—Sylvie fue perdonada.
—¿A qué se refiere?
—Hiciera lo que hiciese, imploró perdón al Señor y fue escuchada.
—¿Trabaja usted en las oficinas del purgatorio?
—No se ría. Sylvie fue perdonada. Tengo la prueba de lo que afirmo, ¿comprende?
Vi aparecer a quinientos metros un coche patrulla gris, marca Fiat, sin mampara divisoria; estaba en un estado solo algo mejor que mi coche. Mi escolta.
—Volveré a visitarla —la previne.
—No tengo nada más que decirle. Pero rezaré por usted. Tiene demasiada ira en su interior para poder comprender esta historia. Debe estar totalmente purificado para enfrentarse al enemigo que lo espera.
—¿Qué enemigo?
—Lo sabe perfectamente.
Colgó. El Fiat había llegado. La conversación con los maderos italianos se redujo al mínimo. Los dos hombres debían de haber recibido instrucciones. Ni una palabra sobre el estado de mi coche. Ni sobre mi situación de francés errante, perdido a unos kilómetros de la frontera. Cogí mi bolsa y dije adiós a mi cacharro, acompañado de un emotivo sentimiento de pesar hacia mi aseguradora. Declararía que me lo habían robado, sin entrar en detalles.
Cruzamos el puesto fronterizo italiano sin problemas. Repanchigado en el asiento de atrás, contemplaba el paisaje. El mismo que en el lado suizo, pero tenía la impresión de haber atravesado un espejo, de hundirme en el reflejo italiano de las montañas que había admirado al alba. Los torrentes me saludaban y los puentes, cada vez más numerosos, reemplazaban a los túneles. Elevadas estructuras suspendidas por cables. Colosos de hormigón hundidos en el agua, arcos de fibra de formas afiladas. Ya no pensaba. Solo sentía los latidos sordos de mi cuerpo magullado. No tardé en quedarme dormido.
Cuando desperté habíamos dejado atrás Várese. Ya no había torrentes ni pinos. Avanzábamos velozmente por la autopista A8. La enorme llanura de Lombardía parecía correr en línea recta hasta Milán.
A las diez y media, llegamos a las inmediaciones de la ciudad industrial. Tráfico intenso. Mis acompañantes no conectaron la sirena. Tranquilos, silenciosos, impenetrables, me recordaban a los guardaespaldas con los que me había cruzado en Milán, los que protegían a los jueces de la operación
Marti pulite.
Milán era fiel a mis recuerdos.
Ciudad plana, rectilínea, oscura y luminosa al mismo tiempo. Una leve melancolía planeaba a lo largo de las avenidas, pero no estaba dedicada al amor o a alguna edad romántica, sino a una pasada era industrial. Allí no se echaban de menos la quietud del lago, los amores atormentados, sino el desarrollo de los años sesenta, el ruido de las máquinas, los tiempos de los imperios Fiat y Pirelli. En ese valle, donde el viento estaba siempre ausente, flotaba aún aquel viejo sueño del patrón capitalista, aislado en su mansión moderna, acariciando el proyecto de construir un mundo nuevo, lleno de engranajes, de humo y de liras.
Corso Porta Vittoria.
El palacio de justicia era un templo macizo, con esbeltas columnas de base cuadrada. Toda la plaza parecía seguir esa estricta geometría. Las cabinas telefónicas, colocadas en ángulo recto entre los adoquines; los rieles de los tranvías naranja, perpendiculares a las líneas del palacio.
Las once en punto. Salí del coche y franqueé el umbral del New Boston, justo enfrente del palacio, en la esquina de la calle Carlo Freguglia.
Cada paso que daba me parecía un milagro.
—Se te ve en plena forma.
Giovanni Callacciura practicaba ese humor absurdo que se expresa en un tono normal, sin mover ni una pestaña. Era un italiano del norte, lleno de vigor y salud; frente grande y bigote fino posado sobre una boca enfurruñada. Vestido de Prada de pies a cabeza, era más delgado de lo que su rostro redondo hacía suponer. Ese día llevaba un pantalón recto de lana gris, un jersey de cachemira marrón con cuello redondo y una chaqueta guateada azul marino. Parecía salido de un escaparate del Corso Europa.
Le señalé la silla frente a mí. El ayudante del fiscal se sentó mientras pedía un café. El New Boston era una
gelateria
típica: larga barra de cinc, olores mezclados de café y mermelada,
paninis
y cruasanes colocados en hondas fuentes cromadas. Los asientos eran color cereza y los manteles rosa. Las mesas redondas parecían unas pastillas tamaño gigante para la garganta.
—Cuéntame tu noche de locura —dijo quitándose las gafas de sol.
—Tú primero. ¿Sabes si esos tipos han sido detenidos?
—Han desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿A unos kilómetros de la frontera?
—Que yo sepa, tú lograste esconderte en el fondo de un sotobosque.
Bebí un sorbo de café. Puro extracto de tierra quemada. Observé el cruasán de chocolate que había pedido y que de momento no había tocado.
—¿Se puede fumar aquí? —pregunté.
—Por ahora, sí.
Callacciura cogió un purito, luego empujó el paquete de Davidoff hacia mí. También me serví uno. Las advertencias continuaban de este lado de la frontera: FUMARE UCCIDE. El magistrado observó mis dedos amoratados por el frío.
—¿Quieres ver a un médico?
—Estoy bien.
—¿Qué pasó anoche?
Le hice un resumen del trayecto persecución, añadiendo detalles significativos: la profesionalidad de los asesinos, el fusil de asalto… Nada que ver con los atracadores de fronteras. Sin darme un segundo para tomar aliento, Giovanni ordenó:
—Háblame de tu investigación. La que te ha traído hasta aquí.
Le conté el asesinato de Sylvie Simonis, el infanticidio catorce años atrás, el vínculo misterioso que unía los dos crímenes. Mencioné también mi asociación con Sarrazin-Longhini, el gendarme vengador del que solo me fiaba a medias. Para no aumentar su confusión, omití el punto de partida de la pesadilla: Luc Soubeyras y su intento de suicidio.
Callacciura guardó silencio durante un buen minuto. Abría y cerraba las patillas de sus gafas de sol, con el purito en la boca.
—Parece difícil hacer coincidir todo eso —dijo por fin.
Me masajeé la nuca, dolorida todavía por la colisión.
—Sobre todo cuando me agacho.
No se tomó la molestia de sonreír. Hundió la mano en su maletín y colocó sobre la mesa un portafolios rojo bastante delgado.
—Es todo lo que tengo. Milán está lejos de Sicilia. Ayer, cuando me hablaste de tu historia, no caí en la cuenta. En realidad, el asesinato tuvo bastante repercusión hace dos años. Al principio se pensó que se trataba de uno de esos crímenes salvajes propios de Sicilia. Pero todo cambió al descubrir la personalidad de la asesina.
—¿Es decir?
—Es una larga historia. Una historia italiana. La descubrirás tú mismo. En Catania no tendrás ninguna dificultad para enterarte de todos los detalles.
—Hazme un resumen de los hechos.
El italiano terminó su café de un sorbo.
—Agostina Gedda era una enfermera normal y corriente que vivía en Paterno, en la periferia de Catania. Se había casado con Salvatore, un amigo de la infancia, instalador de cables eléctricos. Nada extraño. De repente, el año pasado, ella lo mató. Con extrema crueldad.
—¿Su móvil?
—Nunca ha querido explicarse.
—¿Estás seguro de que se encuentran los mismos elementos que en mi caso?
—Segurísimo. Las descomposiciones. Los insectos. Las mordeduras. La lengua cortada. Se menciona hasta el liquen bajo la caja torácica. ¿Te suena?
Asentí. ¿Cómo era posible que dos asesinatos tan similares hubieran sido cometidos por dos personas distintas? Había muchos detalles que no encajaban. Proseguí:
—Un asesinato de ese tipo exige conocimientos específicos, materiales de difícil acceso.
—Agostina era enfermera. Tenía acceso a las sustancias ácidas. En cuanto a los insectos, ella pretende haberlos recogido de la carroña de los animales, en los basureros. Es difícil de verificar.
Tendí los dedos hacia el expediente. Callacciura puso su mano encima.
—También debo prevenirte.
—¿De qué?
—En el fondo de este caso hay un elemento… místico.
En su lugar, yo habría dicho maléfico.
—La pasma no es la única que está en el asunto —continuó—. El poder religioso se interesa en el caso de Agostina.
—¿Qué poder religioso?
—El único: el Vaticano. La Santa Sede se hizo cargo de la defensa de Agostina. Envió a sus abogados.
—¿Por qué?
El ayudante del fiscal sonrió veladamente.
—Lo verás tú mismo.
Sacó un papel doblado de su bolsillo. Un billete electrónico de avión para Catania.
—Te he reservado un billete en clase
business
. Lo pagarás en el aeropuerto. Tienes medios, si mal no recuerdo.
—¿Te preocupas por mi comodidad?
—Me preocupa tu aspecto. Podrás acceder al Caravaggio Lounge, el salón vip. Tiene duchas. Todo lo necesario para ponerte de punta en blanco.
Un sobre se materializó entre sus manos.
—Aquí tienes una carta para Michele Geppu, el jefe de la Questura de Catania. Él te abrirá todas las puertas.
Iba a darle las gracias pero Giovanni levantó la mano.
—Dejemos las efusiones a un lado. Ahora, ve a los aseos. Uno de mis hombres te espera. Le entregarás tu arma.
—Pero…
—No abuses de mi gentileza. Conoces las normas: un solo milagro a la vez.
Con estas palabras, se puso de pie y me guiñó un ojo.
—Quiero un informe detallado tan pronto como tengas novedades. —Simuló un escalofrío—. Soy un funcionario. ¡Tus historias de asesinatos me excitan!
Incluso bajo la ducha con el agua ardiendo no conseguía entrar en calor. Era como esos platos congelados que a veces trataba de cocinar: calientes por fuera pero helados por dentro.
En la sauna del salón Caravaggio, me afeité y me cambié de traje. Por fin tuve la suficiente lucidez para pensar en mi hipótesis del día: el asesinato de Sylvie Simonis abría la puerta a otra realidad, que superaba al asesinato ritual. Un saber prohibido, una lógica superior que exigía que se asesinara para preservarla. Esa era la razón por la cual habían intentado eliminarme. Luc había dicho: «He encontrado la garganta». Ahora iba camino de la garganta. No sabía qué significaba, pero mis perseguidores de aquella noche sí lo sabían.
En el avión, hojeé el expediente de Callacciura. Nada, aparte de lo que ya me había contado de viva voz. El cuerpo de Salvatore había sido descubierto al norte de Catania, en una obra abandonada. Agostina Gedda había sido detenida en su casa unas horas más tarde. No opuso ninguna resistencia y lo confesó todo ese mismo día. Pretendía haber robado los ácidos en el hospital y haber practicado las torturas en el mismo lugar donde se había descubierto el cuerpo. Los investigadores encontraron los frascos, las correas, los residuos orgánicos. Agostina no dio explicación alguna sobre las huellas de mordeduras, el liquen o la lengua cortada pero conocía esos elementos. No era posible que fabulara. ¿Por qué ese asesinato? ¿Por qué tanta atrocidad? ¿Tanta complejidad? La enfermera permaneció muda.
El portafolios también contenía las fotos de los protagonistas. Salvatore Gedda era un hombre joven de expresión dulce, con ojos claros y largas pesuñas. Agostina tenía un rostro delgado y bien proporcionado, con los cabellos negros y cortos. Unos ojos oscuros, brillando como el fondo de un tintero, una nariz respingona, la boca en forma de corazón. Su retrato era una foto antropométrica. Sin embargo, por encima de la placa que llevaba su nombre, la mujer resplandecía con una luminosidad y una inocencia que contrastaban violentamente con el contexto.
El avión empezó a bajar. Casi las seis de la tarde. La noche caía sobre Sicilia. Varios viajeros que ocupaban la fila de asientos opuesta a la mía, se inclinaban sobre las ventanillas. Algunos filmaban; otros tomaban fotos. Su entusiasmo me sorprendía. En la oscuridad, Catania no debía de ofrecer una vista extraordinaria, ya que era una ciudad construida con lava negra.
Después del aterrizaje, pasé la aduana y busqué las agencias de alquiler de coches. Nuevamente, la actividad del aeropuerto me pareció extraña. Unos equipos de televisión reunían su material. Unas patrullas de soldados atravesaban el vestíbulo a toda prisa. ¿Se me había escapado algo?
Escogí el único stand que no había sido asaltado por los reporteros. Opté por un modelo discreto, un Fiat Punto clase C, y firmé los formularios que me presentó el vendedor.
—¿Conoce un buen hotel en Catania? —pregunté.
—No hay problema.
El hombre metió la mano bajo el mostrador y cogió un plano.
—¿Periodista?
—¿Por qué periodista?
—¿No viene por la erupción?
—¿La erupción?
El hombre se echó a reír.
—El Etna despertó ayer. Es una suerte que haya podido aterrizar. Mañana, la pista estará cubierta de cenizas. Sin duda, será el último vuelo en bastante tiempo.
—Usted no parece inquietarse.
—¿Inquietarme? En absoluto. ¡Estamos acostumbrados!
Sin embargo, se había declarado el estado de emergencia.
Sobre la carretera, los
carabinieri
habían establecido controles para impedir que los vehículos tomaran la dirección del volcán. Encendí la radio y encontré una emisora de informativos. La erupción de ese 28 de octubre no era común. Hacía diez años que el volcán no alcanzaba tal intensidad. Se habían producido fisuras en dos laderas a la vez. Una primera erupción en la cara norte, hacia las dos de la mañana, había asolado la zona turística de Piano Provenzana, a dos mil quinientos metros de altura. Luego, otra fisura se había producido en la ladera sur, cerca de otro refugio situado por encima del pueblo de Sapienza. Ahora se hablaba de fallas gigantescas, que se abrían sobre dos kilómetros de anchura.
Apagué la radio. Me pareció escuchar un rugido sordo, acentuado por deflagraciones. Me detuve sobre el arcén lateral y agucé el oído. Sí, eran truenos breves, compactos. Las detonaciones del Etna en las tinieblas. Podía sentir las ondas sísmicas bajo la alfombra del coche.
Arranqué de nuevo, más fascinado que asustado. Según el plano, circulaba por el lado sur del volcán. Distinguí el resplandor rojo de una de las fallas, así como las fuentes y los ríos de lava en fusión que dibujaban regueros en medio de la noche.
Cuando el Etna estuvo a la vista, me detuve nuevamente. La carretera estaba llena de vehículos que circulaban a gran velocidad en los dos sentidos, con luces giratorias encendidas, sirenas que aullaban, en una atmósfera apocalíptica.