Me quité el abrigo. Subí los escalones de cuatro en cuatro, corrí por la pasarela y subí la escalera del granero. El despacho de Sylvie. Iba a proceder con rigor, registrando cada habitación, partiendo desde arriba para bajar hasta el sótano y el garaje.
Empecé con el armario y el archivo: el interior, el exterior; sin novedad. Me arrodillé y tanteé el fondo de cada mueble. Ni rendijas ni asperezas. Las paredes estaban revestidas con tela. Desplacé el mobiliario al centro de la habitación, cogí un cúter del tablero y corté la tela. Desmonté cada uno de los paneles. Nada. Golpeé la pared en diferentes puntos, buscando alguna resonancia. Nada de nada. Me volví hacia el techo abuhardillado, forrado con fibra de vidrio. Hice unos enormes tajos desgarrando el paño en distintos sitios y hundí la mano en el interior. Saqué puñados de fibra, pero nada más. No había objetos escondidos ni aberturas disimuladas.
Arranqué la moqueta. Hundí la punta del cúter en las ranuras del parquet, con paciencia, una tras otra. Ni rastro. Me apoyé sobre cada listón, con la esperanza de descubrir uno que estuviera flojo. Sin resultado.
Me puse de pie sudando y contemplé el suelo, la madera desnuda y cubierta de restos de fibra, de jirones de tela y de moqueta. ¿Una pista falsa?
Bajé al piso inferior inspeccionado cada escalón. Caía la noche. Encendí la linterna eléctrica. Las pilas se habían agotado. ¡Joder! Me acordé de que en el maletero llevaba un paquete de luces químicas Cyalume. Bajé la escalera y corrí hasta el coche aparcado, una vez más, en el fondo del callejón. Abrí la caja y metí un puñado de tubos en el bolsillo. Regresé a la casa entre las sombras.
En la habitación de Sylvie rompí el primer tubo. Un halo verdoso me rodeó. Apreté la barra con los dientes y empecé a buscar. Muebles, paredes, parquet. No conseguí nada, salvo sudar.
Empecé a dudar.
Me senté con las piernas cruzadas y me forcé a reflexionar en el maquiavélico crimen de Sylvie. La coartada del hospital. ¿En verdad había tomado una dosis excesiva de estrógenos para provocarse una enfermedad? ¿Cómo conocía los horarios hospitalarios en lo relativo a las tomas de temperatura? La imagen del diablo, surgiendo de las agujas del reloj, regresó a mi mente. Ese diablo era la misma Sylvie y su coartada era perfecta. Se había sustraído del tiempo para matar a su hija. Había escapado de la sucesión de las horas para cometer lo incalificable.
Para completar su coartada, había pensado en un detalle definitivo: la llamada del asesino al hospital, aquella misma tarde. Este hecho la apartaba, por una lógica natural, del círculo de sospechosos. Sin embargo, la maquinación era sencilla. Al volver de la planta de depuración se había colado en la cabina de teléfono. Había marcado el número de la centralita, había pedido hablar con su propia habitación y luego, mientras pasaban la llamada, había regresado a su cama para atenderla. Al fin y al cabo, nadie había escuchado la conversación.
La risa de Richard Moraz sonó en mis tímpanos: «¿Me imaginas a mí, con esta barriga, embutiéndome en una cabina?». No, no lo veía pero imaginaba perfectamente a Sylvie, con un metro sesenta y tres, cincuenta y un kilos, según el informe de la autopsia, jugando a los fantasmas en el hospital.
Aquella tarde, también había llamado a sus suegros usando un dictáfono para dejarles el último mensaje. «La niñita está en el pozo…» ¿Cómo había conseguido trucar la voz? ¿Por qué se había inspirado en las canciones infantiles del Jura? ¿Por qué llevar el horror hasta ese extremo refinamiento?
El tubo fluorescente se apagó. Saqué uno nuevo. No tenía las respuestas pero experimentaba una certeza en lo general. Sylvie Simonis, cristiana tradicionalista, había caído en manos del maligno. El diablo que estaba encima de Manon era ella. El diablo que temía Thomas Longhini era ella. El diablo que embrujaba la Casa de los Relojes era ella. A menos que fuera al revés: que hubiera sufrido la influencia de ese caserón y de sus leyendas. En todo caso, Sylvie Simonis había venerado a Satán sacrificando a su hija en su nombre.
Ese culto debió de dejar huellas.
La casa debía de poseer la impronta del demonio.
En el pasillo realicé la misma limpieza, rasgando el empapelado, inspeccionando el parquet. Nada. El cuarto de baño. Otra pérdida de tiempo. Las dos habitaciones de invitados. Sin ningún resultado. En la planta baja pasé a la cocina. Ni la sombra de un escondite. El comedor y sus muebles del Jura. La nada absoluta y total.
De vuelta al salón. Alcé los ojos y mi mirada se detuvo en las dos vigas que se cruzaban bajo la estructura, a cinco metros de altura. Inaccesibles. A menos que pasara por encima de la barandilla de la pasarela.
Una vez allí, encendí otro Cyalume y me arriesgué sobre la viga principal. A cuatro patas, una mano después de la otra, avancé lentamente, evitando mirar al vacío. A cada paso golpeaba los laterales de la madera en busca de una hornacina. Nada, por supuesto. Pero tal vez en el cruce de las dos vigas…
Llegué a la intersección. Un montante descendía hasta la pasarela. Me senté a horcajadas y lo rodeé con los brazos. Tomé aliento y luego, con precaución, golpeé los laterales en busca de un sonido a hueco.
Mi mano se detuvo. Un desnivel, precisamente detrás del montante. Mis uñas penetraron en la fisura y levantaron una tabla. Deslicé mi mano debajo; una maniobra a ciegas, con la mejilla pegada al madero. Un contacto familiar: una bolsita de plástico que contenía varios objetos. Conseguí sacarla de la trampilla.
Un paquete enrollado en una película de plástico transparente, que a su vez estaba sellado con varias vueltas de cinta adhesiva. Encajé la bolsita bajo el brazo, escupí el Cyalume y luego, después de dar media vuelta, bajé hasta la barandilla.
Una vez en el suelo, me puse unos guantes de látex y registré mi hallazgo; abrí otro tubo y contemplé mi tesoro. Un crucifijo invertido. Una Biblia con las páginas mancilladas. Hostias manchadas. Una cabeza de demonio oriental, negra y hostil. Solté el Cyalume y murmuré una oración a san Miguel Arcángel:
… y vos, príncipe de la milicia celeste,
lanzad al infierno, por virtud divina,
a Satán y a los otros espíritus malignos
que erran en el mundo para pérdida de las almas…
Ya la tenía. La prueba era concluyente.
Sylvie Simonis veneraba al diablo.
Ella le había sacrificado a su hija en nombre de un pacto o de algún otro delirio.
Empaqueté el botín, lo guardé en el bolsillo de mi abrigo y me levanté. Los temblores me sacudían: me froté los brazos, los hombros. Había encontrado lo que había que descubrir en esa casa.
Ahora que tenía la certeza de que pisaba el territorio del diablo, debía hablar con un hombre que me había mentido desde el principio. Un hombre a quien, forzosamente, habían visitado Manon y Thomas, dos niños que se creían amenazados por el Maligno.
El único que habría podido escucharlos.
—¿Qué mosca le ha picado ahora?
Cogí al padre Mariotte por el cuello de la camiseta y lo empujé contra la puerta de una taquilla. Estaba doblando el equipo de sus jugadores. La sacristía parecía un vestuario. Dos hileras de compartimientos de hierro, un banco central coronado por un perchero.
—Es la hora de la verdad, padre. Tendrá que empezar a largar porque si no puedo ponerme muy nervioso. Se lo aseguro. Con sotana o sin sotana.
—¿Se ha vuelto loco?
—Usted siempre ha sabido lo de Manon y Sylvie.
—Yo…
—Usted sabía que el peligro estaba allí. ¡Que el mal habitaba en ese caserón!
Con un gesto furioso, lo estrellé de nuevo contra las taquillas. Resbaló y se desplomó en el suelo. Apretaba las camisetas contra sí. Su labio inferior temblaba. Las venas de sus sienes palpitaban. Su piel se tornaba violácea. Le puse mi identificación en las narices.
—No soy periodista, padre. En absoluto. Es hora de que desembuche, antes de que lo inculpe por complicidad en un asesinato.
Quid tacet concentirevidetur
!
La frase latina «quien calla otorga» pareció rematarlo. Boqueaba como un pez en la arena. Su parpadeo era incesante.
—Usted…
—Thomas vino a verlo. Le previno que Manon estaba amenazada, que su madre era una loca seguidora de Satán. Pero usted no se tomó esas historias en serio. Usted es un sacerdote moderno, ¿verdad? Entonces, usted…
Me callé. Su expresión estaba paralizada en una mueca de estupor.
—¿Sylvie Simonis poseída? —balbuceó—. Pero ¿qué dice?
Hubo un instante de incertidumbre. Era evidente que él no entendía de qué le hablaba. Bajé el tono:
—He encontrado objetos satánicos en la Casa de los Relojes. Antes del asesinato, Thomas Longhini advirtió del problema a sus allegados. Les dijo que un diablo amenazaba a Manon. Hablaba de un peligro real. Pero nadie lo escuchó. —Fijé mis ojos en sus pupilas claras—. ¿No vino a verlo?
—No, él no…
El sacerdote se incorporó con dificultad y se sentó en el banco.
—¿Quién vino?
—Sylvie… Sylvie Simonis. Varias veces.
—¿En su estado?
El padre Mariotte negó con la cabeza, que temblaba convulsivamente. Su expresión parecía sincera y también consternada.
—Sylvie nunca estuvo poseída.
—¿Quién, entonces?
—Manon. Era ella la que evidenciaba signos de posesión.
—¿Qué?
—Siéntese —susurró—. Se lo contaré.
Me dejé caer en el banco. El edificio que acababa de construir se derrumbaba nuevamente. Mariotte abrió una de las taquillas y sacó una botella con reflejos cobrizos. Me la pasó.
—Parece muy nervioso, esto no le hará daño.
Lo rechacé y encendí un Camel; le di varias caladas. El sacerdote echó un trago.
—Adelante. Lo escucho.
—La primera vez que Sylvie vino fue en 1988. Según ella, su hija estaba poseída.
—¿Cómo lo sabía?
—Manon organizaba ceremonias, sacrificios.
—Deme ejemplos.
—Al lado de la primera casa en la que vivían había una granja. Los campesinos se quejaron. Manon robaba anillos a su madre. Los metía alrededor del cuello de los pollitos. Los bichos morían después de algunos días; se ahogaban al crecer.
—Los niños a veces son crueles. Eso no los convierte en posesos.
—También había mutilado a su tortuga. Primero las patas; luego la cabeza. La había sacrificado en el centro de una estrella de cinco puntas.
—¿Quién le había mostrado ese símbolo?
—Sylvie creía que había sido su padre, antes de morir.
—¿Estaba relacionado con el satanismo?
—No. Pero iba a la deriva. Según Sylvie, quería corromper a su hija por pura perversidad.
—¿Había algo más entre el padre y la hija?
—Sylvie nunca habló de ello. Afirmaba que Manon no era una víctima, sino todo lo contrario. Que era… maléfica.
—¿Qué le dijo usted?
—Traté de tranquilizarla. Le di algunos consejos espirituales. La exhorté a que consultara con un psicólogo.
—¿Lo hizo?
—No. Volvió un mes más tarde. Más agitada aún que la primera vez. Decía que la casa era demoníaca. Que Satán había surgido uno de los relojes y que ahora vivía en el cuerpo de su hija. ¿Cómo podría creer en semejantes historias?
—¿Manon había cometido otros actos sádicos?
—Mataba animales. Decía obscenidades. Cuando Sylvie le preguntaba por qué se comportaba así, respondía que seguía órdenes.
—¿Órdenes de quién?
—De los demonios.
—Páseme la botella.
Bebí un buen trago. Sentí ardor en el pecho. Volví a ver a la de belleza rubia. Ahora me parecía inquietante, insidiosa, mana. Devolví la botella a Mariotte.
—Esta vez, ¿la tomó en serio?
—Sí, pero no como ella deseaba. Le ordené que fuera cuanto antes a consultar a un psicólogo de Besançon que yo conocía.
—¿Le hizo caso?
—En absoluto.
—¿Qué quería ella?
—Un exorcismo.
El mosaico saltaba una vez más en pedazos y dibujaba otro motivo. Sylvie tenía miedo de Manon. Tenía miedo del diablo. Tenía miedo de su casa. Cristiana ferviente, se creía rodeada de espíritus que la atacaban a través de lo más preciado que poseía: su hija.
—He encontrado objetos satánicos en su casa —proseguí—, una cruz invertida, una Biblia mancillada, una cabeza de diablo… ¿a quién pertenecían?
—A Manon. Sylvie los encontró en su habitación.
—Es absurdo. ¿Quién le habría dado esos objetos?
—Nadie. Los había hallado en el sótano, bajo los cimientos de casa. Siempre se ha dicho que ese caserón había sido construido por brujos y…
—Estoy al corriente. Pero esos objetos no son tan antiguos. ¿Qué pasó después?
El padre Mariotte no contestó. Alisaba lentamente la bruma de sus cabellos sobre su cráneo rosado. Su rostro se había serenado, pero ahora parecía más pesado, envejecido. Después de un nuevo sorbo de alcohol, murmuró por fin:
—Durante el verano, nada. Pero esa historia me obsesionaba. No paraba de rondar el caserón con mi bicicleta. Me tentaba la idea de tocar el timbre, de preguntar cómo iba todo. Sylvie ya no venía a misa. Estaba ofendida porque yo no había querido entrar en su juego.
—¿Su «juego»? ¿A eso lo llama un juego?
—Escuche —dijo con voz más segura—. Nadie podía imaginar que las cosas irían tan lejos. Nadie. ¿Está claro?
—¿Usted pensaba que esa historia era una invención de Sylvie?
—Esa familia tenía un problema, eso es todo. Una verdadera psicosis. Hoy en día, ¿quién creería en la posesión?
—Conozco a varios en la Curia romana.
—Sí, de acuerdo. Pero yo soy un sacerdote…
—Moderno, si he comprendido bien. ¿Por qué Sylvie no se mudó?
—Usted no la conocía. Era terca como una mula. Se había roto el alma trabajando para comprar esa casa. Ni hablar de mudarse.
—¿Vino a verlo después?
Mariotte volvió a beber. Llegábamos al momento crucial de la historia.
—A finales de septiembre —dijo con una voz áspera—. Esta vez, estaba serena. Parecía… no sé cómo decirlo… de vuelta de todo. Había hecho el duelo por su hijita. Decía que Manon estaba muerta. Que era otro quien vivía ahora con ella en su casa.
—¿Manon persistía en su actitud?
—Había orinado sobre una Biblia. Se había masturbado delante de un vecino. Hablaba en latín.
Entre líneas, varias verdades. Cuando Thomas Longhini hablaba de un «diablo» que amenazaba a Manon no se refería a Sylvie, sino a una fuerza horrible que poco a poco transformaba a su amiga. Cuando madame Bohn recordaba los «juegos peligrosos» no era Thomas quien los empezaba, sino Manon. Todo debería haberse resuelto en una institución, con especialistas en esquizofrenia. Mariotte continuó: