—No estoy seguro de querer tener amigos como usted.
—Solo unas preguntas. Luego yo vuelvo a mi coche y usted a sus lechugas.
Cazeviel escrutó el lago que se extendía a mi izquierda. Plata gris y azul cielo. Se quitó los grandes guantes de lona y golpeó el uno contra el otro.
—¿Un café?
—Será un placer.
Se dejó caer sobre un montón de tierra y tendió el brazo detrás de la carretilla. Cogió un termo y un vaso de plástico. Desenroscó el capuchón de la botella y le dio la vuelta para tener así una segunda taza. Echó el café con cuidado. Veía esos músculos moviéndose bajo los tatuajes. Tenía cuarenta y cinco años —lo sabía por los artículos—, pero su cuerpo parecía de treinta.
Cogí la taza que me tendía y me senté sobre un montón de arcilla. Hubo un silencio. Cazeviel parecía insensible al frío. Pensé en el chico huérfano que había hecho una promesa a Sylvie Simonis.
—¿Qué quiere saber?
—Lo mismo que todo el mundo.
—Tío, es agua pasada. Hace tiempo que no me joden con eso.
—No tardaré mucho.
—Dime.
—¿Qué lo impulsó a confesar el asesinato de Manon?
—Los gendarmes.
Bebí un sorbo de café; estaba templado, pero bueno. Adopté un tono irónico.
—¿Lo sacudieron ellos y se derrumbó?
—Eso mismo.
—En serio. ¿Qué le pasó?
—Quería joderlos. Para ellos, yo era forzosamente el culpable. Qué cojones les importaba que Sylvie fuera para mí como una hermana. Para esos gilipollas, solo contaban mis antecedentes. Entonces, les dije: «Vale, tíos, metedme en chirona». —Cruzó sus dos puños, como esperando las esposas—. Quería llevarlos hasta el final de su lógica de mierda.
Cazeviel hablaba con una lentitud, una indolencia inquietantes; una ductilidad que hacía pensar en los reptiles pintados en su piel.
—Con su historial, era más bien arriesgado, ¿no cree?
—Yo vivo con el riesgo.
El hombre se parecía al protector que había imaginado. Un ángel guardián, pero inquietante, amenazador. Volví sobre un detalle que me preocupaba.
—En 1986, usted salió de la prisión.
—Consta en mis antecedentes.
—Sylvie estaba casada, era madre de familia, una relojera brillante. ¿Tenía contacto con ella?
—No.
—¿Cómo la encontró? Ella ya no usaba su apellido de soltera.
Me miró con curiosidad. De modo que el enemigo era más peligroso de lo que parecía, pero era evidente que ese descubrimiento le traía sin cuidado. Sonrió.
—¿La oferta del pitillo sigue en pie?
Le ofrecí un Camel. De paso, cogí uno para mí.
—Te confiaré algo. Algo que nunca le he dicho a nadie.
—¿A qué debo tal honor?
—No sé. Quizá porque pareces tan zumbado como yo. Después de salir de chirona, me instalé en Nancy con unos colegas. Nos dedicábamos a atracar en Suiza. Cada noche, pasábamos la frontera sigilosamente. Del otro lado nos esperaba un coche. Robábamos en Neuchâtel, Lausana; a veces hasta en Ginebra.
Pasé al tuteo.
—No olvides que soy un madero.
—Ya ha prescrito, chaval. En resumen, nos dimos cuenta de que también podíamos hacer el agosto en este lado de la frontera, en algunas casas de tipos importantes. Sartuis, Morteau, Pontarlier… Una noche, robamos en un taller extraño, lleno de preciosos relojes. Entonces vi las fotos. Las fotos de Sylvie y su hija. ¡Joder! ¡Estaba en su casa! El amor de mi juventud se había casado y tenía una niña.
Dio una calada al cigarrillo, para digerir una vez más su sorpresa y su amargura.
—Dije a los demás que volvieran a ponerlo todo en su sitio. Hubo un poco de alboroto, pero se calmaron. Después de eso, volví a establecer contacto con Sylvie.
—Ya había enviudado, ¿verdad?
Sopló sobre el extremo incandescente de su cigarrillo, que pasó al rojo vivo.
—Es verdad que me hice ilusiones. Pero nuestros caminos ya no podían volver a cruzarse.
—Como cristiana, ¿ella te sermoneaba?
—No era de esas. Y tampoco era lo bastante ingenua como para pensar que con las monsergas del cura yo tomaría el buen camino. Enterrarme en un aserradero por un salario miserable.
—Sin embargo, eso es lo que hiciste.
—Sí, a veces. Son mis épocas tranquilas.
—¿Como ahora?
—Ahora es diferente.
—¿Qué es diferente?
Cazeviel bebió un buen sorbo de café sin contestar.
—Cuando murió Manon, ¿cómo reaccionaste?
—Cólera. Rabia.
—¿Te había hablado de las llamadas anónimas?
—No. No me había dicho nada. Si no… la hubiera protegido. No le habría pasado nada.
—Que confesaras el asesinato a los gendarmes no fue muy respetuoso con su duelo.
Me lanzó una mirada asesina. Su torso se tensó, sus tatuajes cobraron vida. Por un instante, creí que me iba a saltar al cuello, pero concluyó con voz serena:
—Tío, era un problema entre la pasma y yo, ¿te enteras?
No insistí.
—¿Sylvie tenía sospechas sobre la identidad del verdadero asesino?
—Nunca quiso decirme nada. De lo único que estoy seguro es de que ella no creía para nada en la investigación de los gendarmes, con sus miserables pistas y sus móviles de mierda.
—Y tú, ¿qué opinas?
Miró una vez más el lago, fumando el pitillo hasta el final.
—Para acusar, hacen falta pruebas. Nadie supo nunca quién mató a Manon. Quizá un chiflado que golpeó al azar. O un tío que odiaba a Sylvie y a su hija, por alguna razón desconocida. Lo que está claro es que ese cabrón anda suelto.
—¿Para ti es el mismo hombre que el que la atacó catorce años más tarde?
—Seguro.
—¿Sospechas de alguien?
—Te digo que las sospechas me la traen floja.
—¿Nunca investigaste por tu cuenta?
—No he dicho mi última palabra.
Me puse de pie y sacudí el polvo de mi abrigo. Él me imitó; arrojó el termo y las tazas entre las lechugas de la carretilla.
—Adiós, poli. Cada uno, su camino. Pero si averiguas algo, me interesará saberlo.
—¿Y recíprocamente?
Aceptó sin decir palabra y empuñó la carretilla. Miré cómo se alejaba y me di cuenta de que no había visto lo mejor: en su espalda, un diablo magnífico, con los cuernos retorcidos y una cara de carnero, abría sus alas de murciélago.
Pensé en esa curiosa historia de amor y amistad entre un hombre inculto y una relojera superdotada. Un buen drama, con personajes cautivadores.
Solo había un problema: todo era falso.
Estaba seguro: Patrick Cazeviel me había mentido como un bellaco.
Volví a la carretera pensando en el tercer hombre: Thomas Longhini, el crío desaparecido. Debía encontrarlo, urgentemente. Llamé al buzón de voz. No había mensajes de Foucault.
Más abajo, la luz del crepúsculo iluminaba el valle de Sartuis y sus barrios abigarrados. Observé un grupo de residencias con tonalidades más sobrias. Casas tradicionales rodeadas de jardines. Los ventanales estaban hundidos en la sombra pero en el tejado opuesto, los postigos todavía brillaban. Esas viviendas estaban todas orientadas hacia el este. Eso me recordó un detalle que había leído en mi guía.
En otra época, los talleres de relojería siempre miraban hacia el este, a fin de aprovechar el sol el máximo tiempo posible. Los artesanos de Haut-Doubs, que también eran agricultores, empezaban a trabajar desde el alba, antes de ir a labrar los campos. Este pensamiento me llevó a otro: la Casa de los Relojes de Sylvie debía de encontrarse en ese barrio. Comprobé mis notas. Chopard me había escrito la dirección: «42, rue des Chênes».
Merecía la pena desviarse.
Las obras de renovación se ocupaban de los muros de piñón cortado, los revestimientos de madera, los entramados de las fachadas. Los jardines de entrada estaban floreciendo, los coches aparcados en el borde de las aceras o en aparcamientos descubiertos eran todos de marca alemana: Audi, Mercedes, BMW. No hacía falta ser un perspicaz sabueso para adivinar que en ese barrio residencial vivían la flor y nata de las fábricas de micromecánica o de juguetes, que habían reemplazado en esos valles la actividad relojera.
Encontré la rue des Chênes, que subía por una colina. Las farolas se espaciaban, las residencias quedaban escondidas en los grandes jardines que las rodeaban. Puse primera y subí la cuesta en la oscuridad.
La Casa de los Relojes era la última, retirada de la carretera. Un bloque macizo en el que los faldones del tejado, que descendían hasta muy abajo, formaban una pirámide de sombra. El primer piso estaba revestido de madera mientras que la planta baja tenía un revoque blanco. Esperaba encontrarme con un castillo recargado, un portal negro, torres con lúgubres gemidos. Sin embargo, la casa parecía más bien una importante granja del lugar, que tenía un garaje sobre la derecha, debajo de la cuesta.
Pasé por delante sin reducir la velocidad, subí hasta una rotonda, entré en una calle sin salida y frené en seco bajo los árboles. Apagué los faros y aparqué. Nadie a la vista. Caminé hacia mi objetivo a través de los campos, alejándome de las farolas.
Llegué a la fachada posterior. No había puerta en ese lado. Probé con los postigos cerrados. Uno de ellos tenía juego. Deslicé mi mano en el resquicio, encontré el pestillo y abrí un panel. Descubrí una ventana abatible. Suavemente, traté de introducir los dedos. No lo logré. En el interior, la manilla cerraba sólidamente el marco.
Opté por aprovechar los medios disponibles. Recogí una piedra, la envolví en mi abrigo y di un golpe seco al cristal. El vidrio estalló. Deslicé mi brazo por el hueco y giré la manilla. Unos segundos más tarde estaba dentro de la casa. Volví a cerrar los postigos y la ventana y deposité en el suelo los restos de cristal que había recogido en el exterior. A menos que tuviera muy mala suerte, la rotura no se detectaría hasta pasadas varias semanas.
Me quedé inmóvil, empapándome de la atmósfera del sitio. A lo lejos ladró un perro. No sabía con exactitud en qué lugar de la casa me encontraba. El silencio, la oscuridad, me daban la sensación de haberme sumergido, repentinamente, en aguas heladas. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Delante de mí, un pasillo. A mi derecha, una escalera. A la izquierda, puertas cerradas.
Tomé el pasillo y llegué al salón. Una estancia diáfana, con la estructura del tejado a la vista. Bajo este había una pasarela que sin duda daba a los dormitorios. Ningún mueble, excepto unas estanterías metálicas y un gran tablero inclinado apoyado sobre caballetes, mirando al ventanal.
Relojes de péndulo, de arena y carillones estaban colocados sobre las estanterías. Me acerqué a los objetos. No era un experto, pero a simple vista podía establecer las distintas épocas: cuadrantes solares antiguos, relojes de arena medievales, relojes de pared con engranajes a la vista, círculos dorados sostenidos por angelotes, recorrían los períodos del Renacimiento, el clasicismo o el Siglo de las Luces. También había una vitrina que contenía relojes de bolsillo con diversos motivos y materiales: plata cincelada, cinc patinado, esmalte policromado… Ni un solo tictac, ningún repiqueteo acompasado.
Como por todas partes en Sartuis, el tiempo se había detenido.
Atravesé el espacio y me acerqué a la mesa de trabajo frente al ventanal. Los instrumentos de precisión seguían allí, en orden, como si Sylvie acabara de finalizar un ajuste. Sopletes, pinzas, puntas tan finas que parecían sacados de un estuche de microcirugía. Puse la mano sobre el respaldo de piel del taburete. Imaginé a Sylvie inclinada sobre los engranajes, triturando la trama del tiempo, mientras que el sol despuntaba.
Volví al pasillo y abrí la primera puerta. Un comedor decorado en estilo tradicional. Muebles macizos, mesa redonda cubierta con un mantel blanco, parquet encerado. ¿Quién pagaba el mantenimiento de la casa? ¿A quién le correspondían todos aquellos bienes? Me pregunté si Sylvie Simonis no tendría aún familiares lejanos. O si era su familia política deshonrada la que heredaría.
Accioné el interruptor. La luz se encendió. Tuve un reflejo y eché una mirada a los postigos cerrados; no había riesgo alguno de que me vieran desde fuera. Registré todos los muebles; fue inútil. Servicios de mesa, cubiertos, manteles, servilletas. Ni un solo objeto personal. Apagué y abandoné la habitación.
La segunda puerta daba a la cocina. La misma limpieza, la misma neutralidad. Azulejos resplandecientes, vajilla inmaculada. Los muebles altos de madera estaban llenos de utensilios de cocina, de electrodomésticos de última generación. Ni una foto en las paredes, ni una nota pegada en la puerta de la nevera. Parecía un piso amueblado, puesto en alquiler.
Volví sobre mis pasos y subí la escalera. Arriba, la pasarela daba a dos dormitorios completamente vacíos. El tercero era el de Sylvie; lo presentía. Muebles de la región del Jura, lustrosos y oscuros. En el suelo, un parquet desnudo, sin alfombra. En las paredes, solo el enlucido. En cuanto a la cama, una estructura de roble sin colchón ni edredón. Abrí los cajones, los armarios. Vacíos. Alguien había hecho un registro a fondo. ¿Los gendarmes? ¿Los herederos de la casa?
Una ojeada a mi reloj: las siete y veinte. Más de media hora dando vueltas sin ningún resultado. Al final de la pasarela, vi otra escalera, empinada y estrecha. Trepé hasta un granero que había sido restaurado, con el techo abuhardillado forrado con fibra de vidrio. Dos claraboyas horadaban la cubierta. No podía encender la luz pero alcanzaba a ver lo suficiente.
Ese debía de ser el despacho de Sylvie. En el suelo, una moqueta de color crudo. En las paredes, paneles de tela de color suave. El mobiliario se limitaba a un tablero colocado sobre dos caballetes, unos archivadores y un armario. Miré en las estanterías. Nada. Supuestamente, los muebles debían contener la contabilidad de Sylvie, sus papeles administrativos, pero los habían vaciado.
A pesar del frío, el calor de mi cuerpo no cesaba de aumentar. El abrigo pesaba, parecía de plomo; la camisa se me pegaba a la piel. Algo me retenía. Sentía que en la casa podía encontrar algo. Un escondrijo donde Sylvie guardara todo lo concerniente a la muerte de su hija.
Una idea.
Volví a bajar al salón y abrí cuidadosamente las vitrinas. Los relojes. Las peanas. Las cajas. Los rincones y cavidades donde se disimula un secreto. Manipulé los relojes de péndulo, los levanté, los sacudí, abrí sus entrañas. En el quinto, encontré un cajón encajado en la base. Lo abrí y no pude creer lo que veía: un casete. Pensé en los registros de las llamadas telefónicas del asesino. Cogí mi hallazgo y volví a colocar el reloj en su sitio. La primera pieza. Otros objetos debían contener otros indicios.