Esclavos de la oscuridad (67 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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Busqué en mi memoria. Íbamos a dejar atrás la calle Mikokajska que se abría en una gran curva a nuestra izquierda. Esperaba distinguir una hilera de luces que dieran la vuelta, con lo que se confirmaría que estábamos en el buen camino. Pero no ocurrió; por otra parte, era imposible ver más de dos farolas simultáneamente.

De repente, no distinguí absolutamente nada. ¿Habíamos salido de la calle? La neblina cambió. Más espesa, más fría. Del suelo subía un olor a tierra mojada, a podredumbre inmóvil. Mierda. Ya no estábamos en la calle Sienna. Quizá ni siquiera habíamos estado en ella. Intenté recordar una vez más, dibujando mentalmente un mapa del barrio.

Entonces comprendí.

El Planty.

El parque que circunda la ciudad antigua de Cracovia.

Había tomado la dirección equivocada desde el principio. Habíamos caminado de frente, volviendo la espalda al monasterio. A modo de confirmación, la gravilla crujió bajo mis pies. Los árboles aparecieron, dibujando líneas espectrales, suspendidas, sin raíces. Unos brazos, unas cabezas: las esculturas de los jardines. Tuve ganas de gritar. Estábamos solos, perdidos, completamente vulnerables.

—¿Qué ocurre?

La voz de Manon, muy cerca de mi oído. No tuve valor para mentir.

—Estamos en el Planty. El parque.

—Pero ¿dónde, exactamente?

—No lo sé. Si lo atravesamos, probablemente llegaremos a la avenida Sw. Gertrudy.

—¿Y si no sabemos ubicarla?

Le apreté la mano sin responder. Nuevas farolas flotaban en el aire. Una alameda. Intenté dar mayor solidez a mis pasos, para reconfortar a Manon, que temblaba bajo su anorak.

Sensación de nadar más que de caminar. No dejaba de estirar el cuello, de entrecerrar los ojos, sin resultado. Como reacción, mi oído parecía agudizarse. Me parecía percibir la condensación de las gotas, la longitud de las ramas, los chasquidos del hielo sobre las estatuas y, abajo, el crujido de la tierra helada bajo nuestros pies.

De repente, otro ruido mucho más presente.

Algo hacía crujir las piedras. Me detuve y tapé la boca de Manon con mis manos. El ruido cesó. Repetí el movimiento: dos pasos; luego detenerse. El ruido se produjo de nuevo y se apagó de inmediato. Era un eco, pero demasiado cercano para mi gusto.

Desenfundé mi 45. Solo había dos posibilidades. Los hombres de Zamorski o los Siervos. Despacio, muy despacio, quité el seguro de la Glock, apostando mentalmente por los seres satánicos. Acechaban en todas las salidas y entradas de «su» monasterio y acababan de conseguir el premio gordo: Manon, la presa que esperaban desde hacía semanas, sin protección, acompañada solo por un extranjero y extraviada en un parque sumergido en la bruma.

Mi arma temblaba en mi mano. Ya no encontraba la sangre fría que siempre me había salvado en las peores situaciones. Tal vez la fatiga. O la presencia de Manon. O esa ciudad extranjera e invisible. Mi cabeza era un caos. ¿Disparar a ciegas, hacia el lugar de donde procedían los pasos? Ni siquiera estaba seguro de dónde provenían. ¿Apuntar a las farolas para cerrar completamente la noche? Absurdo. Perderíamos la única posibilidad de orientarnos.

Los crujidos se reanudaron. Se acercaban. Imaginé criaturas sobrenaturales con los ojos ardiendo. Pupilas de azufre, capaces de ver en la bruma. Tomé la dirección que me parecía opuesta a sus pasos. Pero ya no estaba seguro de nada. ¿Seguíamos en la alameda? Una luz flotaba a lo lejos; inaccesible.

Apreté el paso, tratando no ya de utilizar mis ojos sino únicamente con la ayuda de mi mano extendida. Sensación de piedra fría. Metal de una barandilla. No recordaba haber visto ningún pretil en ese parque. Me agarré y lo seguí febrilmente. El farol me parecía igual de alejado.

La barandilla de hierro se interrumpió y me detuve. En un segundo, percibí los pasos de los otros, mucho más cercanos. Me volví, como si fuera capaz de ver algo. Pero el mundo seguía sumergido en la niebla. Sin embargo, una fisura se abrió de repente en la niebla y entonces los vi.

Unas sombras avanzaban, compactas, formando un frente.

Unas sombras sin rostro, confundidas con la neblina.

Mi corazón dio un vuelco. Por un momento, muy breve, pensé que todo estaba perdido. El pánico me había vencido. Ni siquiera físicamente, ya no tenía ninguna solidez. En ese instante nuestros agresores habrían podido ganar, pero fueron demasiado lentos.

Ya me había recuperado y preparaba un plan de ataque. No había ninguna razón para pensar que ellos veían mejor que nosotros. Solo se guiaban por el ruido de nuestros pasos. La única ventaja que podían tener era el número… y conocer mejor los jardines. Pero nuestra desventaja, la falta de visibilidad, era también la de ellos.

Debía privarlos de su única guía: los sonidos. Cogí con firmeza a Manon y saltamos a un lado. Al cabo de tres zancadas, noté las hojas de un matorral y luego un terreno distinto: césped o musgo. Una superficie suave, que absorbía el ruido.

Otra idea, de inmediato. Aprovechar el silencio y caminar hacia nuestros enemigos. Podían pensar que íbamos a escondernos entre matorrales o detrás de un árbol. Pero ¡nunca que caminaríamos a su encuentro!

Volví a subir por el césped, utilizando mi mano libre como una sonda, rozando los matorrales, palpando los troncos de los árboles. Los pasos, de nuevo. Estaban solo a unos metros a nuestra izquierda. Seguí avanzando. Mi mano encontró una corteza. Atraje a Manon hacia mí y la coloqué entre el tronco y mi cuerpo. Dejó de moverse, de respirar, y sentí que sus cabellos helados me rozaban el rostro. Los cabellos de una muerta.

Entonces sucedió algo.

Los jirones de niebla se abrieron y revelaron claramente a nuestros enemigos. Durante un segundo que me pareció una eternidad, pude observarlos. Llevaban unos abrigos de piel negra que parecían directamente salidos de la Werhmacht. De sus mangas surgían ganchos, navajas, agujas. Armas blancas como injertadas en sus carnes.

Parecían heridos de guerra que habían llegado de otra dimensión. Unos inválidos convertidos, a su vez, en máquinas de matar. Imaginé los miembros amputados, las manos mutiladas reemplazadas por mecanismos amenazadores, dispuestos a cortar, despellejar, arrancar.

Formaban una zarabanda, un carnaval de terror. Un hombre llevaba una máscara de gas, otro la de los médicos del siglo XIX que curaban a los apestados: un largo pico negro con dos agujeros encima. Un tercero caminaba a cara descubierta, desfigurada. Su piel, blanca como la porcelana de un retrete, estaba lacerada. Supe, sin dudar un segundo, que esas mutilaciones se las había hecho él mismo. Vivir para y por el mal. El sufrimiento infligido a los demás y a sí mismo.

Los dientes de Manon empezaron a castañear tan fuerte que le puse la mano en la boca. Abandoné cualquier estrategia. Huir. A cualquier sitio, lejos de esa pesadilla. Salí de nuestro escondite, aventuré una ojeada a mi alrededor y cogí la mano de Manon. Me retuvo y rozó mi mejilla. Me volví para reconfortarla con una mirada, pero no era ella la que me había tocado. En su lugar, un criminal apretaba mis dedos y me acariciaba lentamente el rostro con un gancho de metal, con un gesto casi tierno.

La fracción de segundo estalló en mil detalles superpuestos. Lo vi todo. Los cabellos largos. Las cicatrices. El aparato respiratorio que le atravesaba la cara; un agujero ocupaba el lugar de la nariz. Vi que su brazo se alzaba. En la punta, un gancho conectado a un dispositivo con cables.

La zarpa silbó en el vaho. Me sumergí en la nube para esquivar el golpe. Un dolor me atravesó desde el hombro hacia mis costillas. Solté la automática. Un sabor a hierro inundó mi boca.

La navaja se alzó nuevamente, erró y se perdió en el follaje. Sin saber lo que hacía, pues solo sentía dolor, arremetí contra el gancho y lo aplasté con mi hombro herido, arrastrando al criminal en mi caída. Sin tener en cuenta la quemadura y la sangre que torturaban mi cuerpo, cogí con las dos manos su puño, coloqué mi rodilla encima y le retorcí el hueso con un crujido.

Retrocedí inmediatamente, reptando de espaldas. El criminal se volvió hacia mí. Su abrigo estaba abierto. Debajo, tenía el torso desnudo. La piel de su pecho era tan delgada, estaba tan abrasada, que era translúcida. Vi su corazón latiendo a través de aquella piel de pescado. Me metí entre los matorrales y encontré la navaja automática. La cogí con las dos manos bien abiertas y me corté en la palma. Giré sobre mí mismo. El monstruo ya volvía al ataque blandiendo otro gancho en su mano izquierda.

Se lanzó sobre mí. Le di una patada en las piernas. Tropezó. Levantando mi arma, apunté al corazón y cerré los ojos. El hierro se hundió en la carne. Oí cómo el órgano se abría. La sangre se derramó sobre mí. Abrí los párpados y descubrí la cara de aquella criatura, a unos centímetros de mi rostro, con la máscara arrancada. Agujeros y grietas borboteaban por todos lados a la vez. El vapor de agua pigmentado de sangre se añadía al velo de niebla. Me mordí los labios para no gritar y rodé sobre el costado.

El monstruo se acurrucó, estremeciéndose en su agonía. En un recodo descubrí a Manon, acurrucada contra un árbol, con los ojos fuera de las órbitas. Corrí hacia ella y la abracé con todas mis fuerzas, sintiendo el dolor que me invadía en una arborescencia de fuego. A través de la sangre que presionaba mis sienes, escuché que el crujido de la grava se alejaba. Los Siervos no habían visto nada, no habían oído nada, ¡seguían su camino!

Mi Glock en el suelo. Palpé la hierba hasta que toqué la culata. Metí el arma en el bolsillo y eché una mirada a mi alrededor. Nadie. Habíamos ganado. No tuve tiempo de saborear esa victoria. Otros pasos retumbaban sobre las piedras. Percibí, como imprecisos fuegos fatuos, unos cuellos blancos que resaltaban en la niebla.

Los sacerdotes.

Los hombres de Zamorski, que nos buscaban por el parque.

Al mismo tiempo, un pincel luminoso nos barrió los pies. Los faros de un coche. De modo que estábamos a solo unos metros de una calle. ¡Una verdadera avenida con verdaderos vehículos!

Cogí a Manon del brazo y atravesé los matorrales que nos separaban del mundo humano y corriente. Las hojas se cerraron sobre nosotros mientras imaginaba el combate que se libraría en el Planty.

Seres satánicos contra soldados de Dios.

El Apocalipsis según Zamorski.

93

Vivir con sus muertos.

Aunque no cesaba de repetirme las palabras de Zamorski —«Se encuentra usted en medio de una verdadera guerra»—, no me servían de consuelo. ¿Quién me absolvería de toda esa sangre derramada? ¿Cuándo terminaría esa matanza?

Estábamos en la sala vip del aeropuerto de Cracovia. Un nombre muy rimbombante para aquel espacio más bien lúgubre: luces anémicas, asientos desvencijados, visión de la pista agrietada a través de los cristales sucios. Aun así, era reconfortante. Cualquier cosa habría sido reconfortante después de lo que acabábamos de vivir.

Un vuelo para Frankfurt despegaba cerca de las tres. Era posible hacer un enlace con París: llegada a Charles de Gaulle a las siete de la tarde. Cuando la azafata me dio esa información estuve a punto de abrazarla. Sus palabras tenían para mí otro significado: ¡conseguiríamos huir!

Acurrucada entre mis brazos, Manon permanecía postrada. Todavía estaba empapada de bruma, como yo. Esa humedad, que no nos abandonaba, materializaba nuestro desamparo. Cerré los ojos y me sentí extrañamente consolado, todavía bajo los efectos del anestésico en mis venas.

Durante el viaje en el taxi, habíamos hecho una parada para ver a un médico. Me curó la herida del hombro. La navaja había entrado hasta la clavícula, pero sin romperla y sin cortar ningún músculo. Después de una vacuna antitetánica, pues yo le dije que me había caído sobre una máquina agrícola, el médico cerró la herida con puntos de sutura y me envolvió el torso con una venda tan sólida como el yeso. Según él, no había que temer complicación alguna. Un solo consejo: reposo absoluto. Asentí, pensando en París y en la nueva situación.

La otra fuente de paz era esta convicción: el problema de los Siervos estaba liquidado. Evidentemente podían perseguirnos, pero habían perdido su oportunidad. En adelante, Manon estaría bajo mi protección. Y muy pronto en mi territorio. En París estaría vigilada las veinticuatro horas del día por mis hombres, unos maderos aguerridos capaces de enfrentarse a chiflados con prótesis asesinas e incluso, por qué no, de meterlos en chirona.

Mis pensamientos divagaron, pero volvieron, como siempre, a Luc. Su plan. Su maquiavelismo. Su locura. Yo había sido, sin saberlo, un peón en su juego. El madero de confianza que acumularía las pruebas y rastrearía su historia. Él sabía que yo no creería que hubiera intentado suicidarse y que proseguiría su investigación; repetiría, paso a paso, el camino que lo había conducido al sacrificio. Yo era su apóstol, su primer evangelista, que describiría su combate contra el diablo.

En ciertos detalles, mis conclusiones habían cambiado. Por ejemplo, la medalla de san Miguel Arcángel. Era un error. Luc no la había utilizado para protegerse del demonio. Quería que yo encontrara la garganta y comprendiera el objetivo de su acto. Luc no había llevado a cabo una investigación como tantas otras: ¡se había enfrentado al ángel de las tinieblas!

Lo único que importaba ahora era ¿qué contaría de su experiencia durante el coma? ¿Volvía sin el menor recuerdo o, por el contrario, había vivido una experiencia decisiva? Ya tenía la respuesta. Laure: «Ha visto algo».

—Señor, están anunciando su vuelo.

Seguimos a la azafata hasta la zona de embarque. Pasaporte, tarjeta de embarque. Hacíamos cada gesto con la vivacidad de un boxeador que va a quedar KO, hasta que nos derrumbamos en nuestros asientos de la cabina. Mientras la azafata explicaba las normas de seguridad, nos dormimos profundamente. Como dos trotamundos que no hubieran pisado un hotel desde hacía dos semanas.

En Frankfurt, deambulamos otra vez como fantasmas de paso. Esta vez, el salón First Class era flamante, lleno de hombres de negocios sumergidos en el
International Herald Tribune
. No hice caso de sus miradas de reojo, de desconfianza hacia nosotros. Instalé a Manon en un sofá y salí a buscar algo que comer. Coca-Cola, café, golosinas. No tocamos ni los dulces ni el café. Por el momento, carburábamos solo con Coca-Cola, probablemente para purificar nuestras tripas del horror acumulado.

Unas horas más tarde, sobrevolábamos las luces de París. Me incliné sobre la ventanilla y volví a encontrar la noche, el frío y el velo de polución de la capital. Incluso a través del vidrio, presentía que no se trataba del mismo frío que en Cracovia. En Polonia era una herida permanente, un estado de petrificación que sublimaba cada detalle, revelaba la esencia. En París era un manto triste, cenagoso, indiferente. Un sedimento limoso que con la misma atmósfera melancólica invadía las calles y las horas. Sin embargo, estaba contento de reencontrarme con esa monotonía. Ese hastío crónico era mi ecosistema natural.

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