Esclavos de la oscuridad (68 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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Siete de la tarde, viernes

Autopista saturada. Chaparrón. Abrí la ventanilla del taxi y respiré a fondo. Olor a cemento mojado, a gas de los tubos de escape, ruido espoleante de los charcos. Y los conductores paralizados en el interior de sus coches, como imágenes captadas en un encuadre.

Cuando el taxi llegó a la rue Debelleyme, sentí la extraña angustia propia del recién casado. ¿Cómo reaccionaría Manon ante esa nueva vida? ¿Ante mi piso? Nunca había puesto los pies en París.

Hice los honores mostrándole mi famosa escalera al aire libre. La acogió con una discreta sonrisa. Seguía conmocionada. La violencia de Cracovia había despertado a la chiquilla aterrorizada de antaño. Yo mismo seguía conmocionado. Sin embargo, había otra sensación subyacente al miedo y a la atrocidad. Un estado febril, un entusiasmo sin objeto, asociado a una extraña torpeza. ¿El amor?

Manon se sentó en el canapé del salón. Le ofrecí un té. Lo rechazó. Un licor; tampoco. Petrificada, todavía llevaba puesta su parka guateada. Faltaba lo más difícil: explicarle que debía salir inmediatamente hacia el Hôtel-Dieu. Su reacción no me sorprendió.

—Te acompaño.

Era la primera vez, desde Cracovia, que articulaba más de tres palabras seguidas.

—Es imposible —dije, disuasivo—. Tengo que tomar algunas medidas en París. Protegerte.

—Ni siquiera sé dónde estoy.

De pronto, despertó en mí una profunda piedad, en el sentido literal del término. Comunión, empatía total con su pena. Su tristeza era mi tristeza. Su desarraigo, el mío. Me arrodillé frente a ella y le tomé las manos.

—Confía en mí.

Ella sonrió. Un calor me inundó. Una especie de hemorragia a la vez sorda y deliciosa. Una delicuescencia en el fondo de mí mismo con un gusto mortífero y azucarado. Murmuré:

—Déjame protegerte. Déjame…

No pude terminar la frase. Ella había cogido mi rostro llevando sus labios a mi boca. Toda mi voluntad se desmoronó. El calor se liberó a través de todo mi cuerpo. Mis fuerzas vitales me abandonaron, nunca había experimentado una sensación tan dulce.

Dos horas más tarde, conducía hacia el Hôtel-Dieu. Los recuerdos estaban aún vivos bajo mi piel. Manon. Sus manos sobre mi cuerpo. El ritmo de mi sangre. Los últimos instantes juntos. Ella tocaba en mí puntos desconocidos, superficies insospechadas. Liviana e inédita acupuntura del amor.

Luc Soubeyras había sido trasladado a otro servicio.

Ya no se trataba del limbo, de luces sórdidas, de batas de papel. En un gran pasillo blanco, los ventanales se abrían sobre habitaciones espaciosas donde los pacientes estaban aún conectados a grotescos tubos y aparatos, pero bajo la luz cruda de los fluorescentes.

Caminando por el pasillo, volví por fin al presente. Iba al encuentro de Luc, vivo y consciente. Cuando lo vi detrás del cristal, estuve a punto de gritar. Seguía con los tubos en la nariz y los electrodos en el cuello y las sienes; su delgadez se había acentuado. Pero sus ojos estaban abiertos.

Entré precipitadamente. En un impulso de entusiasmo, le cogí las dos manos.

—Amigo mío, estoy tan…

—Lo he visto.

Me quedé paralizado. Su voz apenas era un suspiro.

—Lo he visto, Mathieu. He visto al diablo —murmuró de nuevo.

V. LUC

94

—Ahora, cierre los ojos.

Luc estaba sentado en un sillón reclinable con el torso desnudo. Un centenar de electrodos saturaban su cabeza afeitada, controlando el ritmo de sus ondas cerebrales. Una constelación de parches medía los latidos cardíacos, la tensión muscular, la respuesta galvánica de su piel: «GSR», que según me informaron, en inglés era
Galvanic Skin Response
, es decir, las microcorrientes eléctricas emitidas por la epidermis.

—Relájese. Tome conciencia, lentamente, de todo su cuerpo.

En el bíceps izquierdo llevaba un brazalete que medía su tensión arterial. Una pinza infrarroja alrededor de los dedos detectaba su respuesta a la saturación de oxígeno. Estos instrumentos debían no solo registrar sus evoluciones psicológicas durante la experiencia, sino también anticipar el peligro; Luc salía del coma y su estado general seguía siendo precario.

—Sus miembros se distienden. Sus músculos se relajan. Ya no experimenta ninguna tensión.

Unos días después de mi visita, Luc había exigido revivir su viaje psíquico bajo hipnosis y delante de testigos. Llegar una vez más, por medio de la memoria, a «la otra orilla» y que cada detalle quedara registrado por escrito.

Eric Thuillier, el neurólogo que lo trataba en el Hôtel-Dieu, se había negado a hacerlo; era demasiado arriesgado. Pero Luc había insistido y un psiquiatra llamado Pascal Zucca, jefe de psiquiatría en el hospital de Villejuif, había accedido. Según él, la sesión podía incluso ser saludable: esa catarsis permitiría que Luc superara su trauma. Finalmente, Thuillier había aceptado, con la condición de que todo se llevara a cabo en el Hôtel-Dieu, en su servicio y bajo su supervisión.

—Ahora siente pesadez en las manos, en los pies…

Era el jueves 14 de noviembre. Desde la cabina de control, observaba a través del cristal a mi mejor amigo, blanco como la pared, perdido entre parches y cables. Una aberración más.

Estaba sentado en el centro de una sala vacía, con las paredes revestidas con metal pulido y el suelo cubierto de placas insonorizadas de linóleo claro. A su izquierda, jeringas, ampollas y un desfibrilador eléctrico estaban colocados sobre una mesa con ruedas. Frente a él, Pascal Zucca, bata blanca y hombros anchos, nos daba la espalda. Encorvado en su silla, parecía un entrenador de boxeo, susurrando los últimos consejos a su campeón. Varias cámaras filmaban la sesión.

Me volví hacia mis acompañantes, que formaban una fila inmóvil en la cabina. La juez Corine Magnan se había trasladado desde Besançon, gracias a un exhorto dictado por ella misma. A su lado, Eric Thuillier observaba los monitores. Un poco más lejos, un psiquiatra cuyo nombre no había entendido, había sido nombrado por la magistrada en tanto que experto. ¿Experto en qué? Aquella sesión era una mascarada.

Detrás de ellos, estaba Levain-Pahut, comisario de división de Estupefacientes, que estaba allí para asegurarse de que no se torturara a uno de sus mejores hombres. Sentado en un rincón, el secretario de Magnan tomaba notas a mano mientras las enfermeras se afanaban con los monitores y los teclados de los ordenadores.

Pero lo mejor era, en un extremo, a la derecha, el invitado especial de Luc. Se había presentado: padre Katz, sacerdote exorcista del Arzobispado de París, representante de la Iglesia católica, apostólica y romana. El hombre de negro estaba aferrado a un pequeño libro rojo, el
Ritual romano
. No podía creer que Luc hubiera conseguido reunimos a todos en torno a su delirio.

—Sus pies se hunden en el suelo. Sus dedos se entumecen…

Tenía ganas de soltar una carcajada, pero no era el momento. La presencia de Magnan y de su secretario demostraba que la magistrada budista se tomaba en serio aquel testimonio. El caso Simonis había caído en las manos de la única juez de instrucción con tendencias esotéricas. La única que podía dar un mínimo de credibilidad a las alucinaciones de Luc Soubeyras.

Me había informado; nunca en Francia se había aceptado un testimonio bajo hipnosis. Según la ley francesa, un testigo debe expresarse siempre con «consentimiento libre y conocimiento de causa», lo que excluye recurrir a un método de sugestión o a cualquier tipo de suero de la verdad. Sin embargo, Corine Magnan estaba allí y su secretario no perdía detalle.

Zucca, cuya voz llegaba a la cabina por medio de altavoces invisibles, murmuró:

—Nota ese peso en todo el interior de su cuerpo… Llega a cada uno de sus miembros, a cada uno de sus músculos…

Luc parecía hundirse en su sillón, más vulnerable que nunca. Su piel salpicada de motas rojizas era prácticamente transparente; casi creía ver cómo palpitaban sus órganos. Pensé en el monstruo del Planty con su corazón a la vista pero ahuyenté inmediatamente aquella imagen.

—El peso se vuelve luz… Una luz que inunda su mente y su cuerpo… No siente nada más… El peso, la luz lo invaden completamente…

Luc respiraba lentamente, con los ojos cerrados. Parecía sosegado.

—La luz es azul. ¿La ve?

—Sí.

—La luz azul es una pantalla sobre la que usted ve surgir las imágenes, los recuerdos… Las imágenes fluirán mientras mi voz siga sonando. ¿Está de acuerdo?

—Sí.

El psiquiatra dejó que pasaran unos segundos y luego prosiguió:

—¿Ve las imágenes?

Luc no respondió. El psiquiatra se volvió hacia el cristal e hizo un gesto de interrogación dirigido a Thuillier, quien a su vez se dirigió a las enfermeras. Luego el neurólogo cuchicheó en un micrófono incrustado en la consola. Zucca también llevaba puesto un auricular.

—Listo.

El psiquiatra asintió manteniendo el rostro bajado; luego, levantó el mentón.

—Luc, ¿están ahí las imágenes?

Luc meneó la cabeza, lentamente.

—Usted seguirá mi voz y describirá esas imágenes. ¿De acuerdo? Otro «sí» con la cabeza.

—¿Qué ve?

—Agua.

—¿Agua?

En la cabina, hubo miradas de desconcierto, luego todos comprendieron.

El río.

El viaje empezaba.

95

—Sea más preciso.

—Estoy a la orilla del río.

—¿Qué está haciendo?

—Camino. Noto un peso.

—¿Qué peso?

—El peso de las piedras. En mi cinturón. Entro en el agua.

Experimentaba cada sensación. El frío se convertía en una sonda en el fondo de mis huesos. Pero era el fanatismo de Luc lo que me dejaba completamente atónito. Volvía a verlo metido en su coche, en diciembre de 2000, después del flagrante delito de Lilas, citando a Teresa de Ávila: «Muero porque no muero». Luc solo había vivido para esa investigación. El último sacrificio. Su cita con el diablo.

—¿Qué sensaciones experimenta?

—Ninguna.

—¿Por qué?

—El frío lo anula todo.

—Prosiga.

—Mi cuerpo se disuelve en el río. Me estoy muriendo.

—Siga mi voz, Luc. Describa la escena.

Después de un breve silencio, Luc murmuró:

—No… No siento nada.

—Hable más fuerte.

—El río viene hacia mí. Me roza la boca. Yo…

Luc se mordió los labios como para impedir que el agua penetrara en su garganta. Otro silencio. En la cabina, la tensión aumentaba. Cada uno de nosotros se sumergía con él.

—Luc, ¿está aquí con nosotros?

Silencio.

—¿Luc?

Ya no se movía. Bajo los cables, sus facciones se hundían, se endurecían como el yeso. Zucca se dirigió a Thuillier por el micrófono del auricular.

—¿A cuánto estamos?

—A treinta y ocho. Si su ritmo cardíaco no arranca de nuevo, lo paramos todo.

Zucca lo intentó otra vez.

—Luc, ¡contésteme!

Thuillier se inclinó sobre el micrófono de la consola.

—Estamos a treinta y dos. Paramos. Se… ¡Joder!

El neurólogo corrió hacia la puerta y entró en la sala. Todas las miradas se volvieron hacia el monitor; la onda era una línea recta y se oía un pitido constante. Luc había vivido mentalmente su muerte, hasta el punto de morir una vez más.

Las enfermeras ya estaban detrás de Thuillier. Todas se afanaban junto a la mesa con ruedas. El neurólogo reclinó el sillón y ordenó:

—Adrenalina. Doscientos miligramos.

De pie, Zucca estaba inclinado sobre Luc. Repetía:

—Contésteme, Luc. ¡Siga mi voz!

En la cabina, el electrocardiograma pitaba como un hervidor. El sonido del roce de las batas llegaba hasta nosotros amplificado por los micrófonos. También nos movíamos, sin saber qué hacer.

Zucca gritó:

—¡LUC! ¡CONTÉSTEME!

Thuillier lo apartó de un golpe en el hombro.

—Apártate. ¡Dios mío! ¡Se nos va! ¡Rápido, la inyección!

Una enfermera colocó la jeringa en la mano del médico; luego, este la hundió en el torso de Luc, que parecía un duro como el tocón de un árbol. Otra mujer blandía los electrodos del desfibrilador. Los suspiros de inquietud se mezclaban con la estridencia del monitor. Thuillier blasfemaba:

—¡Me cago en Dios! Lo estamos perdiendo.

Zucca seguía inclinado sobre Luc, aferrado a sus puños.

—¡LUC! ¡CONTÉSTEME!

—Estoy aquí.

Todos se quedaron paralizados. Zucca, apoyado en el cuerpo; Thuillier, con la jeringa en el aire; las enfermeras, con sus gestos en suspenso. En la cabina, el
bip
del electrocardiograma había vuelto a un ritmo punteado, muy lento. El hipnotizador jadeó:

—Luc, me… ¿me escucha?

No respondió de inmediato. Su cabeza había caído hacia atrás. No la veíamos. Se intuían sus ojos cerrados, sus pesuñas pelirrojas, la parte inferior de su rostro mineralizado. Solo quedaba un rastro de Luc. El verdadero ser humano estaba ausente. Una voz ronca dijo:

—Lo escucho.

Zucca hizo señas a Thuillier para que volviera a la cabina. El neurólogo retrocedió a regañadientes. En silencio, las enfermeras dejaron el material y lo imitaron. Cada uno volvió a su puesto en la cabina. El círculo de hipnosis se había formado nuevamente.

Suavemente, el psiquiatra enderezó el respaldo de Luc y volvió a sentarse.

—¿Dónde está, Luc? ¿Dónde está… ahora?

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