Esclavos de la oscuridad (72 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—Escuche. Luc Soubeyras es mi mejor amigo y…

Me interrumpió con un ademán.

—Hagámoslo fácil. Usted me ahorra el discurso sentimental y yo, por mi parte, evito el rollo científico. Los dos ganaremos tiempo. Estoy seguro de que tiene preguntas precisas en mente. Alguna teoría personal.

Volvió al camino asfaltado sin dejar de mover las piernas. Por la mañana me había hecho pensar en un entrenador de boxeo. Ahora, por la noche, me parecía que él era el boxeador.

—No creo en la experiencia negativa de Luc —empecé—. Creo que es víctima de sus convicciones. Se adentró voluntariamente en la nada para «ver» al demonio. Y ahora está convencido de haberlo logrado. Pero quizá solo se deja llevar por su… imaginación.

—No estoy de acuerdo.

Zucca miró su Camel con el extremo incandescente al viento y prosiguió:

—Durante la sesión controlamos gran cantidad de parámetros físicos y psíquicos. Parámetros emparentados con las técnicas del detector de mentiras. Luc Soubeyras no mentía. Recordaba. Las máquinas han sido explícitas.

—Tal vez era sincero. Quizá ha creído ver esos…

—No. Los electrodos nos permitieron ver con todo detalle las ondas emitidas por su cerebro. Sería algo complicado explicárselo, pero Luc estaba recordando. No cabe ninguna duda al respecto. Sin contar con que la técnica de la hipnosis es muy fiable. No se puede jugar con ella. Luc ha liberado su memoria. Revivía una NDE.

Pensaba encontrar un aliado. Craso error. Encendí otro pitillo.

—¿De modo que habría visto al diablo?

—En todo caso ha visto a esa extraña criatura, al anciano.

—Desde un punto de vista psiquiátrico, ¿cómo se explica semejante visión?

El médico se detuvo, frunciendo las cejas.

—¿Esas informaciones son de alguna importancia para su investigación? ¿No se ocupa usted más bien de los hechos concretos, de las pruebas?

—En este caso, no hay una línea divisoria clara entre lo concreto y la abstracción mental, entre lo real y lo trascendente. Deseo comprender lo que ha sucedido en la mente de Luc.

Zucca retomó un paso normal. El ritmo de su respiración disminuía.

—Desde un punto de vista psíquico, las NDE son triviales.

—Las negativas son muy poco frecuentes.

—Exacto. Pero ya sean negativas o positivas, es un proceso que conocemos.

Recordé los comentarios científicos de Beltreïn. Zucca repitió más o menos lo mismo: sobrecalentamiento de las neuronas y secreciones químicas. En realidad, no me interesaba la explicación «mecánica» de la manifestación.

—¿Y las visiones en sí? —insistí—. ¿Cómo explica esos fantasmas? ¿Por qué, durante la experiencia negativa, se ve siempre a un demonio?

—El sobrecalentamiento al que me refiero quizá estimula que salgan a la superficie imágenes pertenecientes a nuestro inconsciente colectivo. Figuras ancestrales de nuestra cultura, hondamente arraigadas.

—Precisamente. Ahí está el problema. La criatura que perciben los sujetos debería responder a un arquetipo. Tener, por ejemplo, el aspecto tradicional del diablo. Cuernos, perilla, un rabo en punta.

—Estoy de acuerdo.

—Sin embargo, no es el caso. Lo hemos comprobado esta mañana. Y según mis informaciones, cada superviviente «ve» a un personaje distinto. Cada uno se encuentra con su propio diablo. ¿Cómo interpretaría usted esta singularidad?

—No la interpreto. Eso es lo que me hiela la sangre.

—¿Por qué?

—Es como si Luc Soubeyras hubiera recordado algo que le ha ocurrido realmente. No se trata de un espejismo ni de una ilusión estereotipada, sino de un encuentro verdadero. Un encuentro con una criatura singular, una encarnación del mal que nadie más habría podido imaginar y que lo ha atrapado en el fondo del limbo.

Era el momento de proponer mi teoría psicoanalítica.

—Yo había pensado en una explicación para esos «encuentros».

—Adelante. —Sonrió—. Estoy seguro de que está impaciente por comentármela.

—Quizá el sujeto otorga a su visitante el rostro o la apariencia de un ser que pertenece a su pasado. Un personaje que detesta o teme.

—Prosiga.

—Ese intruso sería solo un recuerdo reciclado. La deformación de una persona cercana que le habría hecho daño o que lo habría aterrorizado durante su infancia. La NDE provocaría una construcción individual, en parte recuerdo, en parte alucinación.

Zucca asentía, pero de un modo irónico.

—Está pensando en la figura del padre, ¿no?

—Sí. Pero ya me he informado sobre los casos que conozco; ni el padre, ni la madre, ni siquiera un miembro del entorno de los testigos se parece a sus «diablos».

—¿Tiene otro pitillo?

La llama de mi Zippo revoloteó en la oscuridad. Zucca lanzó una bocanada, hizo una pausa y luego confesó:

—Creo que la verdad es más sencilla. Más sencilla y más aterradora.

Con su cigarrillo, señaló el pabellón 21; habíamos dado una vuelta entera a los edificios.

—En cierta medida, estoy de acuerdo con usted. El aspecto del diablo de esas visiones está relacionado con el pasado de los sujetos. Hay algo oculto, secreto que aflora; es evidente. Es una representación individual del mal. Una escenificación personal de una figura del pasado. Pero no estoy de acuerdo en cuanto a la naturaleza del director de escena.

—¿Qué significa eso?

—Para usted, se trataría simplemente de una representación del inconsciente. Una ilusión de la mente, un círculo cerrado. Para mí, en cambio, interviene un agente externo.

Me estremecí. El frío, la noche… y el miedo.

—¿Usted cree en una intervención sobrenatural?

—Sí.

—Es algo insólito viniendo de un psiquiatra.

—Un psiquiatra no es un ingeniero que reduce el funcionamiento cerebral a las secreciones químicas o a un conjunto de estructuras mentales. Nuestro cerebro es un receptor. Una especie de radio. Capta las señales.

Mi intención era buscar un soporte racional. Decididamente, me había equivocado. Cambiando de tono, continuó:

—Mi idea es que el sobrecalentamiento de las neuronas reactiva una percepción primitiva. Digamos que abre una puerta a una realidad paralela. Para ser breve diría: al más allá.

Me sentía cada vez más incómodo. Por supuesto que yo también creía en esa puerta. Era una de las claves de la fe cristiana. El éxtasis de san Pablo en el camino de Damasco, las apariciones de san Francisco de Asís, las visiones de Teresa de Ávila eran solo destellos trascendentes surgidos a través de esa abertura.

Zucca prosiguió:

—Luc se ha acercado al final, ¿verdad? ¿Por qué no pensar que su cerebro ha estado «hiperreceptivo» y que ha entrevisto la otra orilla?

Las palabras penetraron en mi mente y adquirieron todo su sentido. Empezaba a entrever una verdad peor que todas las demás.

—Por tanto, si comprendo bien —repliqué—, ¿habría un demonio que nos esperaría del otro lado de la vida? O mejor dicho, ¿figuras detestables de nuestra existencia terrenal que nos acecharían en la muerte para hacernos sufrir… eternamente?

—Sí, eso es lo que se desprendería de la sesión de esta mañana.

—¿Sabe de qué está hablando?

Me observó fríamente, parapetado detrás de sus manchas rojas.

—Por supuesto.

—Usted está hablando del infierno.

—Desde el comienzo, nadie habla de otra cosa.

100

La nave de los locos.

Navegaba a bordo de un barco de zumbados y ya no había modo de desembarcar. Desde la juez budista hasta el psiquiatra visionario, pasando por el madero poseído. Me sentía solo en ese círculo de dementes, aferrándome desesperadamente a la razón como a la borda de un navío en plena tempestad.

Sin embargo, la tentación de lo sobrenatural me presionaba cada vez con mayor intensidad. Zucca tenía razón. En cierto sentido, era la solución más sencilla. Un anciano con los cabellos luminiscentes. Un ángel con colmillos agresivos. Un niño con las carnes desgarradas. Sí, ante semejantes criaturas era difícil no ceder a la tentación. El diablo y su ejército constituían la explicación más aceptable.

Pero seguía resistiéndome. Debía encontrar una explicación racional para ese caos. Fui a toda velocidad hacia el centro de París, con la sirena aullando y las manos crispadas sobre el volante. En las inmediaciones de Notre-Dame, en la orilla izquierda, giré para tomar el puente de Saint-Michel y dirigirme al quai des Orfèvres. De repente, se me ocurrió otra idea. Aquella mañana, el padre Katz, el sacerdote exorcista, me había dado su tarjeta. Su despacho, en el centro diocesano de exorcismo de París, estaba a cincuenta metros, en la rue Gît-le-Cœur.

Otro golpe de volante.

Seguí por la orilla izquierda hacia esa dirección.

Volvía a ver al hombrecito negro lanzando disimuladamente los chorritos de agua bendita.

Ya puestos, podía acabar el día completando la lista de iluminados.

—El diablo es el adversario —dijo el padre Katz con el índice señalando al techo—. El obstáculo. El nombre de Satán proviene de la raíz hebraica «stn»: «el opositor», «el que obstaculiza». Luego fue traducido al griego como «
diabolos
», del verbo «
diaballein
»: «obstaculizar».

Asentí con la cabeza educadamente, contemplando la celda del exorcista. Estrecha, alargada, en el extremo había una ventana en forma de media luna, el detalle que faltaba para completar la semejanza con una cabina de galeón pirata. Sin embargo, era la casa de un soldado de Dios. No faltaba nada: los viejos libros esotéricos, los papeles amarillentos, la cruz en la pared y sobre el escritorio, un cuadrito representando un Descendimiento de la Cruz.

Katz seguía con su conferencia magistral:

—No se comenta con frecuencia, pero la presencia del diablo es casi inexistente en el Antiguo Testamento. Está ausente porque Dios. Yahvé, todavía no es completamente bueno. Asume el mal que ha hecho. No necesita alguien que se responsabilice de sus malas obras. Recuerde a Isaías: «Dios hace el bien, Él crea también el mal». Satán aparece en el Nuevo Testamento. Es incluso omnipresente. ¡Se le cita por lo menos ciento ochenta y ocho veces! Esta vez, Dios es perfecto, por lo que hay que encontrar algún culpable del mal que reina en la tierra. Existe otra razón. Hoy en día se diría que es un problema de casting. Si el hijo de Dios desciende a la tierra, no es para enfrentarse a naderías. Necesita un adversario de su calibre. Un ser sobrenatural, poderoso, corruptor, que intenta imponer su ley. Será el Príncipe de las Tinieblas. ¡No olvidemos que Jesús era un exorcista! A lo largo de las páginas del Evangelio, no cesa de extraer los malos espíritus de los cuerpos de los poseídos que encuentra.

Esa exposición no me enseñaba nada nuevo, pero era el precio por las respuestas precisas que esperaba. En todo caso, sentado en un sofá de piel gastada, reconsideré mi opinión sobre el cura. Aquella mañana me había parecido exaltado, obsesionado, peligroso. Por la noche, su aspecto era sonriente y bonachón. Un apasionado que hablaba con Satán como Don Camilo hablaba con Jesús.

Lo más característico del anciano era su nariz, enorme. Todas las facciones se agrupaban en su base como una aldea en torno a un campanario. Era una curva convexa que partía abruptamente de la frente para surcar el rostro gris, hasta enroscarse sobre los labios secos.

Era hora de ir al grano.

—Pero, usted —dije, señalándolo con el dedo—, ¿qué opina de la sesión de esta mañana?

Me miró en silencio, con una ligera sonrisa. Su titilante iris le iluminaba el rostro.

—Hemos conseguido ser testigos de un flagrante delito. ¡Un flagrante delito de existencia!

—¿Del diablo?

Se inclinó encima del escritorio.

—Actualmente se piensa que Lucifer nunca ha existido. En un mundo donde Dios apenas logra sobrevivir, el demonio queda reducido a una superstición. Un cliché de otra época. En cuanto a los casos de posesión, todos entran en el campo de la alienación mental.

—Eso es un progreso, ¿no?

—No. Hay que separar el grano de la paja. Que exista la histeria no significa que el diablo ya no exista. Y el hecho de que nuestras sociedades industrializadas hayan enterrado ese miedo ancestral no significa que el objeto del mismo haya desaparecido. En realidad, muchos religiosos opinan que en el siglo XX, el Anticristo ha triunfado. Ha logrado hacernos olvidar su presencia. Ha penetrado suavemente en los mecanismos de nuestra sociedad. Está en todos los sitios, que es lo mismo que decir en ninguno. Diluido, integrado, invisible. ¡Se mueve sin ruido y sin rostro pero nunca ha sido tan poderoso!

Katz parecía subyugado con sus propias palabras. Volví a lo que me interesaba.

—¿De modo que la experiencia de Luc ha sido una especie de ventana hacia un ser real?

—Una ventana con vistas a un patio interior —rió con sarcasmo—. Sí. El diablo, el verdadero, se nos ha aparecido esta mañana. Un ser maligno, hostil, cruel, un maestro de la apostasía que se activa en el fondo de todas las almas. «La bestia inmunda agazapada en el fondo de nuestras entrañas.» Al morir, Luc Soubeyras ha establecido contacto con él. Lo ha visto y lo ha escuchado. Ahora está impregnado de esa presencia. Poseído en el sentido profundo del término.

—Pero ¿qué opina de la criatura que se le ha aparecido? Ese anciano de cabellos luminiscentes. ¿Por qué esa apariencia?

—El diablo es mentira, espejismo, ilusión. Multiplica los rostros para confundirnos más. No debemos quedarnos con lo que ven nuestros ojos, con lo que escuchan nuestros oídos. San Pablo nos exhorta: «Revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las astucias del demonio».

No había manera de escapar de ese pozo de citas. Tomé aliento y formulé la única pregunta que, en el fondo, me importaba en ese momento.

—Al final de la sesión, cuando Luc ha gritado, lo ha hecho en arameo, ¿verdad?

Katz volvió a sonreír. Una sonrisa que irradiaba juventud.

—Por supuesto. Arameo bíblico. El arameo de los manuscritos del mar Muerto. El idioma de Satán, cuando se dirigió a Jesús en el desierto. El hecho de que su amigo lo haya utilizado podría considerarse un síntoma oficial de posesión, en la medida en que él no domina ese idioma.

—Lo domina. Luc Soubeyras estudió en el Instituto Católico de París. Hizo cursos de varias lenguas antiguas.

—En ese caso, estamos ante un caso mucho más grave. Una posesión invisible, sin síntoma, sin signo exterior, absolutamente… ¡integrada!

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