Busca su placer, lo alcanza, lo pierde, vuelve una vez más. Un acto amoroso a la vez brutal y delicado, preciso y bárbaro, del que estoy excluido. Me adapto a su balanceo y siento que sube en mí la misma búsqueda, el mismo empecinamiento. Nos acoplamos, solitarios en nuestro esfuerzo por robar lo que cada uno guarda para el otro.
Todo se acelera. Nuestros labios se atropellan, nuestros dedos se enganchan. El momento culminante está ahí, a un suspiro, en algún lugar bajo nuestros vientres. Carne contra carne, nos tambaleamos, nos buscamos, nos sondeamos. Ella sigue a horcajadas sobre mí, con los talones plantados en las sábanas, ajena al pudor, a la contención, y sé que es el único camino, el único medio de llegar al final. Nada cuenta salvo esta torsión volcánica, el frotamiento inquietante de nuestros abismos, el sílex de nuestros sexos.
De pronto, ella se arquea y grita. Entonces soy yo quien la coge por los cabellos y la vuelve hacia mí. Un poco más, un milímetro y seré feliz. Sus senos vuelven con fuerza, con tormento, con vértigo. De pronto, el destello se multiplica. El ardor se concentra, sube en mí. El goce recorre mis miembros como una corriente eléctrica, sin fuente ni límite. Una fracción de segundo aún. Echo atrás su torso y la devoro con los ojos por última vez: brazos en alto, senos desplegados, vientre tenso, papel de arroz, pubis negro.
El calor explota en mi sexo.
Durante ese segundo, todo en mí queda absuelto.
Un instante más tarde, soy yo otra vez. El trance está lejos. Pero me siento nuevo, puro, limpio. Me hundo en la desesperación. En la vergüenza. En la lucidez. Pienso en las mentiras de mis últimos quince años. El amor exclusivo a Dios. La compasión hacia los demás. El sexo reservado a las «amiguitas» exóticas. Bricolaje ilusorio. Mi deseo de hombre pésimamente ahogado en mi amor de cristiano. Me siento enfadado con Manon, por tantas verdades, tantas evidencias lanzadas a mi cara, a mi cuerpo con solo algunas caricias. Luego floto sobre una onda de calidez. Soy otra vez feliz.
—¿Estás bien?
Su voz ronca estaba cargada de sosiego, de bondad. Sin responder, palpé mis ropas buscando un cigarrillo. Camel. Zippo. Calada. Me tumbé de espaldas cruzado sobre la cama. Manon recorrió mi rostro con su índice, siguiendo la línea de la frente, de la nariz. Así pasaron varios minutos. La habitación ya no era una nevera sino un horno. Los cristales estaban cubiertos de vaho. Vacíe el paquete de pitillos sobre la mesilla de noche para utilizarlo de cenicero.
—Te propongo un juego —susurró—. Dime qué es lo que más te gusta de mí.
No contesté. Había tenido un viaje, un chute de heroína pura. Solo sentía un inmenso aturdimiento, un entumecimiento infinito.
—Vamos —dijo, regañándome—. Dime qué amas de mí.
Me apoyé en el codo enderezándome y la contemplé. No era solo el cuerpo que estaba desnudo delante de mí, sino todo su ser. La noche arranca las máscaras y también los rostros. Solo quedan las voces. Y el alma. No hay más tics, ni convenciones sociales, ni las habituales mentiras con las que nos disfrazamos.
Podría haberle dicho que no era el amante quien estaba trastornado en ese instante, sino el cristiano ante su desnudez. Estábamos como después de una confesión. Liberados de toda falta, limpios de las falsas apariencias. Esa era la paradoja: salíamos del pecado de la carne, pero nunca habíamos sido tan inocentes.
Eso es lo que habría podido murmurarle. Sin embargo, en lugar de eso, farfullé algunas trivialidades acerca de sus ojos, sus labios, sus manos. Palabras tan usadas que habían perdido el significado. Ella rió en voz baja.
—Eres un torpe, pero no tiene importancia.
Se puso boca abajo y colocó el mentón entre las manos.
—Te diré lo que amo yo de ti.
Su voz estaba cargada de agradecimiento, no hacia mí sino hacia la vida, sus sorpresas, sus alegrías. Su respiración demostraba que siempre había creído en esas promesas y que aquella noche acababa de demostrarle que no estaba equivocada.
—Amo tus rizos —empezó, ensortijando mis cabellos con los dedos—. Siempre parecen húmedos, como pequeños recuerdos de lluvia. —Pasó su índice bajo mis ojos—. Amo tus ojeras, que parecen las sombras de tus pensamientos. Tu rostro, que se alarga interminablemente. Tus puños, tus clavículas, tus caderas, que hacen daño y a la vez son tan flexibles, tan suaves, tan serenas…
Tocaba cada parte como para cerciorarse de que todo estaba en su sitio.
—Amo tu cuerpo, Mathieu. Quiero decir, su vida, su movimiento. Esa manera que tienes de expresar tus sentimientos a través de los gestos. La forma como levantas bruscamente un hombro, en señal de incertidumbre. Cómo te coges el mentón con dos dedos para apoyar tus palabras. Cómo te sientas, agotado, dispuesto a dormirte y al mismo tiempo impaciente, en una tensión extrema. Amo cómo enciendes tus cigarrillos con ese gran mechero; el cigarrillo en la punta de tus dedos tan finos. Se diría que todo arde: la mano, el brazo, el rostro.
Mientras acariciaba mis sienes, prosiguió:
—Amo todos esos gestos, esas rupturas, esos estremecimientos. Se diría que siempre has tenido dificultades para encontrar tu lugar en este mundo. Entras violentamente, en el último momento, demasiado rápido, con excesiva dureza. Nunca estás seguro de tus recursos. No te ofendas, Mathieu, pero también tienes algo de femenino. Creo que por eso me has hecho gozar tanto esta noche. Conocías, por instinto, mis secretos, mis puntos sensibles. Para ti era un terreno conocido que poco a poco se ha revelado bajo tus dedos.
Se echó a reír tomándome la mano y leyéndola.
—¡No pongas esa cara! ¡Son cumplidos!
Adoptó un tono confidencial.
—También siento una distancia, un respeto, casi cierto espanto hacia mí, que me procura un placer… irresistible. Eres todo un hombre, Mathieu; no cabe la menor duda. Pero tu complejidad me hace tiritar, de los pies a la cabeza. ¡Reúnes tantos contrarios! Caliente, frío, sólido, frágil, atrevido, tímido, masculino, femenino…
El frío volvía. Me costaba reconocerme en aquel extraño que ella describía. Pasó su brazo alrededor de mi cuello y me besó.
—Pero sobre todo, en el fondo hay algo que te corroe y te imprime una realidad, una presencia que no he visto en nadie.
—¿Ni siquiera en Luc?
La pregunta se me había escapado. Ella se irguió:
—¿Por qué me hablas de Luc?
—No lo sé. Lo conociste, ¿no? Estuvo aquí.
—Se quedó varios días. No se te parecía. Es mucho más frágil que tú.
—¿Luc, más frágil?
—Parecía tener mucha determinación, pero no había en él ningún punto fuerte, ninguna base. Estaba en caída libre. Mientras que tú te sostienes, agarrado a no sé qué hilo.
—¿Pasó algo entre vosotros?
Otra carcajada.
—¡Qué cosas se te ocurren! En él no había lugar para el amor. No para este tipo de amor, en todo caso.
—Eso no es lo que te pregunto. Tú, ¿sentiste algo por Luc?
Me despeinó.
—¿Estás celoso? —Escondió la cabeza en el hueco de mi hombro—. No. Nunca se me habría ocurrido. Luc vivía en otro planeta. Decía que me amaba pero sonaba vacío.
—¿Decía eso?
—Constantemente. Hacía unas declaraciones brutales. Pero no le creía.
Una luz estalló en mi mente. Una posibilidad que nunca había surgido. Un suicidio por amor. Luc se había quedado prendado de Manon. ¡Y esa era la razón de su intento de suicidio! Se había querido quitar de en medio porque una muchacha inconsciente le había dicho «no». Luc había amado a Manon con la pasión de un fanático y ella lo había rechazado riéndose, arrojándolo a los infiernos.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —pregunté en tono seco—. Quizá Luc te amaba con locura.
—¿Por qué hablas en pasado?
No contesté. Acababa de cometer un error. El que se espera del sospechoso, en plena noche, durante su detención. Manon me miró muy seria.
—¿Qué pasa? Me has dicho que Luc había sido trasladado.
—Te he mentido.
—¿Le ha ocurrido algo?
—Intentó suicidarse. Hace dos semanas. Salió adelante pero está en coma.
Manon se puso de rodillas frente a mí.
—¿Cómo? ¿Cómo lo hizo?
Le conté los detalles. El ahogamiento, el cinturón con piedras, el rescate, la utilización de la máquina de transfusión. Igual que en su caso.
Se hizo el silencio. Luego Manon se puso de pie, desnuda, y contempló la noche por la ventana, con la frente apoyada en el cristal. Me daba la espalda cuando, con voz consternada, murmuró:
—Eres el madero más gilipollas que he conocido.
Agostina Gedda me había dicho lo mismo en otra ocasión. Iban a acabar convenciéndome. Pero algo no encajaba en esa reflexión. Me esperaba una bronca por no haber dicho la verdad. No ese tono de decepción.
—Debí decírtelo antes, pero… —contesté.
—Luc no intentó suicidarse. —Se volvió y vino hacia mí, con una mirada furiosa—.Joder, ¿cómo no te has dado cuenta?
—¿De qué?
—No fue un intento de suicidio. ¡Repitió, exactamente, mi ahogamiento!
No pillaba lo que quería decir. Todavía de pie, me agarró del pelo, con las dos manos, violentamente.
—¿No lo entiendes? ¡Entró en coma voluntariamente para ver lo que, supuestamente, yo vi hace años! ¡Intentó provocar una experiencia de muerte inminente, esperando que fuera negativa!
No dije nada, atento al ruido que hacían mis pensamientos ensamblándose en mi cabeza. En unos segundos, todo estuvo en su lugar. Manon estaba en lo cierto. Inclinada sobre mí, gritó:
—¿Y tú pretendes conocerlo? ¿Pretendes que es tu mejor amigo? ¡Joder, has errado completamente el tiro! Luc es un fanático. Estaba dispuesto a todo para conseguir las respuestas a sus preguntas. ¡Quería proseguir su investigación en el más allá! ¡Quiso matarse para ver al diablo por sí mismo!
Cada palabra era un estallido de lava.
Cada idea, una estaca en el corazón.
No podía hablar y, de hecho, no había nada que decir. En una fracción de segundo, Manon había adivinado lo que yo había ignorado durante dos semanas. «He encontrado la garganta», había dicho Luc a Laure. Eso significaba que había encontrado el pasaje, el modo de entrar en contacto con el demonio. ¡Provocarse el coma para ir al limbo!
Luc había ido al encuentro del diablo, en el fondo del inconsciente.
Fuera volvía a llover. Observaba a través del parteluz los filamentos de luna que se derramaban adaptándose a las impurezas del cristal, rodeando las burbujas, resbalando como azúcar hilado. Otro cigarrillo. Caminaba mentalmente al borde del abismo pero, a medida que reflexionaba, la tierra se consolidaba bajo mis pies.
Los elementos se ordenaban.
Luc lo había organizado todo, lo había coordinado todo, para caer en coma. Había reproducido cada una de las circunstancias del ahogamiento de Manon, no para hundirse, sino para sobrevivir. Había colocado el lastre calculando su peso, a fin de sumergirse rápidamente y envolverse en el frío de inmediato. Había abierto la puerta de la esclusa para ser arrastrado hasta las rocas y quedarse atascado. Otra vez el frío. Pero había tomado la precaución de sumergirse cinco minutos antes de la llegada del jardinero. Justo el tiempo que necesitaba para morir.
Había otro detalle en su plan. El médico de Chartres me había comentado que, por casualidad, el servicio de urgencias estaba en la zona en ese momento. Una llamada falsa había desplazado hacia allí al equipo de rescate. Esa llamada provenía del mismo Luc. Para que lo llevaran al hospital lo más rápidamente posible. Y no a cualquier hospital: al Hôtel-Dieu de Chartres, que contaba con una máquina
by-pass
que podría calentar su sangre y salvarle la vida.
Exactamente como sucedió con Manon en 1988.
Otros detalles.
Luc no tenía ninguna seguridad de que lograría una experiencia de muerte inminente. Y mucho menos, negativa. Pero suponiendo que consiguiera atravesar la muerte, quería hacerlo por el plano inferior, el de la angustia, el de las tinieblas. Por eso tomó la precaución de invocar al diablo. Por eso Laure encontró en Vernay los objetos de un culto satánico. Luc había llevado a cabo el ritual precisamente antes de ahogarse. ¡Se había citado con el diablo en el fondo del limbo!
Sin embargo, y a pesar de su determinación, también debía de estar muerto de angustia. Quiso procurarse un arma. Aunque fuese simbólica. Eso explicaba que tuviera una medalla de san Miguel en su puño. Luc no temía ir al infierno, había escogido ese destino. Pero esperaba salir sin heridas, sin dañarse espiritualmente, gracias a la figura del Arcángel. Parecía ridículo, pero me sentía incapaz de juzgar un proyecto excepcionalmente anómalo como el de Luc.
Mi amigo pelirrojo había corrido un riesgo increíble. Físico, pero también psíquico. Lo que había sido posible para una niña ya no lo era para un adulto. Según Moritz Beltreïn, Manon había salido adelante sin secuelas gracias a su edad y a la capacidad de regenerarse de su cerebro. ¿Saldría indemne Luc a sus treinta y cinco años? ¿Llegaría tan siquiera a despertar algún día?
Su fanatismo era pasmoso. Pero su coherencia era lo que más me sorprendía. Siempre había querido ver al diablo; probar su existencia al mundo. Toda su vida se había encaminado hacia esa apuesta, esa experiencia: hundirse voluntariamente en los abismos. Y resurgir, con la prueba en la mano.
Otro pitillo.
Las cinco de la mañana.
Manon se había quedado dormida. A pesar de su enfado conmigo. A pesar de su desesperación por Luc. A pesar de su creciente angustia por ella misma.
Luc, desde su habitación del hospital, había echado leña al fuego. Si un hombre era capaz de semejante sacrificio, ¿no demostraba que existía una realidad que había que descubrir? ¿Que Manon había visto algo en el fondo de la «garganta»?
Esperé a las seis de la mañana para llamar a Laure. Había llegado la hora de las pesquisas. Viejo acto reflejo de madero. Hacía cuatro días que no la llamaba. Ahora, sentía una necesidad irrefrenable de informarme. No había ninguna razón para pensar que su estado hubiera evolucionado, pero la naturaleza del coma de Luc había cambiado. Debía hablar con Laure, con los médicos, con los especialistas.
Observaba las manecillas de mi reloj, mirando cómo pasaba cada minuto.
Las seis, por fin.
El teléfono sonó cinco veces. Oí una voz somnolienta.
—Laure. Soy Mathieu.