Salí inmediatamente del despacho.
Lo mejor era deshacerse cuanto antes de esa carga.
En pocas palabras, resumí la experiencia de aquella mañana. Para terminar, le propuse que llamara a Levain-Pahut para que completara la información. Ya estaba saliendo cuando me propuso tomar un té. No acepté.
—Cierre la puerta.
Lo dijo con una sonrisa, pero en un tono que no admitía discusión.
—Siéntese.
Me instalé en el asiento frente a ella. Me lanzó su habitual mirada inequívoca.
—¿Qué opina de todo esto?
—Es asunto de los psiquiatras. Hay que saber si saldrá adelante sin secuelas y…
—Precisamente, de esas secuelas se trata. ¿Cree que Luc saldrá indemne de esta experiencia?
Gesto vago por mi parte. A mi regreso, solo le había contado las grandes líneas de mi investigación. Los expedientes Simonis, Gedda, Rihiimäki, reducidos a sus puntos en común. Había mencionado los homicidios satánicos pero no a los Sin Luz ni a los Siervos de Satán. Sin embargo, ella prosiguió:
—No creo en el diablo. E incluso, menos que usted, porque ni siquiera creo en Dios. Pero es posible suponer que una alucinación semejante transforme al que la vive y lo lleve a cometer un crimen… singular.
No contesté.
—Solo repito sus propias conclusiones.
—No le he dado conclusiones.
—Implícitamente sí. Usted ha sacado a la luz tres asesinatos en distintos rincones de Europa; en todos ellos el método es idéntico. Por lo menos en dos casos conocemos a los asesinos. Sujetos que han vivido una NDE negativa. ¿No es así?
Una pausa. Continuó:
—Sin embargo, Luc ahora está en esa situación. En plena… mutación.
—Nada indica que vaya a transformarse.
—A mí me parece que va por buen camino.
—Su análisis es muy elemental.
—¿Tiene otra hipótesis?
—Es muy pronto para exponerla.
—¿Muy pronto? Yo diría que es algo tarde. Hay otros asuntos pendientes aquí. Debe volver al trabajo.
—Me había dicho…
—Absolutamente nada. Ya le he dado una semana de vacaciones. Ha desaparecido diez días y desde que volvió no se ha dedicado seriamente a su trabajo. Sigue tratando de averiguar la razón del intento de suicidio de Luc. Sabemos cuál es la situación actual. El caso está archivado.
Tomé la palabra:
—Deme unos días más. Yo…
—¿Cómo está su protegida?
—¿Mi protegida?
—Manon Simonis. Principal sospechosa del homicidio de su madre.
—Usted no conoce el expediente —dije, resistiéndome—. Manon no es sospechosa. No hay ni pruebas ni móvil.
—¿Y si hubiera vivido esa experiencia negativa como la italiana o como el estonio? En esta historia, el móvil se reduce a un trauma psíquico.
Seguí callado.
—No intento hundirla, Mathieu. Simplemente, quiero que esté prevenido. Corine Magnan ha recurrido a los maderos de la DPJ. Me han llamado. Está dispuesta a interrogar nuevamente a Manon Simonis.
—¿Por qué motivo?
—La aventura de Luc ha sembrado la confusión.
—¿Por qué declararía ella algo que difiera de la primera vez?
—Pregúnteselo a Magnan.
—¿Quieren hipnotizarla? ¿Inyectarle un fármaco?
—Le repito que no sé nada. Pero la juez ha mencionado un examen psiquiátrico.
Me mordí los labios. Dumayet añadió:
—No se fie de ella, Mathieu.
—¿Sabe usted algo?
—Se ha puesto en contacto con la fiscalía de Colmar. Quiere conseguir el expediente de David Oberdorf.
—¿Quién es ese?
—Un tipo que mató a un sacerdote en diciembre de 1996. Un caso de posesión.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta.
—Eso es absurdo. Esa juez es una zumbada.
—Mathieu, espere.
Me detuve en el umbral.
—A pesar de todo tengo una buena noticia. Condenceau, el tío de asuntos internos, ha cerrado el caso Soubeyras.
—¿Cuál es su conclusión?
—Intento de suicidio. Eso simplifica las cosas, ¿no cree? Luc saldrá del paso con algunas visitas al psicólogo.
—¿Y Doudou y los demás?
—No iniciarán nada contra ellos. Levain-Pahut barrerá delante de su puerta.
Estaba girando el pomo cuando Dumayet agregó:
—A propósito, usted ha trabajado en el asesinato de Massine Larfaoui, ¿verdad?
—¿Y?
—¿No ha descubierto nada?
—No más de lo que descubrieron Luc y sus hombres.
—¿Seguro?
O bien Dumayet tenía sus fuentes o bien me leía el pensamiento. No le había hablado de la iboga ni del papel de esta droga en el caso. Hice una concesión.
—Quizá haya un vínculo con el caso Simonis. En fin, con la serie de homicidios.
—¿Qué vínculo?
—Necesito tiempo.
—Magnan actuará sea como sea. Llene los vacíos de su expediente antes de que lo haga ella. Con los silencios de su joven querida.
Una del mediodía
Me encerré con llave en mi ratonera. Quería aclarar un detalle que me atormentaba desde la mañana. Marqué el número directo del prefecto Rutherford en la Ciudad del Vaticano. A pesar de que el día era gris, no había encendido las luces de mi despacho.
Un minuto más tarde, hablaba con el director de la biblioteca. No parecía estar dispuesto a pasarme al cardenal Van Dieterling. Tuve que aludir a «revelaciones de primer orden» para que, por fin, mi comunicación tomara el camino del despacho de Su Eminencia.
—¿Qué quiere, Mathieu?
La voz ronca del flamenco. Nada de preámbulos, nada de fórmulas de cortesía. Lo prefería así.
—Sigo con mi investigación, eminencia. Quería hacerle una consulta.
—Para empezar, ¿no debería comunicarme algunas informaciones?
Desde mi visita al Vaticano, no había dado señales de vida. El cardenal prosiguió:
—¿No será que ha cambiado de bando? ¿Que se ha aliado con otros?
Alusión transparente a mi estancia en Polonia.
—No hago alianzas con nadie —respondí en tono firme—. Sigo mi propio camino, nada más. Cuando sepa la verdad, se la revelaré a todos ustedes.
—¿Qué ha averiguado?
—Deme unos días más.
—¿Por qué confiaría en usted otra vez?
—Eminencia, me permito insistir. Estoy a punto de hacer un descubrimiento crucial. Un nuevo caso de los Sin Luz está en el centro de mi investigación.
—¿Su nombre?
—Deme unos días.
El cardenal carraspeó aunque sonó como una risita.
—Seguiré confiando en usted, Mathieu. Aunque no sé por qué. ¿Qué necesita saber?
—¿Usted interrogó a Agostina Gedda sobre su experiencia de muerte inminente?
—Naturalmente. Mis especialistas han tenido varias entrevistas con ella.
—¿Le habló del personaje que vio al fondo del «pasillo»?
Noté que dudaba.
—¿Qué desea saber? Vaya al grano.
—¿A quién se parecía el visitante de Agostina?
—Ella mencionó a un hombre pálido, muy grande. Según dijo, flotaba en el túnel. Como un ángel. Un ángel —repitió con cierta consternación—. Fueron sus propias palabras.
—¿No mencionó a un anciano?
—No.
—¿Ni unos cabellos electrizados, luminiscentes?
—En absoluto. ¿Esa es la descripción que le ha dado el Sin Luz?
Eludí la pregunta.
—Ese ángel, ¿tenía un aspecto aterrador? ¿Algún detalle maléfico?
—Querrá usted decir que era un monstruo. Según Agostina, no tenía párpados y llevaba un separador dental. Su boca estaba abierta y mostraba unos dientes agudos, afilados como hojas de afeitar. Había algo más, ahora que lo recuerdo… Ostentaba una especie de falso sexo, enorme, de aluminio… O una monstruosa funda para el pene, no quedó muy claro. Usted vio a Agostina; conoce los deseos malsanos que la dominan.
—¿Eso es todo? ¿Ningún otro detalle horrible?
—¿Le parece poco? Su descripción era muy precisa. Lo cual ya es en sí mismo un hecho novedoso.
—¿Novedoso?
—Recuerde que hasta hace poco, los Sin Luz eran incapaces de describir a su demonio. Sin embargo, ahora sus recuerdos son muy exactos. Eso forma parte de la mutación.
Siempre con su teoría de la evolución. Los Sin Luz tenían un perfil nuevo, que se caracterizaba por el ritual de ácidos e insectos. Pero también un recuerdo muy preciso de su NDE. Reflexioné en voz alta:
—Según su opinión, ¿por qué cada uno de esos posesos ve a un diablo distinto? ¿Una criatura que no tiene nada que ver con la imagen convencional del demonio, con cuernos y cola de macho cabrío?
—«Me llamo Legión, porque somos muchos.» A Satán le gusta adoptar apariencias variadas. Pero siempre obra el mismo poder.
—Cada Sin Luz ve un ser distinto, casi… personal.
—¿A qué se refiere?
—Ese «visitante» podría estar inspirado por alguien que actuó sobre ellos en el pasado. Sería una especie de construcción psíquica, basada en los recuerdos.
—Lo hemos considerado. Y hemos buscado en la historia de Agostina. Pero no hemos hallado ni la menor señal de un ángel de tez pálida. Ninguna huella de separador dental ni de dientes de vampiro. ¿Qué sentido tienen sus preguntas, Mathieu? Usted es policía. Se supone que debe investigar sobre el terreno.
—Estamos de lleno en eso, eminencia. Lo llamaré cuanto antes.
Busqué en mis notas. Foucault me había dado las señas del psiquiatra de Raïmo Rihiimäki: Juha Valtonen. El hombre que lo había interrogado cuando despertó del coma. Marqué las diez cifras, con el prefijo del país incluido. Era el número de un teléfono móvil; lo encontraría en cualquier lugar donde estuviera.
El timbre sonó. ¿Nevaba ya en Tallinn? No sabía nada de Estonia, aparte de que era el más septentrional de los países bálticos. Imaginé las costas grises, los peñascos negros, un mar sombrío y helado.
—
Hallo
?
Me presenté en inglés. El hombre prosiguió en el mismo idioma, sin problemas. Ya había hablado con Foucault. Estaba al corriente de nuestra investigación y dispuesto a ayudarme. La cobertura era perfecta, cristalina, como pulida por el viento de mar adentro. Inmediatamente orienté mis preguntas hacia la NDE de Raïmo.
—Tenía algunos recuerdos —confirmó el psiquiatra.
—¿Le describió a su visitante?
—Raïmo hablaba de un niño.
—¿Un niño?
—Más bien un adolescente. Un personaje bastante joven, regordete, que flotaba en la oscuridad.
—¿Le describió el rostro?
—Sí, lo recuerdo. Un rostro aplastado. O despellejado. Raïmo hablaba de jirones de carne. Un morro de bulldog que sangraba.
Nueva escena de horror. Pero nada que ver con el anciano de Luc ni con el ángel de Agostina. Un demonio específico para cada Sin Luz.
Le hablé de mi hipótesis.
—¿Cree que esta criatura podría haberle sido inspirada por alguien de su entorno?
—¿De qué modo?
—Como un personaje de su pasado que habría vuelto, deformado por la alucinación.
—No. Investigué su historia y su entorno. Que yo sepa, nadie a su alrededor se parecía a una criatura así. De hecho, ¿quién podría parecerse a semejante pesadilla?
Mi pista psicoanalítica era un callejón sin salida. Valtonen prosiguió:
—¿Tiene otros testimonios de ese tipo?
—Algunos, sí.
—Me interesaría leerlos. ¿Los tiene en versión inglesa?
—Sí, pero en este momento estamos trabajando a contrarreloj. En cuanto tenga un poco de tiempo le enviaré toda la documentación. Se lo prometo.
—Gracias. Otra pregunta.
—Dígame.
—Sus otros testigos, ¿se han convertido todos en homicidas?
Pensé en Luc. Y a mi pesar, en Manon. Respondí en tono seco:
—No, no todos.
—Mejor. De lo contrario, esto parecería una epidemia de rabia.
Le di nuevamente las gracias y colgué.
Dos del mediodía
Era hora de ir a pescar.
De volver a la investigación que me había precedido y concluir todos sus capítulos.
Era el momento de interrogar a Luc.
De momento, Luc estaría ingresado en el Centro Hospitalario Especializado Paul-Guiraud, en Villejuif. El término «especializado» era un eufemismo utilizado para referirse a un manicomio. Luc había firmado voluntariamente su orden de ingreso en «régimen abierto», de modo que podía salir siempre que le apeteciera.
Tres de la tarde.
Llegué al centro hospitalario al atardecer. Un enorme recinto negro que cortaba en dos un suburbio de viviendas unifamiliares. Pascal Zucca, el psiquiatra hipnotizador, me había explicado dónde podía encontrar a Luc. Crucé el portal, giré a la izquierda y bordeé la alameda jalonada de edificios de dos plantas. Todos los pabellones parecían hangares: muros color beige y tejado abombado.
Encontré el pabellón 21. En la recepción, una auxiliar cogió su manojo de llaves y me guió por el edificio. Un espacio alargado, interrumpido por puertas con ojos de buey, que recordaba el interior de un submarino. Había que atravesar cada estancia para alcanzar la siguiente: comedor, sala de televisión, taller de ergoterapia… Todo estaba remodelado: paredes amarillas, puertas rojas, techos blancos con tubos de iluminación. Caminamos sobre el linóleo color pizarra sin hacer ruido.
En cada umbral, la mujer sacaba una llave. Me cruzaba con pacientes que contrastaban con la arquitectura moderna del lugar. Ellos no habían sido remodelados. La mayoría se quedaban mirándome fijamente, boquiabiertos; rostros inexpresivos y miradas vacías.
Un hombre tenía un lado del rostro estirado, como si lo hubiera tensado un anzuelo. Otro, doblado en dos, me observaba con mirada torva, de pie con la frente alta, mientras que un tercero estaba agachado. Caminé evitando mirar a esos pacientes. Los más aterradores eran los que no tenían nada que los distinguiera. Personajes grises, apagados, cuyo absceso parecía escondido en su interior. Invisible.
Uno de ellos me hizo una señal levantando la mano por encima de unos pliegues de papel. La mujer murmuró un comentario mientras abría otra puerta.
—Es un dentista. Está aquí desde hace seis meses. Se pasa el día doblando esos papeles. Lo llaman «origami». Mató a su mujer y a sus tres hijos.
En el siguiente pasillo, observé:
—No veo ningún timbre de alarma. ¿No hay un sistema de ese tipo?
La mujer enarboló su juego de llaves.
—La alarma salta en cuanto alguien toca con una de estas llaves cualquier objeto metálico.