Habíamos llegado al sector de los dormitorios. Conté seis ojos de buey que se abrían a otras tantas celdas antes de que la auxiliar se detuviera delante de una puerta.
—Es aquí.
Volvió a manipular su manojo de llaves.
—¿Está encerrado?
—Así lo ha pedido él.
Entré en la habitación. La auxiliar volvió a cerrar la puerta con llave. Luc estaba allí, rodeado por cuatro paredes blancas y desnudas. Cinco metros cuadrados de superficie, una ventana sobre los jardines y una cama sencilla. Nada diferenciaba esa habitación de las otras del hospital. Solo noté que la ventana no podía abrirse.
Luc, con un jersey de lana y un pantalón de pijama azul cielo, estaba escribiendo sobre una mesita encajada en un rincón, a la derecha.
—¿Trabajas? —pregunté con calidez.
Se volvió a medias, sin levantarse. Su ancha espalda estaba completamente encorvada sobre su pluma. Su cabeza rapada semejaba un astro apagado, perdido en medio de vientos solares.
—Tomo nota de todo por escrito —susurró—. Es importante.
Cogí el único sillón y me senté a un metro de él. La sombra del anochecer entraba en la estancia inundándola lentamente.
—¿Cómo estás?
—Agotado, desquiciado.
—¿Te medican?
Me dedicó una sonrisa forzada.
—Sí, me dan alguna cosa.
Miró atentamente el capuchón de su estilográfica. Maquinalmente, empecé a buscar en mis bolsillos. Luc adivinó mi intención y dijo:
—Puedes fumar, pero abre la ventana. Me han dado un chisme para la falleba.
Me lanzó una varilla cuadrada que se insertaba en un agujero y permitía abrir las hojas. Después de ponerme un Camel en la boca, le pasé el paquete. Dijo «no» con la cabeza.
—Desde que me desperté no he fumado ni uno.
—Qué bien —dije, por decir algo.
Hice chasquear mi Zippo. Inhalé el humo profundamente, echando la cabeza hacia atrás, luego espiré la abrasadora bocanada a contracorriente del aire helado de la habitación. A mis espaldas, murmuró:
—Gracias, Mat.
—¿Por qué?
—Por lo que has hecho. Por Laure, por mí, la investigación.
—Era lo que esperabas, ¿no?
Soltó una risa breve.
—Es cierto. Estaba seguro de que no aceptarías que me había suicidado. Podía morir tranquilo. Tú dirías la verdad a todo el mundo.
—¿No habría sido más sencillo pasarme antes un expediente completo, como hiciste con Zamorski?
—No. Debías investigarlo personalmente. De otro modo, no lo habrías creído. Nadie lo habría creído.
—Todavía no estoy muy seguro de creerlo.
—Tiempo al tiempo.
Me volví hacia él y me apoyé en la ventana.
—Luc, he venido a hacer un balance de la situación contigo. Necesito poner todas las piezas en su lugar.
—Ya has hecho ese trabajo.
—Necesito conocer el camino que seguiste. Entre los dos podremos ver más claro.
Cerró su libreta con precaución y luego me resumió su historia. No dijo nada que yo no supiera. Todo había empezado el mes de junio, con el asesinato de Sylvie Simonis. Luc vigilaba esa región conocida por sus actividades satánicas. Había investigado, al igual que yo, salvo que desde el principio había formado equipo con Sarrazin. Poco a poco, había seguido la pista de los Sin Luz, de Agostina Gedda, luego la de Zamorski y Manon.
—¿Y Massine Larfaoui?
—La guinda del pastel. Ocurrió en septiembre, cuando ya estaba trabajando en el caso. Conocía a los Siervos de Satán. Conocía la iboga. No me costó demasiado unir las piezas del puzle.
—¿Sabes quién lo mató?
—No. Es uno de los enigmas del expediente.
—¿Y la unita16?
Sonrió a medias.
—Simples estafadores. Nada interesante.
—¿Por qué te pusiste en contacto con ellos precisamente antes de desaparecer?
—Una de las piedrecitas que te dejé en el camino. Era para ti, eso es todo.
—¿Como la medalla de san Miguel?
—Sí, entre otras cosas.
No sabía si debía sentir compasión por mi amigo o simplemente rabia. Le pregunté:
—¿Y en qué andabas con la pista de los Siervos de Satán?
—Los Siervos de Satán no tienen ningún interés. Únicamente se dedican a ritos satánicos, solo que quizá más crueles que otros. Eso es todo. Por ese lado, el único elemento importante era la iboga.
—¿En qué sentido?
—Ahí se podía intentar algo.
—Es decir…
—Que hice ese viaje, sí. Varias veces. A mi manera; inyectándomela. Pedí ayuda a algún farmacéutico.
Recordé inmediatamente los misteriosos rastros de pinchazos en el brazo de Luc. Había tenido esa experiencia varias semanas antes de dar el gran salto.
—¿Y? —pregunté con una voz neutra.
—Nada. Solo me puse enfermo. Pero no vi lo que esperaba.
—¿Dónde encontraste la planta?
—En casa de Larfaoui. Tenía iboga negra almacenada. Su asesino no la tocó.
De modo que las incógnitas persistían. ¿Por qué el asesino no había registrado el chalet del cabileño? ¿No buscaba droga? ¿No estaba relacionado con los Siervos de Satán? ¿O quizá la presencia de la prostituta había sido un obstáculo?
Luc prosiguió, en tono soñador:
—La iboga tuvo una sola virtud: confirmar mi decisión. Comprendí que para ver al diablo había que arriesgar, realmente, el pellejo. Al demonio no le gustan las medias tintas, Mat. Quiere que uno reviente. Quiere decidir por su cuenta la salvación y el modo de manifestarse.
Hice caso omiso de esas palabras de iluminado.
—¿Qué sentido tenía correr tantos riesgos?
—Era la única solución. La experiencia negativa es el meollo de la investigación. La fuente oscura de la que nacen los asesinos homicidas. Los Sin Luz.
—¿Crees que Manon es una Sin Luz?
—No me cabe duda.
—¿Crees que se vengó de su asesina, de su madre?
—No, no lo creo. Lo sé, eso es todo.
Luc clavó sus ojos en los míos.
—Escucha, Mat. No lo repetiré. Me he hundido en las tinieblas por amor a Manon. He visitado los Infiernos como Orfeo. He arriesgado el pellejo. Y mi alma. Todo eso, lo he hecho por ella. Y contrariamente a lo que podrías creer, he rezado con fervor pidiendo no encontrar nada en el fondo del abismo. Para exculparla. Pero ha sucedido lo peor. He visto al diablo, sin lugar a dudas, y ahora sé la verdad. Manon vivió lo mismo que yo acabo de vivir y es una asesina.
Arrojé la colilla por la ventana. No quería discutir.
—¿Así que tú también eres un Sin Luz?
—Voy camino de serlo.
—¿Has invocado al diablo con tres baratijas, te has zambullido en agua helada y ya está?
—No tengo intención de convencerte.
—¿Has escuchado el Juramento del Limbo?
—No puedo responder a esa pregunta.
Levanté la voz, a mi pesar.
—¿De quién te vengarás? ¿De ti mismo? ¿O simplemente cometerás una serie de asesinatos gratuitos?
—Comprendo tus dudas. Me has acompañado hasta determinado punto. No esperaba que fueras más lejos.
Recobró el aliento y luego señaló su libreta.
—Escribo siempre que puedo. Tomo nota de todos los detalles de mi evolución. Pronto no habrá nada que hacer. Habré pasado al otro lado. Ya no tendrán que escucharme ni que creerme. Simplemente… encerrarme.
Ya tenía suficiente. Puse mi mano en su hombro.
—Debes descansar. Volveré mañana.
Cogió mi brazo.
—Espera. Quiero decirte algo más. ¿Nunca te has preguntado por qué estaba obsesionado con el diablo?
—Cada día. Desde que te conozco.
—Todo viene de mi infancia.
Suspiré. ¿Con qué iba a salir ahora? De pronto pensé que quizá recordaría a un anciano que encontró cuando era un niño. Un anciano que se parecería a su visión, pero me dijo:
—¿Te acuerdas de mi padre?
Volví a ver la foto en su escritorio: Nicolas Soubeyras, el conquistador de abismos, vestido con un mono y con el casco con luz frontal en la cabeza. Sin esperar respuesta añadió:
—El mayor cabronazo que he conocido.
—Creía que lo admirabas.
—A los once años siempre se admira al padre. Aunque sea un hijo de puta.
Esperé a ver cómo seguía.
—Un cabronazo que pegaba a mi madre, que nos imponía una disciplina de hierro, obsesionado con sus récords, sus hazañas. En aquella época, yo sufría una lesión del nervio trigémino. Una dolencia muy poco habitual en los niños, que provoca un dolor atroz. Mi padre escondía los analgésicos, los antiinflamatorios, para curtirme. ¿Te haces una idea?
Lo que yo no veía era la relación entre esa historia y la obsesión con el diablo. ¿Acaso Luc había tomado a su padre por un demonio?
—¿Sabes cómo murió? —continuó.
—Se mató durante una expedición espeleológica, ¿no?
—La sima de Genderer en los Pirineos, en abril de 1978. Cerca de Saint-Michel-en-Sèze. Descendió a mil metros de profundidad. Su objetivo era quedarse sesenta días bajo tierra, sin ningún parámetro temporal ni ningún contacto con la superficie, para estudiar su reloj interno. Nunca volvió. Un desprendimiento lo enterró en una gruta. Murió asfixiado, bloqueado por las rocas.
Guardé silencio. Seguía sin ver la relación con Satán.
—Cerca del cuerpo, el equipo de salvamento descubrió una libreta de bocetos. Cuando vi esos dibujos, supe que mi vida ya nunca volvería a ser la misma.
—¿Qué representaban?
—Las tinieblas.
—No entiendo.
—Encerrado en la gruta, mi padre había dibujado lo que le rodeaba, cada día, a la luz de su linterna. Las estalactitas, los contornos de la cavidad, las sombras.
—¿El dibujo era siempre el mismo?
—Precisamente, no. Con el paso de los días, los peñascos se transformaban. Las estalactitas se deformaban. Se convertían en garras que se acercaban para llevárselo.
Imaginé la escena: Nicolas Soubeyras, emparedado vivo, agonizando, acosado por visiones. Empeñado en dibujar a la luz mortecina de su linterna, había visto cómo se modificaba su entorno poco a poco. El último escalofrío antes de sacar el billete para el otro barrio.
Con una voz que parecía provenir de aquella sima, Luc susurró:
—En los últimos dibujos, la bóveda se había transformado en unas alas de murciélago; las estalactitas en nervaduras negras. El fondo de sombras revelaba el rostro.
—¿Qué rostro?
—El que mi padre vio antes de morir.
Sentí pavor. Jugando nerviosamente con el capuchón de su estilográfica, Luc prosiguió:
—El diablo. Mi padre vio a Satán antes de exhalar el último suspiro. El ángel de las tinieblas, surgido del fondo de la tierra para llevárselo. Nunca olvidaré ese rostro. Esa libreta de bocetos ha sido mi biblia negra.
Luc siempre me había contado que había visto a Dios reflejado en la pared de un acantilado durante una excursión de senderismo con su padre. Comprendí que también había visto al diablo, dibujado por Nicolas Soubeyras en el interior de esas mismas montañas.
—Tienes que descansar.
—¡No me hables como si fuera un enfermo! No estoy loco. Todavía no. Te diré algo más. He llamado por teléfono a Corine Magnan. Quiero verla.
—¿Qué le dirás?
—Debe observarme. Mi transformación es la pieza clave del caso. Hay que estudiarme, analizar mi metamorfosis, para descubrir la verdadera personalidad de Manon.
Me estremecí.
—Está poseída, Mat —continuó—. Lo sé, porque estoy del mismo lado que ella. No cesa de mentir, de seducir, de manipular en nombre del mal. Como haré yo, muy pronto.
Yo estaba de pie con la trenca en la mano y, por fin, comprendí la situación. El cisma estaba consumado: en adelante sería él o Manon.
Puse mi mano en su hombro una vez más y murmuré entre dientes:
—Todavía no estás en condiciones de salir de aquí.
—¿Está el profesor Zucca?
Quería aprovechar que estaba en el instituto para hablar con el psiquiatra. La secretaria me respondió con una sonrisa:
—Es su hora de jogging.
—¿Ya se ha ido?
—No, corre por el parque. Aquí mismo.
Abandoné el vestíbulo amarillo y rojo y di la vuelta al pabellón 21. Ya casi era de noche. Me senté sobre los escalones de la entrada lateral, que daba a una de las alamedas del recinto. Zucca debía de dar la vuelta a los edificios varias veces: estaba seguro de que pasaría por allí antes de que finalizara su entrenamiento.
Cogí un Camel y le di unos golpecitos contra el escalón. Llamé al móvil de Corine Magnan. Contestador. Dejé un mensaje, pidiéndole que me llamara cuanto antes. A continuación marqué el número del móvil de Manon. Me atendió con menos hostilidad de la que me temía. La había despertado. Desde nuestra llegada a París, Manon había pasado muchas horas durmiendo. Su sueño era pesado, profundo, algo aletargado. De fondo, se oían las voces de la televisión. Le prometí regresar a la hora de la cena. Colgó con un «Adiós, un beso» apagado, trivial, que no significaba nada.
Encendí el cigarrillo e hice lo posible por serenarme, observando el paisaje que se extendía delante de mí. Superficies de césped cortado, hojas muertas, bosquecillos de carpes. Ni un alma en el sendero, nadie sobre los campos de deporte que estaban frente a los pabellones, ni el menor indicio de un coche. Pensé en Manon, prisionera en mi piso desde hacía una semana. ¿Adónde íbamos nosotros dos?
Zucca apareció al cabo de unos minutos. Corría dando pequeñas zancadas. Iba vestido con ropa K-way de la cabeza a los pies. Me levanté y tiré el cigarrillo. Cuando el psiquiatra me vio, trotó hacia mí con la boca entreabierta, como un perro de caza jadeante. Tenía la tez enrojecida por el esfuerzo.
—¿Ha venido a ver a su colega? —me preguntó entre jadeos.
—También quería hablar con usted.
Señaló con la cabeza el Camel que acababa de tirar al suelo.
—¿Tiene uno para mí?
—¿Corre y fuma?
—Puedo hacer varias cosas al mismo tiempo.
Cogió un cigarrillo de mi paquete. No paraba de dar pequeños pasos sobre el mismo sitio. Se inclinó sobre mi mechero. En su rostro, unas manchas rojas parecían protegerlo de cualquier expresión. Un rostro blindado, dotado de cortafuegos ardientes. Hizo una mueca mientras inhalaba la primera calada.
—¿Qué quiere saber?
—Su opinión sobre Luc. Sobre su estado psíquico. ¿Empeorará?
—Es muy pronto para saberlo.