
—Usted hizo su propia investigación, ¿verdad?
—No fue fácil. Era imposible conseguir la menor información de los gendarmes.
—¿Ni siquiera usted?
—Sobre todo yo. Los viejos inspectores, mis amigos, están jubilados. Un nuevo y flamante equipo llegó de Besançon. Unos descerebrados.
—¿Como Stéphane Sarrazin?
—El descerebrado en jefe.
—¿Y a la familia de Sylvie? ¿No la interrogó?
—Sylvie no tenía familia.
—Nadie me ha hablado de su marido.
—Sylvie había enviudado hacía años. Ya era viuda cuando Manon fue asesinada.
—¿De qué murió el marido?
Chopard no respondió de inmediato. Había dejado su vaso, ya vacío. Ordenaba cuidadosamente los cebos, los anzuelos, los hilos en los cajoncitos de su caja de pesca. Por fin, me echó una mirada a hurtadillas.
—Quieres toda la historia, ¿no es así?
—Es el objetivo de mi viaje.
El periodista colocó diversos anzuelos en el fondo de un compartimiento.
—Frédéric Simonis se mató en un accidente de coche, en el año 1987.
—¿Un accidente?
—Un accidente de Ricard, sí. El hombre empinaba el codo lo suyo.
Retrato de familia: un marido alcohólico muerto en la carretera, una hija asesinada en un pozo. Y ahora, la superviviente, relojera, asesinada de la peor manera. Nada cuadraba, aparte de la omnipresencia de la muerte. Chopard pareció intuir mi desasosiego.
—Frédéric y Sylvie se conocieron en la escuela politécnica de Bienne, en el cantón de Berna. La escuela de relojería más famosa de Suiza. Estaban en las antípodas el uno del otro. Él, un hijo de papá. Gran familia de Besançon, dedicada a la industria textil. Ella, hija de un viudo, artesano relojero de Nancy, fallecido cuando Sylvie solo tenía trece años. Con el talento sucedía lo mismo. Él, un inútil protegido por los viejos. Ella, becada, consecuente, un genio de la relojería. Tenía «mano de oro», como se dice por aquí. Ningún engranaje, ningún mecanismo tenía secretos para ella.
—¿La pareja funcionó?
El pescador cerró su caja de un golpe.
—Por extraño que parezca, sí. En todo caso, al principio. Se casaron en 1980. Tuvieron a Manon y luego empezó el desfase. Frédéric zozobró en la bebida. Sylvie no cesó de progresar en su oficio. Trabajaba en un taller para Rolex, Cartier, Jaeger-LeCoultre, los más grandes. Montaba relojes valiosísimos para príncipes árabes, familias de banqueros… Todavía se entendían, en cuanto a la niña. Sentían adoración por ella. La pega eran los suegros. Nunca pudieron tragar a Sylvie. Hasta trataron de quedarse con Manon cuando murió Frédéric. Erraron el tiro. A pesar de su pasta no pudieron hacer nada. La madre era irreprochable.
—Después de la desaparición de Manon, ¿por qué Sylvie no abandonó la región? La investigación, los rumores, las acusaciones, los recuerdos: ¿por qué no huyó de todo eso? Nada la retenía ya en Sartuis.
Chopard volvió a llenar su vaso.
—Era lo que todo el mundo esperaba. Pero nadie podía intervenir. Además, acababa de comprarse un caserón. Un lugar muy conocido en la región: la Casa de los Relojes. Un edificio construido por una estirpe de relojeros célebres. Para Sylvie fue una verdadera victoria. Se instaló por cuenta propia y se encerró allí a hurgar en sus mecanismos. Siguió ascendiendo en su carrera. A pesar de los dramas. A pesar de la hostilidad que la rodeaba.
—¿La hostilidad?
—A Sylvie nunca la quisieron en Sartuis. Dura, talentosa, altiva. Y sobre todo, extranjera. Era de Lorena. Cuando en los años ochenta la región se hundió, ella buscó un trabajo del otro lado de la frontera. Para los demás fue una traición. Sin contar con que después de la muerte de la niña, la mitad de la ciudad pensaba que ella era la culpable. A pesar de su coartada.
—¿Qué coartada?
—En el momento del asesinato, estaba recién operada de un quiste en los ovarios, en el hospital de Sartuis.
Chopard se incorporó, empuñó las cañas y el baúl. Le ofrecí ayuda. Me puso las dos cajas en las manos. Seguí sus pasos a lo largo del sendero.
—Según su opinión, ¿los dos asesinatos están relacionados?
—Se trata del mismo caso. Y del mismo asesino.
—Según lo que sé, los métodos son muy distintos.
—Han pasado catorce años entre los dos asesinatos. Hay tiempo suficiente para evolucionar, ¿no crees?
Apreté el paso para seguir a su lado.
—Pero ¿cuál sería el móvil? ¿Por qué encarnizarse con los Simonis?
—Esa, río, es la clave del enigma. En cualquier caso, es imposible comprender el asesinato de Sylvie sin estudiar el de Manon.
—¿Puede ayudarme con eso?
—¿Y a ti qué te parece? Durante un año, he escrito una columna semanal sobre el caso. Lo tengo todo guardado.
—¿Podría leerlos?
—¡Allá vamos, chaval!
Le Courrier du Jura
, 13 de noviembre de 1988
LA MUERTE AZOTA SARTUIS
Sartuis, la célebre ciudad de los relojeros de la región de Doubs, acaba de sufrir un drama infame. Aproximadamente a las diecinueve horas de ayer, 12 de noviembre de 1988, el cuerpo de Manon Simonis, ocho años, fue descubierto en el fondo de un pozo de decantación cercano a la planta depuradora de la ciudad. Según el fiscal de Besançon (Doubs), no hay duda de que se trata de un crimen.
A las 16.30, como cada día, Martine Scotto fue a buscar a Manon a la salida del colegio. La pequeña y su niñera fueron a pie hasta la urbanización de Corolles, domicilio de la señora Scotto, en los alrededores de Sartuis. Eran las 17 horas. Después de tomar su merienda, Manon bajó a la zona de juegos del barrio, debajo de las ventanas del apartamento. Unos minutos más tarde, la señora Scotto bajó a comprobar si la pequeña jugaba con sus amiguitos. No estaba allí. Nadie la había visto.
La niñera se lanzó inmediatamente en su busca por las escaleras, los sótanos, luego por el aparcamiento, situado cien metros más arriba, sobre la ladera de la colina. No había nadie. 17.30. Martine Scotto avisó a los gendarmes.
Nuevas búsquedas mientras anochecía. Los gendarmes cubrieron primero un radio de quinientos metros. 18.30. Dos brigadas de refuerzo llegaron desde Morteau. Los registros se ampliaron a un kilómetro a la redonda. Unos voluntarios civiles se unieron a los agentes uniformados.
A las 19.20, bajo una lluvia torrencial, el cuerpo de Manon fue descubierto en uno de los pozos de la planta depuradora al norte de la ciudad, cerca del calvario de Rozé. El sitio está a solo setecientos metros de la urbanización de Corolles. Según las primeras constataciones, la profundidad del pozo es de cinco metros y el agua solo llega hasta la mitad de la canalización. Pero la niña no tenía ninguna posibilidad, pues el pozo era demasiado estrecho para nadar y el agua helada, mortal. Cuando el equipo de rescate encontró a Manon, sus pupilas estaban fijas, su corazón ya no latía. La temperatura de su cuerpo estaba por debajo de los 25 grados. Todo había terminado.
El fiscal ha declinado hacer comentarios. Sabemos que esa misma noche, Martine Scotto fue interrogada en las dependencias de la gendarmería de Sartuis. Esta mañana, los servicios de búsqueda de la gendarmería seguían analizando la escena del crimen.
Hoy, toda la región está conmocionada. Todos recuerdan otro asesinato, igualmente abyecto, perpetrado no lejos del Jura hace cuatro años: el de Gregory Villemin. Un crimen que nunca ha sido dilucidado. ¿Cómo aceptar que semejante abominación se repita, y siempre en nuestras montañas? A pesar del silencio del fiscal, parece que los gendarmes disponen de pistas firmes. El magistrado ha prometido emitir un nuevo comunicado en las próximas horas. No podemos menos que esperar que este caso se solucione con la mayor rapidez. ¡A falta de ser reparada, que la ignominia sea por lo menos castigada!
Alcé la vista de la pantalla. Chopard había digitalizado los artículos. Más de un centenar de boletines cubrían el período de noviembre del 88 a diciembre del 89. Ya había mirado por encima todo el archivo una vez y ahora me concentraba sobre los principales puntos de inflexión de la investigación.
Encendí un Camel. El periodista me había autorizado a fumar en su antro, en el primer piso. Un despacho revestido de pino, donde una biblioteca se hundía bajo el peso de las cajas, las pilas de libros, los fajos de periódicos. Había también un tablero luminoso escondido bajo las planchas de diapositivas. La cueva de un periodista de sucesos, siempre con un libro o un caso a medio acabar.
Me levanté y abrí la ventana para no viciar el aire de la habitación. La casa de Chopard era un chalet sin fiorituras con muros de hormigón horadados por paneles de vidrio. Una terraza, cubierta por una lona alquitranada, dominaba la carretera a la izquierda y daba, a la derecha, sobre un jardín caótico: piscina de plástico desinflada, neumáticos destrozados, sillas plegables sobre la hierba alta.
Dejé la ventana abierta y me metí de nuevo en el caso.
Le Courrier du Jura
, 14 de noviembre de 1988
CASO SIMONIS:
SE ORGANIZA LA INVESTIGACIÓN
Ante la crueldad del asesinato de Manon Simonis, Sartuis se ha transformado en pocas horas en una fortaleza militar. Ayer, 13 de noviembre, tres nuevas brigadas de gendarmes llegaron desde Besançon y Pontarlier. Por la tarde, el fiscal anunció que se había designado un juez de instrucción, Gilbert de Witt, y que, asimismo, había sido nombrado un jefe de investigación: el inspector Jean-Pierre Lamberton, del Servicio de Investigaciones de Morteau. «Dos hombres experimentados que ya han dado pruebas de su valía en nuestros departamentos», precisó.
Sin embargo, el comunicado del magistrado acabó con demasiada brevedad. No hay ninguna información nueva sobre la investigación. Nada sobre el informe de la autopsia. Nada sobre las declaraciones de los testigos. El fiscal tampoco precisó las principales hipótesis en las que trabajan los gendarmes. No se puede sino elogiar esta discreción. Sin embargo, los habitantes de Sartuis tienen derecho a la información.
En
Le Courrier du Jura
, realizamos nuestra propia investigación. Hemos sabido que Sylvie Simonis, tras ser sometida a una operación de poca importancia, abandonó el hospital en la mañana de ayer. Nadie sabe dónde se aloja desde entonces; su casa sigue vacía. Además, la declaración de Martine Scotto no ha aportado nada nuevo. El misterio es absoluto. ¿Por qué nadie vio a Manon en la zona de juegos? ¿Tomó otra salida? ¿Cómo y con quién fue hasta la planta depuradora? Manon era una niña arisca, que nunca habría seguido a un desconocido. Esto explica por qué los gendarmes se concentren en el entorno de la pequeña.
Otros enigmas persisten. Como la ausencia de huellas de pisadas o de neumáticos en la planta depuradora. O la causa exacta de la muerte de Manon. Según el equipo de rescate, el deceso por hidrocución es más probable que un ahogamiento. Pero ¿por qué las autoridades no nos dan algún detalle? ¿Por qué este silencio con respecto al informe de la autopsia? ¡Los gendarmes y los magistrados deben acabar con esta censura!
En los artículos siguientes, Chopard se convertía en portavoz de una población impaciente. Los investigadores seguían en silencio. A tal punto que Chopard tenía problemas para redactar su columna semanal. Sencillamente, según él, los gendarmes no tenían ninguna información. Ese asesinato era un completo enigma, sin lógica ni explicación, sin fallo ni móvil.