—Dime.
—Controlar las cuentas de una francesa que trabajaba para los suizos, muerta en junio pasado. ¿Es posible?
—Todo es posible.
—¿Un domingo?
—Los ordenadores no se van de vacaciones. ¿La cuenta está en Francia o en Suiza?
—No lo sé.
Le di el nombre, así como toda la información que poseía.
—¿Qué buscas?
—Parece ser que desde hace unos años hacía transferencias periódicamente.
—¿A quién?
—Eso es lo que quiero saber.
—Dame por lo menos una orientación.
Formulé mi hipótesis, que no tenía ninguna base.
—Se me ocurre que podría ser una agencia de detectives. Un investigador privado.
—¿Debo suponer que lo quieres para ayer?
Pensé en Stéphane Sarrazin, que ya debía de estar esperándome en las dependencias de la gendarmería. Asentí. Facturator me soltó:
—Te llamo en cuanto pueda.
Esta primera llamada me devolvió la energía. Suficiente para hacer otra, más difícil. Laure Soubeyras.
—Ayer no me llamaste —respondió.
—¿Cómo está Luc?
—Estacionario.
—¿Y tú?
—Lo mismo.
—¿Qué dicen las niñas?
—Me preguntan cuándo volverá su papá.
Escuché ruidos de sábanas, el tintineo de un vaso. La había despertado. Debía de ir cargada de somníferos y ansiolíticos.
—¿Haces algo con ellas hoy? —aventuré.
—¿Qué quieres que haga? Las dejo con mis padres y me voy al hospital.
Silencio. Podría haberle dicho algunas palabras de ánimo pero no quería caer en formalidades vacías.
—¿Y tú? —prosiguió ella—. ¿Dónde estás?
—Siguiendo su rastro. En el Jura.
—¿Qué has encontrado?
—De momento nada, pero sigo sus huellas.
—Vas hacia lo que lo ha llevado a…
—Te juro que conseguiré una explicación.
Nuevo silencio. Escuchaba su respiración. Parecía atontada. Seguía sin saber qué decirle. A falta de algo mejor, murmuré:
—Volveré a llamarte. Te lo prometo.
Colgué, sintiendo un nudo en la garganta.
Debía actuar. Debía buscar.
Corrí al coche.
Hacer un último intento antes de que Sarrazin me echara el guante.
La escuela Jean-Lurçat estaba situada al norte de la ciudad, cerca de supermercados como Leclerc o Lidl y de un McDonald’s. En el interfono del portal había dos botones: «Escuela» y «Mme. Bohn». ¿La directora o la portera? Pulsé el del nombre. Unos segundos más tarde me respondió una voz femenina. Me presenté como policía. Hubo un silencio, luego el micrófono chisporroteó:
—Ahora mismo estoy con usted.
Madame Bohn bajó deslizándose por la escalera. Literalmente, pues no daba la sensación de que caminara sino de que se deslizara. Debía de pesar cien kilos sobradamente y, envuelta en un Loden, parecía una monstruosa campana de fieltro. Pensé en los sobrenombres que los chicos le pondrían.
—Soy la directora del centro.
Con las manos hundidas en las mangas, al modo tibetano, alzó hacia mí su ancho rostro, demasiado maquillado, aureolado de rizos rubios fijados con laca.
—¿Es por el caso Simonis? —agregó, apretando los labios.
—Exactamente.
—Lo lamento. No creo que pueda serle útil. Manon no era alumna de nuestra escuela. Usted no es el primero que se equivoca.
—¿En qué escuela estudiaba?
—No lo sé. Quizá en la de Morteau. O en una privada al otro lado de la frontera.
La mentira era descomunal. Todo el mundo conocía la cronología del asesinato y nadie había mencionado un viaje en coche desde la escuela hasta la urbanización de Corolles. Observé sus ojos claros, extrañamente saltones. Silencio. Me incliné.
—Disculpe las molestias.
—No tiene importancia. Estoy acostumbrada. Adiós, caballero.
Agitó su regordeta mano de muñeca y giró sobre sus talones. Esperé a que franqueara el umbral del edificio antes de pasar por encima de la barrera. Tendría que ir por mi cuenta a pescar información. Encontrar los archivos, forzarlos y desenterrar los boletines de notas de Manon Simonis. ¿Qué posibilidades tenía de conseguirlo? Digamos que un cincuenta por ciento.
Estaba atravesando el patio cuando vi a mi derecha, entre el edificio principal y el gimnasio, unos compartimientos al aire libre. Los aseos. Tuve una idea.
Me escabullí por el ala central, donde se alineaban los lavabos. Al fondo, un jardincito en el que susurraban bambúes y álamos. Ese detalle lo cambiaba todo. Ya no estaba en unos vulgares aseos escolares sino en un sueño chinesco, rodeado de follaje. Toqué la madera de las puertas, el cemento de los muros, evaluando su vetustez.
¿Qué posibilidades tendría de descubrir lo que esperaba?
Calculé que una entre mil.
Abrí la primera puerta y examiné las paredes color caqui. Las fisuras, las manchas de suciedad, los grafitis infantiles. Algunos con rotulador, otros grabados en el cemento, «la profesora es gilipollas», «RABO POLLA CIPOTE», «AMO A KEVIN».
Pasé al segundo compartimiento. En alguna parte, un hilo de agua reía, confundiéndose con el estremecimiento de las hojas. Leí otros mensajes: «SABINA SE LA CHUPA A KARIM», «DAR POR EL CULO»… Los dibujos de penes y de senos adornaban los textos. Era obvio que los aseos servían, además, para desfogarse.
Tercera celda. Salí de ella diciéndome que mi idea era absurda. Empujé la puerta siguiente y me quedé petrificado. Entre dos conductos, una línea torpe estaba grabada en la piedra:
MANON SIMONIS, ¡LLEVAS EL DIABLO ENCIMA!
No contaba con semejante evidencia. Únicamente esperaba un nombre, una alusión. Atravesé la explanada al trote, me metí en el edificio y subí al primer piso. Encontré a la directora en su despacho.
—¿Por quién me toma? ¿Por un gilipollas?
Se sobresaltó. Estaba de pie, con la mano en un pulverizador, mimando a sus plantas.
—Vengo de los aseos del patio. Un grafiti menciona el nombre de Manon Simonis.
—¿Un grafiti? ¿En los aseos?
—¿Por qué me ha mentido?
—¿Puede creerlo? Desde hace diez años pido una partida del presupuesto para restaurar los…
—¿Por qué esa mentira?
—Yo… Me han llamado por teléfono. Para avisarme de que usted pasaría.
—¿Quién?
—Un gendarme. Al principio no he entendido nada, pero él me ha hablado de un policía alto que estaba interesado en Manon. Me ha ordenado que me lo quitara de encima en el acto.
La respuesta me tranquilizó. Tal como había previsto, Sarrazin se anticipaba a todos mis movimientos.
—Siéntese —ordené—. Serán solo unos minutos.
—Tengo que regar las plantas. Puedo contestarle de pie.
—No censuro al capitán Sarrazin —dije con suavidad—. El caso Simonis es delicado.
—¿Usted es de París?
Pensé que estaba madura para el rollo que ya le había soltado a Marilyne Rosarías.
—Cuando una investigación se vuelve digamos, delicada, contactan con nuestro servicio. Sectas. Crímenes rituales. A los investigadores tradicionales no les gusta que metamos la nariz en sus actuaciones. Nosotros tenemos nuestros propios métodos.
—Entiendo. ¿Sylvie Simonis fue asesinada? ¿Es oficial?
—Esa muerte ha sacado a la luz el primer caso —dije, elusivo—. ¿Usted ya dirigía la escuela cuando Manon estaba aquí?
Madame Bohn apretó el pulverizador provocando una bruma de agua. Repetí la pregunta.
—Entonces yo era solo una profesora de primaria —contestó—. De hecho, la tuve dos años antes, en segundo.
—¿Cómo era?
—Lista. Traviesa. Diría que… demasiado. Su carácter no encajaba con su cara angelical.
—Creía que era una niña tímida y reservada.
—Todo el mundo creía eso. En realidad, era distraída. Siempre tratando de hacer alguna tontería. A veces hasta era peligrosa.
—¿Peligrosa?
—No tenía miedo de nada. Temeraria, en realidad.
Esa revelación modificaba el contexto del rapto.
—¿Se habría ido con un desconocido?
—No he dicho eso. Al mismo tiempo era muy arisca.
—¿Cómo describiría su relación con Thomas Longhini?
—Inseparables.
—Se llevaban cinco años.
—Los cursos de primaria y los del instituto comparten el mismo patio. Y luego se juntaban en la urbanización de Corolles.
—Los investigadores opinan que Manon habría podido seguir a Thomas aquella noche. ¿Está de acuerdo?
Ella titubeó; luego siguió maniobrando con el pulverizador. El olor a tierra mojada subía, a la vez fresco y lúgubre. Pensé en la tierra de los muertos, que caería sobre cada uno de nosotros.
—Eran una pareja, eso está claro. Manon no habría dudado en seguir a Thomas.
—¿Es su hipótesis?
—Sí. Puede que fueran a la planta depuradora e inventaran un juego que salió mal.
Debía encontrar a ese Thomas Longhini, a cualquier precio. Empalmé:
—Si hablamos de un accidente, ¿cómo explicar las amenazas anónimas?
—Quizá es una coincidencia. Sylvie Simonis tenía muchos enemigos. Pero, ¿por qué volver a revolver todo eso catorce años más tarde?
—Y usted, aquí en la escuela, ¿nunca recibió llamadas extrañas?
—Sí, una vez. Un hombre. Me advirtió que la tenía muy grande y que iba a metérmela hasta el fondo.
Me sorprendí; madame Bohn lo había dicho con una naturalidad pasmosa. Prosiguió, con expresión desilusionada:
—Sigo esperando.
Me quedé boquiabierto. Me echó una mirada de soslayo y sonrió.
—Discúlpeme. Era una broma.
Cambié de cuestión.
—¿Conoce la Casa de los Relojes?
—Por supuesto. Sylvie acababa de mudarse.
—¿Conoce la historia de la casa? ¿La leyenda que circula sobre ella?
—Sí, como todo el mundo.
—En los aseos de su escuela alguien ha grabado: «Manon Simonis, ¡llevas el diablo encima!». Según su opinión, ¿por qué se escribió eso?
—Corrían rumores entre los alumnos.
—¿De qué tipo?
—Se había extendido el rumor de que un diablo perseguía a Manon.
—¿Qué tipo de diablo?
—Ni idea.
—¿Por qué se decía eso?
—Cosas de críos. No sé cómo empezó. Ni qué significaba exactamente.
Sonrió, confundida. Presentí que esa mujer, como todos los que habían estado cerca de Manon, vivía con un remordimiento indeleble. ¿Se habría podido prever su muerte? ¿Se habría podido evitar?
—Siempre es más fácil juzgar después, ¿no cree? —murmuró.
Pensé en el caso de Lilas, en mi error de valoración que había supuesto la muerte de dos niñas y había convertido en huérfana a una tercera. Renuncié a ofrecerle unas palabras de compasión cristiana. Le di las gracias y me marché.
En la escalera, llamé a mi contestador. Ningún mensaje. ¿Qué coño hacían Foucault, Svendsen, Facturator? ¿Qué coño hacían todos ellos?
Once de la mañana
Stéphane Sarrazin no me esperaba delante del portal de la escuela pero podía sentir su presencia en la ciudad, listo para mandarme a la autopista. Corrí hacia mi coche, arranqué y aceleré a fondo, hacia Corolles.
El sol había atraído a las familias al césped. Neveras de camping, latas y platos de cartón. Los niños jugaban en las áreas de recreo. Los padres bebían alegremente. Detrás, los edificios de la urbanización con sus muros blancos y sus postigos rojos parecían construcciones de Lego.
Dejé el coche en el aparcamiento que estaba en la cima de la colina y descendí hacia el parque. Me escabullí detrás del seto de alheña que rodeaba el primer edificio, para esquivar a los que estaban de picnic, y caminé hasta la escalera del 15, la dirección de Martine Scotto, la niñera de Manon.
Un vestíbulo estrecho, en penumbra. Sin interfono. Solo un panel con la lista de inquilinos. Busqué el nombre; segundo piso.
Subí la escalera y llamé. No hubo respuesta. Martine Scotto estaba ausente. Quizá abajo, con los demás. No tenía ninguna manera de reconocerla. Pero ese no era el motivo de mi decepción. Mi entusiasmo se había desvanecido por el camino. Estaba atascándome y apenas tenía unos minutos por delante.
El móvil vibró en mi bolsillo.
Facturator. No habría apostado por él como primera opción.
—¿Has encontrado algo?
—Sí. Sylvie Simonis realizaba transferencias periódicamente. Hay una que podría corresponder a lo que buscas. Una transferencia trimestral a una cuenta suiza.
—¿Desde cuándo?
—Desde hacía tiempo. Octubre de 1989. Entonces, quince mil francos cada tres meses. Actualmente, cinco mil euros. Siempre cada trimestre.
Di un puñetazo a la pared. Mi pálpito había dado de lleno en el blanco. Después del fracaso de la investigación, de los fiascos de Moraz, Cazeviel y Longhini, Sylvie había decidido actuar y contratar a un detective privado. ¡Un sabueso que trabajó para ella durante más de diez años!
—¿Tienes el nombre del destinatario?
—No. El dinero se transfiere a una cuenta numerada.
—¿Se puede levantar el anonimato?
—No hay problema. Solo necesitas una orden de registro internacional y pruebas concretas de que el dinero en cuestión es ilícito.
—Mierda.
—¿De dónde proviene ese dinero? —preguntó Facturator.
—De sus ingresos, supongo. Sylvie Simonis era relojera.
—Entonces olvídalo, amigo.
—¿No hay algún otro modo?
—Lo investigaré. Pero creo que esa pasta no hacía más que pasar por la cuenta numerada. El cobrador debía de ingresarla en otra cuenta, esta vez nominal.
—¿Puedes seguir la transferencia?
—Lo intentaré, pero si ese tío va personalmente a buscar dinero al cajero estamos jodidos.
Le di las gracias y colgué. Mientras iba a la planta baja descarté cualquier otra posibilidad, como que Sylvie, simplemente, pusiera un dinero aparte o que se lo enviara a un pariente lejano. Sentía en mis tripas que había acertado. Pagaba a un detective privado. Un hombre que debía de tener un expediente de la investigación que llegaba al techo. ¡Un hombre que quizá conocía la identidad del asesino!
Me detuve frente a la cristalera del vestíbulo. Fuera, la lasitud y la alegría de vivir se extendían sobre la hierba. Los hombres con bigote y chándal; las mujeres con mallas y camisetas de colores estridentes. Los niños correteaban por los pórticos. Toda esa gente sencilla se tostaba al sol como salchichas en una parrilla.